La figura que contribuye decisivamente a la presencia del Renacimiento en España es el cardenal Cisneros. Lo que constituye la cumbre de la reforma cisneriana es la fundación de la Universidad de Alcalá, cuna y vivero de espiritualidad. En 1498 comenzaron los trabajos, al cuidado del arquitecto Pedro Gumiel, y diez años después, en 1509, se dictaban las primeras lecciones. Por las aulas de Alcalá pasó la plana mayor del humanismo español. Unos como profesores: Nebrija y Alonso de Herrera en retórica, santo Tomás de Villanueva y Sancho Carranza de Miranda en lógica y filosofía natural, Alfonso de Zamora en la cátedra de hebreo, Hernán Nuñez y Juan Vergara en la de griego. Otros como alumnos: Francisco Ortiz, Ignacio de Loyola, Juan de Valdés, Francisco de Osuna y un larguísimo etcétera de estudiantes que fueron los cuadros de la Iglesia española durante más de cien años. Pronto ensombrece Alcalá a Salamanca, hasta entonces la más importante Universidad española. La nueva Universidad atrae a catedráticos y alumnos. Su método es revolucionario: prescinde de la facultad de derecho, de enorme tradición, y solamente se reservan dos cátedras para la medicina. La teología -dice Bataillon- determinará la orientación de toda la Universidad, será su razón misma de ser. Para la enseñanza de esta disciplina se aplican las tres vías teológicas más acreditadas: tomismo, escotismo y nominalismo.
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El pensamiento económico español se desarrolla a partir de la segunda mitad del siglo XVI, en buena parte como consecuencia del descubrimiento de América y el eco que este acontecimiento suscitó. Uno de los primeros análisis lo llevó a cabo Luis Ortiz, vecino de Burgos y contador de la Real Hacienda, autor de un memorial que ha permanecido inédito hasta 1957. Hoy es considerado como uno de los grandes precursores del mercantilismo, pues analiza los puntos básicos de aquel sistema de política económica mucho antes que lo hicieran sus principales sustentadores. Hasta hace cuarenta años, se consideraba al francés Jean Bodin como el primero que había formulado la llamada teoría cuantitativista de la moneda. Sin embargo, la aparición de la obra de Larraz y, más tarde, la de miss Grice-Hutchinson sobre los teólogos de la escuela de Salamanca de mediados del siglo XVI, han dejado claro que dicha teoría era perfectamente conocida, con anterioridad, por ellos. Martín de Azpilicueta (1492-1586), conocido con el nombre de Doctor Navarro, al tratar sobre los problemas morales de las operaciones y transacciones económicas, expone doce años antes que Bodin teorías sobre la moneda que encajan plenamente en el cuantitativismo. Fray Tomás de Mercado, dominico, en su Tratos y contratos de mercaderes y tratantes (Salamanca, 1569), observa la gran subida de los precios y la mayor circulación monetaria. A su juicio, el aumento de los precios se produce por tres razones: el tirón producido por la exportación sobre la demanda de productos locales, el recargo impuesto por la necesidad de financiar los envíos y la repercusión de la carestía europea sobre la americana. Mercado distingue entre el valor de uso de la moneda y su estima social. Concede gran importancia a la estimación de la moneda (lo que los economistas actuales llaman poder adquisitivo). El pensamiento económico del siglo XVII en España está marcado por un concepto específico: el arbitrismo. El origen literario de esta palabra se fecha en 1613, en el Coloquio de los perros, de Cervantes, pero, según Jean Vilar -quien ha dedicado un libro entero al tema- sólo a partir de 1620 adquiere carta de naturaleza. El término viene de arbitrio en el sentido de expediente financiero o proyecto extravagante: arbitrista es el que aplica esto para el remedio de los problemas económicos de la Hacienda Pública. Del siglo XVI al siglo XVIII, el término arbitrista ha tenido una imagen absolutamente peyorativa. Particularmente feroz contra los arbitristas se mostró Quevedo en La hora de todos o la fortuna con seso. Hoy su pensamiento ha sido revalorizado por historiadores diversos como Earl J. Hamilton, J. Larraz y P. Vilar. Aunque el arbitrismo data ya del reinado de Felipe II, es en el siglo XVII cuando se consolida, a caballo del concepto de decadencia, al que va ligado. Las primeras tomas de posición ante la problemática económica del siglo XVII son las de Cristóbal Pérez Herrera, Martín González de Cellorigo y Sancho de Moncada. El médico Pérez de Herrera fue el autor de un memorial titulado En razón de muchas cosas tocantes al bien, propiedad, riqueza, futilidad de estos reinos y restauración de la gente que se ha echado de ellos, donde propugna, como medidas para la recuperación económica, fomentar la laboriosidad, conseguir el ahorro, estimular la agricultura y la ganadería y promover la recuperación demográfica. Martín González de Cellorigo fue autor de un famoso escrito: Memorial de la política necesaria y útil restauración a la política de España y estados de ella y desempeño universal de estos reinos (1600). Tomando como base el cuantitativismo, Cellorigo manifiesta su repulsa ante la pasión del oro y de la plata desatada por sus compatriotas, al tiempo que propugna el trabajo y las industriosas virtudes de una sociedad que se había dejado llevar por un falso espejismo. Su desprecio por el oro y la plata no es, pues, consecuencia de una actitud puramente moral, sino de haber observado las nefastas consecuencias económicas de la acumulación monetario-metálica. Pero la figura más importante del pensamiento económico castellano en el siglo XVII quizá sea la de Sancho de Moncada. El libro por el que ha pasado a la historia es un breve escrito titulado Restauración política de España (1619), cuya publicación fue precedida por la de un resumen del mismo con el título de Suma de ocho discursos (1618). Para Moncada, la decadencia económica de España se produjo como consecuencia del descubrimiento de América y de la importación de metales preciosos, que hizo elevar los precios de nuestras manufacturas, pues su carestía produjo el conocido fenómeno de la desviación del nivel español de precios respecto del europeo. En otras palabras, que de una economía de exportación a Europa los españoles pasaron a una economía de importación, con el consiguiente empobrecimiento de España y la prosperidad de sus enemigos reales o potenciales. El tema de la decadencia siguió debatiéndose a lo largo del siglo XVII. Mateo López Bravo publicó en 1616 su tratado Del rey y de la razón de gobernar. Allí propone una política paternalista, una reactivación del trabajo, pues sólo el trabajo procura riqueza, y una severa penalización de la mendicidad. Pedro Fernández Navarrete, canónigo, consultor del Santo Oficio, en su libro Conservación de Monarquías (1626) planteó también el tema de la decadencia en términos dramáticos, pero al final afirma que la enfermedad es gravísima pero no incurable, proponiendo las soluciones del incremento matrimonial, promoción de la industria, retención del metal precioso, aumento de la producción agrícola y desaparición de los juros. Antonio López de Vega, autor de Heraclio y Demócrito de nuestro siglo, atribuye la decadencia al abuso de las guerras como instrumento de la política. Miguel Caxa de Leruela es autor de un Discurso sobre la principal causa y reparo de la necesidad común carestía general y despoblación de estos reinos (1631), que luego amplía y reelabora en su obra más famosa, Restauración de la antigua abundancia en España (1631). Su propuesta es una nacionalización de los pastos y la concesión a cada campesino de un número suficiente de cabezas de ganado para que pueda mantenerse. Le Flem afirma que Caxa de Leruela defiende una especie de socialismo agrario fundado en la ganadería y asentado en una clase media de ganaderos. El epigonismo arbitrista de los reinados de Felipe IV y Carlos II está, sobre todo, representado por Francisco Martínez de Mata. Natural de Motril (Granada) fue el autor de unos célebres Memoriales y Discursos escritos entre 1650 y 1660. El más importante arbitrista catalán del XVII es Narcís Feliu de la Penya, cuyas obras más conocidas son: Político Discurso... a S.M., suplicando mande y procure impedir el sobrado trato y uso de algunas ropas extranjeras que acaban del comercio y pierde las artes en Cataluña (1681), y el Fénix de Cataluña (1683), en el que plantea no sólo el caso específico del Principado, sino el de todo el país, en el que aquél se halla económicamente integrado. Su tesis es la de fomentar la industria local, sobre la base de imitar los géneros extranjeros, y mediante ello restaurar y reavivar el comercio. En este libro desarrolla el plan de una Compañía de Comercio que desde Cataluña trataría con América.
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Los intentos de hacer crecer las fuerzas productivas para alcanzar un mayor desarrollo de la sociedad y una presencia más consistente en el foro internacional, condujeron a una pléyade de intelectuales y políticos reformistas a frecuentar la economía como la ciencia más útil para conseguir esos propósitos. La ciencia económica se fue revelando como un instrumento de combate eficaz frente al pensamiento escolástico y como una disciplina con gran capacidad analítica respecto a los problemas concretos de orden material que había que abordar para lograr la felicidad de los súbditos y la grandeza de la monarquía. Mediante traducciones, con lecturas directas, a través de la correspondencia privada, gracias a la conversación con viajeros extranjeros o a las informaciones que aportaron los españoles que recorrieron la Europa de la época, bastantes pensadores se ampararon en la economía al reconocer en ella la ciencia social del siglo. La economía fue a la sociedad lo que la física a la naturaleza. Es bien cierto que el pensamiento económico español no tuvo ni la fuerza ni la novedad que pueden encontrarse en los mercantilistas tardíos italianos, en los fisiócratas franceses o en los liberales ingleses. Uztáriz, Campomanes o Jovellanos no eran leídos en Europa como una novedad teórica sino como una fuente de información sobre España, como así lo hizo Adam Smith. En esta escasa originalidad influyó sin duda el propio contexto hispano, escaso de libertad para la reflexión, así como el carácter moderado y pragmático de los reformadores españoles. Cuestión esta última que impidió tener una visión de conjunto de la economía nacional y sus políticas: en la mayoría de los casos se buscaron soluciones concretas a problemas inmediatos. La falta de una teoría económica global facilitó el éxito de un pensamiento básicamente ecléctico en bastantes autores que podían manifestar influencias de diferentes escuelas económicas a veces antitéticas. No es fácil, pues, etiquetar a los economistas españoles del Setecientos. Si andamos por el siempre peligroso camino de la generalización, bien puede afirmarse que el mercantilismo (comercial, agrario o industrial) fue la corriente que dispuso de la hegemonía durante la mayor parte del siglo. Uztáriz, Campillo, Ulloa, Campomanes, Capmany o Floridablanca, con los matices pertinentes entre ellos, estuvieron básicamente en este camino. Un sendero de reflexión económica que buscaba en esencia desarrollar una balanza comercial favorable mediante un incremento de las fuerzas productivas nacionales que impidiese tener que traer del extranjero mercancías pagaderas con nuestra plata americana. Es decir, fomento de la agricultura y la industria nacional como vehículo ideal para conseguir un comercio exterior floreciente que aportara a las arcas del Estado mayores cantidades de numerario, base esencial para la riqueza nacional y el aumento de la población. Y en el logro de estos objetivos tenía que respetarse la iniciativa privada al tiempo que el Estado debía convertirse también en un agente económico activo, tanto en la creación de infraestructuras como en la promulgación de leyes que favorecieran la conquista de tan preciadas metas. Sin embargo, a medida que el siglo avanzó, fueron planteándose los problemas ocasionados por un crecimiento previo que no veía confirmación segura en el marco del sistema tardofeudal. Ante esta evidencia, los pensadores económicos españoles empezaron a variar posiciones buscando en otras doctrinas las soluciones prácticas. Así comenzaron anotarse paulatinamente las influencias de la fisiocracia primero y del liberalismo después. La fisocracia fue la doctrina económica que preponderó entre los políticos franceses de la segunda mitad del Setecientos. Su ideario central consistía en creer en un orden natural organizado por las leyes físicas que posibilitaban que la naturaleza no consumiera más de lo que producía, permitiendo así la existencia de un excedente neto a distribuir entre las diferentes clases sociales. Este sobrante se conseguía aumentar a través de grandes explotaciones y debía tener a su vez una libre circulación para mantener vivo el cuerpo social. La producción agrícola adquiría así un carácter prioritario que llevaba a los fisiócratas a reclamar una mejor preparación de los agricultores, a demandar una ley agraria general, a pedir la formación de un impuesto único y a exigir la implantación del comercio libre. A pesar del relativo afrancesamiento de la cultura española, la fisiocracia tuvo una implantación muy relativa al no conseguir más que una difusa influencia en algunos de los autores más afamados del siglo que nunca llegaron a admitir el conjunto de la doctrina. De todas maneras, la fisiocracia tuvo que medir sus fuerzas con los nuevos aires liberales que empezaban a recorrer algunos países de Europa, especialmente Inglaterra. En efecto, la obra de Adam Smith tuvo en España una tardía pero eficaz acogida. Primero con timidez y vacilación en los trabajos de Valentín de Foronda o Francisco Cabarrús y luego más decididamente en pensadores de la talla de Vicente Alcalá Galiano o el propio Jovellanos. En realidad, con variados matices, todo ellos creían en la libre iniciativa privada y en el interés individual como principios centrales de la acción económica, siendo el Estado una institución que debía únicamente tratar de evitar las trabas que pudieran oponerse al pleno desarrollo del individuo y sus necesidades. Estos planteamientos fueron llevando a los liberales a posturas cada vez más críticas respecto al sistema social y al orden político de la monarquía absoluta. Las objeciones aparecieron con toda nitidez en el marco de la crisis finisecular, cuando quedaron patentes los límites y contradicciones del feudalismo tardío en su fase final. Hasta entonces, el absolutismo ilustrado había resultado un marco político generalmente aceptado, puesto que al menos había garantizado secularmente un cierto crecimiento económico y una modesta pero perceptible mejora en las condiciones de vida de una parte importante de los españoles en medio de una relativa pero aceptable paz social.
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La producción del pensamiento económico hispanoamericano no fue ni abundante ni original. De hecho, resultan escasos los escritos conservados, que se mueven por lo general dentro de un eclecticismo que suma al predominante mercantilismo tardío la incorporación de algunos elementos fisiocráticos y la reflexión sobre una realidad distinta de la metropolitana, aunque por lo general en una elaboración conciliadora que no contesta el sistema colonial. De esta forma, las fuentes de inspiración más citadas suelen ser los ilustrados españoles (especialmente, Campomanes y Jovellanos) y, sobre todo, los mercantilistas italianos del siglo XVIII (Filangieri, Genovesi, Galiani), mucho más que los trabajos de Quesnay o, ya muy tardíamente, de Adam Smith. Asimismo, la fórmula más utilizada es la propuesta de iniciativas de fomento (ya sea de un sector productivo o del conjunto de una economía regional), la sugerencia de reformas que permitan movilizar los recursos americanos sin que tales medidas puedan resultar contradictorias con el paralelo crecimiento de la metrópoli. De este modo, si la conciencia de un posible conflicto entre los intereses americanos y los metropolitanos no es perceptible en los escritos de economía política del siglo XVIII, esta posición conciliadora se aviene perfectamente en el plano político con la confianza en la viabilidad del Despotismo Ilustrado y por tanto con la fidelidad a la Monarquía española. Estas líneas maestras aparecen ya en el caso del más conocido de los ilustrados interesados por los problemas económicos, el peruano José Baquíjano y Carrillo, figura destacada, de la implantación de las Luces en el virreinato, que publicaría en las páginas del Mercurio Peruano una divulgada Disertación histórica ,y política sobre el comercio del Perú (1791), donde se declararía defensor de la minería de la plata como fundamento de la riqueza del virreinato, además de manifestar sus reservas sobre los beneficios de la libertad de comercio y exigir una regulación de la balanza comercial. Posiciones ancladas en el mercantilismo más tradicional, más tímidas en algunos casos que las propias políticas del reformismo oficial metropolitano y siempre plenamente insertas dentro del marco del Despotismo Ilustrado y del sistema colonial. En cualquier caso, Baquíjano fue más allá en la crítica reformista al menos en una ocasión, en su Elogio del virrey Jáuregui (1781), donde hizo una pública reprobación de la actuación de las autoridades en la represión de los levantamientos de Huanuco, Arequipa y Urubamba tras la derrota de Túpac Amaru. El mismo horizonte preside el pensamiento económico del cubano Francisco de Arango y Parreño, miembro de la Sociedad Económica de La Habana y síndico del Consulado de la misma ciudad, autor de varios escritos en favor del fomento económico de la isla, juzgado siempre compatible con el sistema de relaciones entre la metrópoli y las colonias. Si sus ideas aparecen ya con claridad en su Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla (1792), su pleno desarrollo se encuentra en otro escrito impreso por cuenta del propio Consulado, encabezado significativamente con una cita de Jovellanos y de título largo y explícito: Informe del síndico en el expediente instruido por el Consulado de La Habana sobre los medios que conviene proponer para sacar la agricultura y el comercio de la isla del apuro en que se hallan (1809). Chile es el objeto de la reflexión del ilustrado Manuel de Salas, síndico del Consulado de Santiago desde 1795, quien a requerimiento del ministro de Hacienda Diego de Gardoqui redactaría una Representación... sobre el estado de la agricultura, industria y comercio del reino de Chile, que permanecería manuscrita hasta 1843, pero que ha sido considerada como uno de los textos precursores de la independencia, aunque en sus páginas apenas se detecten más que unas gotas de liberalismo económico dentro de un contenido general de raigambre mercantilista. Manuel Belgrano, secretario del Consulado de Buenos Aires, presentó en razón de su cargo cuatro memorias que trataban de dar cuenta de la situación de la economía rioplatense en la inauguración del año consular. Todas ellas proponían además una serie de medidas concretas para el progreso de los distintos sectores que se remitían doctrinalmente a los escritos de los mercantilistas españoles e italianos (por delante de los fisiócratas y, por descontado, de Adam Smith, leído en fechas posteriores), especialmente a las tesis de Galiani sobre la necesidad de elaborar políticas económicas adaptadas a las peculiaridades de cada lugar. Posiblemente, la de más amplio contenido fuera la primera, leída en el año 1796, y cuyo título resulta suficientemente expresivo de su finalidad de contribuir a la reactivación de la economía del virreinato: Medios generales de fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio en un país agricultor. Victorián de Villava, fiscal de la Audiencia de Charcas, merecería un lugar destacado ya sólo en su calidad de traductor de la obra de Antonio Genovesi Lecciones de Comercio o bien de Economía Civil, hecho que lo entronca con esta corriente mayoritaria que se inspiró en la producción de los mercantilistas tardíos italianos a la hora de articular una reflexión sobre la economía americana. Su obra más famosa, el Discurso sobre la mita de Potosí (1793), pese a pronunciarse sobre una debate tan característico como el de la primacía de la minería o de la agricultura, se inscribe más bien en el territorio del pensamiento social, desde su misma cita inicial, tomada de San Ambrosio: "Más debe mirarse por la vida de los mortales que por el aumento de los metales". En efecto, el texto es una condena del sistema de la mita para la explotación de las minas peruanas, donde los argumentos filantrópicos de aliento ilustrado en defensa de la población indígena, sometida al opresivo sistema laboral, pueden aunarse con un sutil apoyo a los intereses a largo plazo de la Monarquía, frente a las miras más inmediatas de los particulares, y a las exigencias de otros sectores, frente a la absoluta hegemonía del sector minero. El escrito suscitó la respuesta del intendente de Potosí, Francisco de Paula Sanz, dando origen a una de las más interesantes polémicas de tema económico y social que se dieron en la América del siglo XVIII. El influjo de la obra de Villava se dejó sentir sobre todo en la obra de Mariano Moreno, cuya Representación de los Hacendados (1809), considerada igualmente como uno de los escritos precursores de la emancipación, sigue inserta en la línea ecléctica y pragmática de defensa de intereses concretos y puntuales, en este caso aludiendo a los efectos negativos que sobre la producción local podría tener el comercio libre practicado con los ingleses.
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Desde el siglo XV los reinos hispánicos habían formulado la teoría de la exención del Imperio, que devendría en la concepción del imperio particular, según la cual estos reinos formaban, de hecho, un Imperio aparte. En contraposición a la idea imperial se formuló, durante el reinado de los Reyes Católicos, el término de "monarchía del reyno de España". El neogoticismo sirvió para salvar la contradicción entre la unidad de la monarquía y la plural realidad de los reinos hispanos, concediendo la preeminencia a Castilla, legitimación ésta que primarán intelectuales como García de Santamaría o Sánchez de Arévalo. La elección de Carlos V como emperador obligó a asumir la compatibilidad entre la tradición del Imperio Romano Germánico con la idea hispánica de las misiones de la monarquía hispana. El proyecto político de Carlos V contó con el apoyo incondicional de la intelectualidad erasmista -sobre todo, Alfonso de Valdés-. El célebre discurso del obispo Mota en las Cortes de La Coruña de 1520 intentaba capitalizar el Imperio como empresa española. Pero no todos los intelectuales comulgaron plenamente con el ideario y la praxis política del imperio. Dejando aparte el republicanismo de Alonso de Castrillo (1521), son muchos los que manifestaron reticencias al andamiaje político del sistema carolino. Gonzalo Fernández de Oviedo elogia, por ejemplo el Imperio, pero deduce de la ausencia del monarca graves daños. La prudencia de Oviedo estaba perfectamente justificada y las revueltas comunera y agermanada le dieron la razón. La experiencia comunera dejó su impronta en la concepción de la monarquía que la regente Isabel asumió (quietud de los reinos, defensa de la presencia del rey, administración financiera que distribuye los recursos en función de sus propias necesidades, etcétera). Tampoco en la Corona de Aragón suscitó especiales adhesiones la causa imperial. Respecto a Valencia bien conocida es la actitud revolucionaria de los agermanados. Pero incluso Cataluña, pese a la mítica identificación con Carlos V que la historiografía romántica le atribuyó, no asumió festivamente la idea imperial. Las tensiones de las Cortes de 1519 son bien expresivas. Al final del reinado de Carlos V, en el mismo año 1556 se publican tres obras, las de Furió Ceriol, Fox Morcillo y Felipe de la Torre, en las que se plantean discrepancias con el modelo político del Emperador. La pérdida del Imperio por Felipe II, tras la sucesión de Carlos V, propiciaría todo un aluvión de críticas contra el Imperio. Al mismo tiempo, se desencadena toda la ofensiva intelectual destinada a glosar la calidad imperial de la monarquía de Felipe II (Gregorio López Madera, Jaime Valdés) y a legitimar, a través de la función religiosa, tal monarquía (Vitoria, Vázquez de Menchaca). Sabido es que la obra de Bodino a fines del siglo XVI supondrá el desplazamiento de la función judicial del rey a la legislativa. En España se tradujo pronto (en 1590 por Gaspar de Añastro) su obra clásica: Los Seis libros de la República. El concepto de jurisdicción supremo bodiniana contó en España con grandes reservas. Aquí se siguió primando la función de justicia del rey sobre la de legislador. J. Villanueva ha demostrado, pese a todo, la enorme influencia de Bodino sobre Cellorigo. La suprema capacidad jurisdiccional del rey asignada por tratadistas como Covarrubias, Vázquez de Menchaca, Juan de Santamaría... fue limitada, especialmente por el pensamiento neoescolástico, que vinculaba la ley positiva a la ley divina. La ley positiva quedaba recortada por la moderación trascendentalista, que sujetaba la voluntad del rey a la razón y ésta al bien divino, y la representación organológica del Estado, que entendió éste como una comunidad jerárquicamente organizada y regida por el monarca como su cabeza. La primera dependencia la recordaron múltiples tratadistas, desde fray Luis de León al padre Suárez. El símil organológico lo argumentaron diversos intelectuales con objetivos distintos, pero todos ellos menoscabadores de la soberanía real. Martín de Azpilcueta lo utilizaba para regular la potestas de la comunidad. Juan de Mariana, que publicaba en 1599 su De rege et regis institutione, aplicaba el principio de la majestas duplex reconociendo que si el poder del rey era absoluto e indeclinable en determinadas actividades (justicia, nombramiento de magistrados, hacer la guerra), éste dependía de unas leyes fundamentales (las que fijaban la sucesión, el cobro de impuestos y el respeto a la religión propia del reino). Mariana representará el pactismo, que significó la transición de la idea de fidelidad a la de contrato, un contrato entre el rey y la república. Contrariamente a los que han atribuido a Mariana la formulación del contrato democrático del poder, Tomás y Valiente ha puesto de relieve que éste simplemente es un exponente de los intereses de tipo estamental frente a un poder absoluto. Las Casas convertiría al rey en el médico cuya función esencial es conservar, difundir y engrandar el reino. Castillo de Bobadilla (1597) encierra el poder del rey en el ejercicio de una serie de regalías entendidas como derechos singulares nucleados en torno a la persona real. En el siglo XVI, el régimen polisinodial de consejos recibió fuertes refrendos por parte de intelectuales como Furió Ceriol en Consejo y Consejeros del Príncipe (1559) y Bartolomé Felipe en una obra homónima a la anterior (1584). La praxis política del reinado de Felipe II no recibió glosas unánimes. Ahí están como testimonio los reparos de Arias Montano a la labor española en Flandes, las críticas del padre Rivadeneyra a la anexión de Portugal o la actitud ante el problema morisco de gente como Pedro de Valencia o el padre Sobrino, por citar sólo algunas de las plumas que se cuestionaron la salida represiva de la expulsión de los moriscos. En el siglo XVII el pensamiento político evolucionará notablemente. Ya no les preocupa a los tratadistas el tirano por su origen ilegítimo, sino por su ejercicio, el uso injusto del poder. Como límite del poder real sólo se fijará la conciencia moral. De hecho, se impone el concepto de la plena soberanía del rey que libere a éste de la dependencia de las normas jurídicas positivas, con clara influencia de Bodino. Como formuladores de este principio podemos citar a Diego de Tovar y Valderrama, Mut, Madariaga, Márquez, Portocarrero, Mendo y otros muchos tratadistas. Pero para liberar al rey de la condición de tirano se le exige el cumplimiento de las leyes del derecho natural y de gentes y la ley divina. Lo cierto es que nadie sabe cómo impedir que el rey mande injustamente. La aprobación y defensa del tiranicidio que hicieron Soto, Suárez, Molina Bañez y, sobre todo Mariana, no se sigue en el siglo XVII. Es más, se considera que el derecho de resistencia sería atribuir a la República una función que sólo es propia del rey. El tema de batalla dominante a lo largo de los siglos XVI y XVII en el pensamiento político español es la cuestión de la razón de Estado. En este sentido, Maquiavelo fue el gran punto de referencia. La complejidad de las actitudes ante Maquiavelo es enorme. Fernández de Santamaría ha dividido recientemente a los pensadores políticos españoles en tres ámbitos: los eticistas, los políticos y la llamada escuela realista. Los primeros son los críticos de Maquiavelo por razones morales. Los políticos florecen durante el reinado de Felipe III exaltando hasta el idealismo la monarquía española. Los realistas elaboran la razón de Estado a través de una interpretación pragmática, aunque cristiana, de la política, contraponiendo Tácito a Maquiavelo. ¿Cuáles son los principales argumentos de los antimaquiavelistas? En primer lugar, la convicción de que el orden de gobierno está sujeto a una intervención providencial en contra de la secularización maquiavélica. Por otra parte, la apelación a la razón cristiana tomista, sobre la base del restablecimiento de la creencia en la armonía fides-intellectus. Se ataca, por último, el maquiavelismo por lo que supone de destrucción del orden del poder, es decir, la tiranía; la falta de originalidad; la excesiva tendencia generalizadora. La figura más representativa del antimaquiavelismo es el padre Rivadeneyra, la figura más típica de la concepción eticista. Los políticos, en la terminología de Fernández de Santamaría, primarían esencialmente el principio de la libertad de conciencia. Aquí podría incluirse a pensadores como Juan de Salazar, autor de La política española (1618), Juan de la Puente, Gregorio López Madera, Pedro Calixto Ramírez, Cristóbal Suárez de Figueroa... y todos los pensadores que glosaron la monarquía española en las primeras décadas del siglo XVII. Pero la mayor parte de los pensadores podría afiliarse a lo que Fernández de Santamaría llamaría escuela realista, intelectuales que intentan conciliar la tradición cristiana con la finalidad pragmática. Aquí pueden situarse desde pensadores caracterizados simplemente por primar la ambigüedad y duplicidad y defender la conveniencia del disimulo -Juan de Santamaría, Eugenio de Narbona, Mateo López Bravo- a los tacitistas -Alamos de Barrientos, Sancho de Mercado, Antonio de Herrera-, empiristas -Antonio López de Vega, Ramírez de Prado- y neoestoicos -Justo Lipsio, Quevedo, Mártir Rizo-. Por encima de todos ellos brilla con luz propia Saavedra Fajardo. Su obra más famosa y la que le ha dado un reconocimiento universal es su Idea de un príncipe político-cristiano representando empresas (Munich, 1640; Milán, 1642).
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Fruto conjunto de la Universidad Complutense y del interés de Cisneros por los estudios bíblicos fue la Biblia Políglota en hebreo, griego y latín. Comprende seis tomos: los cuatro primeros se refieren al Antiguo Testamento; el quinto al Nuevo Testamento y el sexto incluye sendos vocabularios hebreo y caldeo, un diccionario latino-hebraico y una gramática hebrea. Los textos del Antiguo Testamento se prepararon en hebreo, griego (versión de los Setenta) y latín (Vulgata), y el Pentateuco, también en arameo (Tárgum); los del Nuevo Testamento, en griego y latín. La compulsa y confrontación de textos fue realizada por diversos eruditos: los conversos Alonso de Zamora, Pablo Coronel y Alfonso de Alcalá fijaron el texto hebreo y caldeo; Demetrio Ducas, Juan de Vergara, Diego López de Zúñiga, Hernán Núñez y Nebrija se ocuparon de los códices griegos. Los dos últimos, los humanistas más importantes de la época, se incorporaron tardíamente, hacia 1513, cuando ya la obra estaba en prensa. La impresión definitiva se empieza en 1502 y se acaba en 1514, y hacia 1520 se pone la obra a la venta, tras la autorización de León X, que tardó bastante en concederla (Marcel Bataillon señala el año 1522 como la fecha de la puesta en venta). En cualquier caso, desde el punto de vista de la impresión, la Biblia de Alcalá es la primera edición que se realiza del Nuevo Testamento en griego, pues la edición de Erasmo no se imprime hasta 1516. Pero la gran corriente representativa del humanismo más avanzado en la España del siglo XVI fue el erasmismo.
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El pensamiento religioso de la época tardía El lector que se adentre por primera vez en los intrincados vericuetos verbales y simbólicos del Chilam Balam de Chumayel, encontrará de inmediato paralelos estilísticos con los respectivos libros doctrinales y sagrados de otras religiones de la antigüedad o de las culturas que están fuera de la corriente occidental. Muchos fragmentos del libro egipcio de los muertos, por ejemplo, tienen un cierto aire de familia con los textos mayas. En este sentido, puede afirmarse que los manuscritos yucatecos pertenecen al género de obras esotéricas comunes a casi todos los pueblos letrados del pasado y del presente. No obstante, hay un rasgo particular que singulariza estos textos y los hace todavía más enrevesados. Fueron compuestos durante un largo y turbulento período de contacto entre civilizaciones muy diferentes, que eran a su vez producto de largos y complejos procesos evolutivos. Nunca antes el Viejo y el Nuevo Mundo habían mantenido clase alguna de relación, ni sospecharon siquiera la existencia el uno del otro. Esto, desde luego, hasta donde llegan las pruebas controladas científicamente, y fuera del campo de las remotas hipótesis de los visionarios, las oscuras profecías y las leyendas de carácter platónico. Nada igual sucedió en Egipto, la India, Camboya o China. Desde los tiempos de los cazadores y recolectores nómadas del Paleolítico, las diversas regiones americanas construyeron con total independencia sus propias vías de desarrollo y adaptación cultural, creando los mitos que daban orden y sentido al universo y las leyes que hacían posible y lógica la convivencia de los miembros de la sociedad. El penetrante espíritu religioso fácil de apreciar en el Chumayel es, por tanto, resultado de un colosal replanteamiento de todos aquellos pilares que sustentan la vida de las gentes en colectividad y evitan la locura. Es, por decirlo así, la expresión del doloroso intento de un pueblo por restaurar su conciencia, por salir del estado de estupor causado por un repentino y formidable impacto intelectual y emocional. No corresponde, consecuentemente, al momento histórico, corto o largo, en que una sociedad cambiante puede hallarse; representa, por el contrario, la capacidad de supervivencia, la voluntad de perduración, el ansia de saber y comprender, de unas gentes sometidas a un choque brutal y consternadas por el derrumbamiento de su realidad. En lugar de refugiarse en el letargo o la resignación, los mayas hicieron suya una parte, una mínima parte, de la cultura española, y con tal herramienta iniciaron el análisis de la nueva situación. Revueltas y luchas intermitentes fueron las consecuencias en el terreno político, los libros de Chilam Balam fueron los resultados en el terreno ideológico. Para comprobar hasta qué punto son, contemplados desde esa perspectiva, obras originales, podemos hacer un ligero repaso de la información usual sobre la mentalidad religiosa de los yucatecos en los dos siglos anteriores a la conquista. Previamente, sin embargo, cabe mencionar los nombres de los principales grupos de parentesco o étnicos que ocupaban la mitad septentrional de la península hacia finales del siglo XV. Muchos de ellos poseían sus divinidades y cultos propios, que habían traído quizá desde las ciénagas de Tabasco, los lagos y los ríos del Petén o Chiapas, e incluso desde las frías cumbres de las altiplanicies mexicanas. El linaje Cocom fue probablemente el más poderoso de Yucatán en las últimas décadas de independencia. Los documentos aseguran que gobernaba Chichén Itzá y la isla de Cozumel, y que sólo posteriormente trasladó su residencia a la provincia (cuchcabal, en maya) de Sotuta. Los señores de Mayapán, la populosa y dominadora ciudad de los siglos XIII y XIV, pertenecían también -en parte y, quizá, en determinados períodos de tiempo- a la familia de los Cocom. Algunos autores suponen que eran itzaes procedentes de la Chontalpa, en el sur, y que hablaban la lengua mayachontal, emparentados, por tanto, con las gentes que visitó Hernán Cortés en Itzamkanac durante su épica marcha a las Hibueras. Ellos se decían descendientes del caudillo-dios Kukulcán, la serpiente con plumas. Los Tutul-Xiu (o simplemente Xiu) fueron los enemigos permanentes del linaje Cocom. Llegaron igualmente desde el sur, tal vez de tierra mexicana, pero se establecieron en Uxmal durante algunos años. Las Relaciones de Yucatán afirman que el primero de los Tutul-Xiu que reinó en Uxmal se llamaba Hun Uitzil Chac: (cinco generaciones antes de la conquista española, según el árbol genealógico de la familia Xiu que se encuentra en el museo Peabody de la Universidad de Harvard), aunque otras fuentes sugieren que el fundador de Uxmal fue Ah Zuytok Tutul-Xiu en un katún 10 Ahau (posiblemente entre 1421 y 1441). Después de habitar Mayapán junto a los Cocom, los Xiu pasaron a residir en la provincia de Maní. El linaje Chel se estableció en la provincia de Ah Kin Chel luego del abandono de Mayapán hacia la mitad del siglo XV. Ah Kin Chel significa el sacerdote Chel, pues este grupo de aventureros y soldados era mandado por un individuo que portaba el título religioso. La ciudad más importante de su jurisdicción territorial era Izamal, centro sagrado durante el período Clásico, conquistada por los toltecas de Kak-u-Pacal y Uilo, y más tarde ocupada por los seguidores del gran rey Kinich Kakmo, que fue deificado y venerado en los templos del lugar. Avanzado ya el siglo XV, un discípulo del profeta Ah Xupan (o Ah Xupan Nauat) que vivía en Mayapán, de nombre Mo Chel, se hizo nombrar sacerdote y emigró con un nutrido séquito de gentes a la costa norte, para asentarse después definitivamente en Ah Kin Chel y fijar la capital en Tecoh. El linaje Cupul daba nombre también a su provincia, aunque en ella el poder no estaba centralizado, sino dividido en muchas localidades autónomas. Los documentos del siglo XVII informan que Kukum Cupul fue uno de los jefes guerreros que llegaron de México, y, si bien el grueso del grupo se hallaba en los alrededores de Valladolid (la Saci indígena) cuando la invasión española, parece que esta unidad étnica estuvo relacionada con Chichén Itzá y con Mayapán. El linaje Canul o Ah Canul había salido de Mayapán en el momento de la dispersión, guiado por nueve jefes a cuya cabeza figuraban Ah Paal Canul y Ah Dzun Canul. Poblaron una de las mayores provincias prehispánicas al noroeste de la península, y se organizaron en una confederación de ciudades regidas por señores que eran mayoritariamente del grupo de parentesco. Los documentos históricos indican que eran un pueblo del oriente, venido de Suyua, hombres mayas o del Petén Itzá. La crónica fundamental para el conocimiento de los Canul es la encontrada en Calkiní. El linaje Couoh gobernaba la provincia de Chanputún, la más sureña de la costa occidental yucateca. El lugar fue probablemente el Chakanputún de los manuscritos mayas, por tanto el punto de origen y de retiro de los enigmáticos itzaes. Era un pueblo de valientes guerreros, que se enfrentó con éxito a los españoles dirigido por Moch Couoh y que vivía sobre todo de la pesca y del comercio. Por esa tierra, frente a la actual ciudad de Champotón, dice la leyenda que entró en el mar Quetzalcoatl-Kukulcán luego de haber conquistado Chichen Itzá, y que hizo erigir un edificio sobre un islote para eterna memoria de su partida. El linaje Cochuah gobernaba la provincia del mismo nombre, en el centro-este de la península. Se trata de un grupo que podría estar emparentado con los señores de Chichén Itzá, controlar la región de la bahía de la Ascensión y poseer factorías comerciales en el río Ulúa, en Honduras. Es decir, algo semejante a lo que hacían los Cocom y los chontales de la provincia de Acalan. Al linaje Pech, finalmente, pertenecía el halach uinic o gobernador de la provincia de Cehpech, en el impenetrable litoral noroccidental. La capital estaba situada en Motul, donde el fundador Nohcabal Pech se había instalado con sus parciales después de la caída de Mayapán. La sal constituía una de las principales riquezas del territorio29. La religión maya de todos los tiempos ha descansado en el extendido y polifacético culto a los antepasados. Desde el momento remoto, allá por los siglos V o IV antes de nuestra era, de la construcción de la primera pirámide que debía perpetuar el recuerdo del linaje gobernante descendiente directo del dios fundador de la sociedad, hasta los modestos ritos contemporáneos en lugares como Chichicastenango, siempre ha estado presente en el núcleo de sus creencias la idea de que el orden social es un reflejo del orden universal. Como resultan básicas las relaciones de parentesco para la integración solidaria de las comunidades que habitan regiones selváticas, la organización parental llega a erigirse en el modelo y la medida de la armonía total del mundo percibido. Entonces se explican y respaldan las normas de comportamiento colectivo por referencia a las características de la realidad exterior que está fuera del control humano. Es decir, los grandes fenómenos de la naturaleza, el movimiento o la existencia misma del sol, la desaparición periódica de Venus, la lluvia y las tempestades, el viento huracanado y la inagotable fertilidad de la tierra, se convierten en visibles ejemplos de la ley divina a la que tiene que someterse e imitar la norma que regula la vida grupal. Así, los ancestros deificados suelen ser confundidos con elementos siderales y partes activas de la naturaleza. Los mitos cuentan sus orígenes y el lugar que ocupan en el cosmos, y, a veces, también los lazos que mantienen con los seres humanos. Las manifestaciones cósmicas del tiempo y el espacio son estudiadas y adoptadas por medio de una complicada maquinaria ideológica y práctica llamada calendario. Cualquier cosa encuentra su lugar, su legitimación y su significado, en esa tupida red de conexiones. Los dioses, por último, son los padres-maestros-legisladores, importantes héroes culturales, próximos y distantes simultáneamente, poseedores de una historia ejemplar que es fundamento de la moral para todas y cada una de las situaciones sociales. A partir del siglo X de nuestra era, quizá algunas centurias antes, la religión rígidamente centralista, uniforme y estatalizada, de las tierras bajas mayas, focalizada en la veneración de los reyes-dioses y sus antepasados celestiales, dio paso a otra mucho más variada y familiar. Las gentes que invaden el territorio en sucesivas oleadas introducen multitud de dioses étnicos, númenes tutelares de los grupos de parentesco, receptáculo de viejas y distintas tradiciones. Los grandes dioses del pasado, del período Clásico, son adorados ahora por los linajes en el poder, pero comparten su prestigio con otros muy numerosos y se diversifican en decenas de advocaciones especializadas. Son, principalmente, el dios del cielo Itzamná, el dios solar Kinich Ahau, el dios de la lluvia y las tormentas Chac, el dios de la muerte Yum Cimil, el dios de los mercaderes Ek Chuah, el dios del maíz y de la prosperidad agrícola Ah Mun, la diosa de la luna y de la tierra Ix Chel, y los dioses de los días finales del ciclo anual Bacabes. Pero la personalidad de alguno de ellos penetra en los demás: el sol, por ejemplo, pertenece al firmamento, y Kinich Ahau puede ser manifestación de Itzamná. Desde otro punto de vista, Itzamná es Chac porque en el cielo se originan las lluvias, es Ah Mun bajo el aspecto de Itzamná Kauil que da los alimentos gracias al agua que desciende de las alturas, es el mayor de los ancestros fundadores Bolon Dzacab porque en él reside la clave del ordenamiento del universo -allí se produce el movimiento de los astros, la sucesión de los días y las noches, el tiempo, en una palabra, como también el espacio, que es definido por los puntos solsticiales-; es igualmente Hunab Ku porque integra la totalidad de los fenómenos posibles, y es el esposo y la versión masculina de Ix Chel, pues el cielo cabalga sobre la tierra y se une a ella de forma permanente, y el sol y la luna se reparten la luz diurna y la luz nocturna. En fin, se trata de una estructura de significados que se imbrican entre sí, ordenada en torno al principio cosmológico de los tres pisos o regiones (el firmamento, la superficie de la tierra y el inframundo) y segmentada por agrupaciones funcionales que sugieren las necesidades de la vida social. Muchas divinidades estaban conectadas con los puntos cardinales, por ejemplo, los cuatro Chaces de la lluvia, los cuatro Pauahtunes del viento, los cuatro Ah Musencabes o dioses abejas, y los cuatro Bacabes que soportaban la bóveda celeste. Esas direcciones eran colores, el rojo para el este, el negro para el oeste, el blanco para el norte y el amarillo para el sur. Seguramente, el verde-azul indicaba el lugar central del universo. También en los distintos rumbos se hallaban las ceibas sagradas imix che, árboles de la abundancia, que enlazaban los niveles o pisos del cosmos hundiendo sus raíces (que adoptaban a veces aspecto de cocodrilo) en el suelo y elevando su copa (imagen de la proliferación del grupo de parientes) hasta las alturas superiores. Gobernaba el abismo infernal el dios Hunhau o Cumhau, llamado en ocasiones Xibalbá y Uacmitún Ahau, o equiparado con el de la muerte Cizin. Los pueblos procedentes de México habían introducido en Yucatán el culto a Quetzalcoatl, la serpiente con plumas, cuyo nombre maya fue Kukulcán; era dios de la guerra, del viento y del planeta Venus, y un importante héroe civilizador que tomó parte en la creación de los primeros hombres y obtuvo para ellos el principal alimento vegetal, el maíz. Los grandes linajes de gobernantes del comienzo del siglo XVI se decían descendientes de Kukulcán, como los Cocom de la provincia de Sotuta, o celebraban festivales en su capital con asistencia de peregrinos y sacerdotes de toda la región, como los Xiu de la provincia de Maní. En esta época tardía otras divinidades mexicanas se habían incorporado al panteón yucateco, la más significativa de las cuales era Tláloc, antiguo señor de las aguas celestiales o terrenales, que llegó ya antaño a la jungla del Petén guatemalteco con los mercaderes y ejércitos de Teotihuacán. El Chilam Balam de Chumayel recoge los nombres de algunos antepasados fundadores de grupos de parentesco, y es muy probable que cada patrilinaje rindiera culto al suyo, aunque sólo los más destacados fueron mencionados por cronistas y escritores indígenas. Por ejemplo, Sacalpuc, Ah Mex Cuc, Ix Kan Tacay, Holtún Balam, y Hochtún Pot. Podemos afirmar que la mayoría de los centenares de ídolos destruidos por los conquistadores representaban a los ancestros de los habitantes de cada poblado. En lo que toca a la organización sacerdotal, el texto cita a menudo los grandes dignatarios de las jurisdicciones territoriales, empezando por los ahaucanes y ahkines (nombre genérico también para cualquier clase de sacerdote), y siguiendo por chilanes, es decir, profetas o intérpretes de los mensajes divinos, y ah bobates, profetas y adivinos. Los nacomes se encargaban de los sacrificios cruentos, y los chaces prestaban ayuda en las ceremonias y en determinados actos litúrgicos. Igualmente, el supremo jefe político, el halach uinic, figuraba a la cabeza de la iglesia indígena, y los batabes que regían los asentamientos tenían simultáneamente funciones religiosas. Las celebraciones colectivas tenían lugar en los centros monumentales, donde se erguían las pirámides con templos y otros muchos edificios dedicados a las distintas facetas del culto. Los ritos que produjeron perdurable impresión a los españoles, y de los que fueron desgraciados sujetos a veces, eran los sacrificios humanos, en los cuales, por lo general, se extraía el corazón de la víctima en lo alto de los basamentos de los santuarios, entre cánticos y músicas de lúgubre resonancia. Diego de Landa recoge, sin embargo, los festivales periódicos relacionados con el calendario, y también ritos de paso del ciclo Vital, como el llamado caputzihil, cuyo contenido suele ser menos dramático y rico por igual en símbolos de renovación y fertilidad30. No vamos a extendernos más en la descripción de un sistema religioso de gran complejidad que requeriría espacio del que no disponemos. Pero conviene insistir en las repercusiones que el estudio de los libros de Chilam Balam tiene para su cabal comprensión, y, aunque sean tantos los enigmas que permanecen indescifrados como los que una correcta interpretación de los diferentes pasajes ayuda a resolver, estas obras constituyen la aportación indígena esencial al conocimiento de su propio mundo ideológico. El esfuerzo de los escritores mayas de la colonia por hacer duradera la sabiduría tradicional, bien que no pudieran evitar el sincretismo de los conceptos y la imitación del formato de los populares almanaques europeos, es sin duda el mayor acontecimiento desde que los antiguos sabios redactaron las inscripciones jeroglíficas. Nadie que pretenda entender la cosmovisión, la mentalidad de los hombres que integraron la sociedad precolombina, puede prescindir de los libros de Chilam Balam, y sobre todo del manuscrito de Chumayel. Y para cualquier lector diremos, parafraseando a Rainer María Rilke, que en ese libro hay vidas de las que nunca se hubiera sabido, que surgen y se mezclan con lo que realmente fue, y desplazan pasados que se creía conocer: pues se descubre en ellas una nueva fuerza calmada, mientras lo que siempre estuvo cerca de nosotros aparece cansado del recuerdo excesivamente frecuente. Miguel Rivera Dorado Madrid, invierno de 1986
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Al mismo tiempo que Clístenes instaura la democracia en Atenas, las ciudades de Jonia se ven amenazadas por el persa Darío I. La guerra se salda con la caída de Mileto y otras poleis, cuyas poblaciones son masacradas. En el año 490 a.C., el ateniense Milcíades vence en Maratón en el curso de la Primera Guerra Persa. Diez años más tarde se declara la Segunda, en la que el persa Jerjes comanda un ejército y una flota espectaculares. La tenaz resistencia de Atenas y sus aliados no servirá para evitar las derrotas del espartano Leónidas en las Termópilas y de la flota griega en el cabo Artemision. Sin embargo, y pese a saquear Atenas, los persas pierden desastrosamente en Salamina frente a los barcos del griego Temístocles. Envalentonada, la flota griega persigue a la persa y consigue devolver la independencia a algunas poleis de Jonia. Al mismo tiempo, el mundo griego se va a ver amenazado por otra potencia emergente, esta vez en el Mediterráneo Occidental. Desde mediados del siglo VI a.C. los cartagineses van manifestando su ansia expansiva y, en el 480, intentarán conquistar Sicilia, siendo derrotados por una coalición comandad por el tirano Gelón de Siracusa. En el 478 a.C Atenas promueve una alianza con sede en el santuario de Apolo en Delos, la Liga Delio-Ática, con el objetivo de liberar a las poleis griegas del yugo persa y ofrecer resistencia a cualquier agresión exterior. Atenas se encuentra en la cumbre de su poder: internamente ha desarrollado un sistema político democrático mientras, en el exterior, sigue un programa expansionista. A mediados del siglo V Pericles sucede a Cimón, llevando a cabo un amplio programa de gobierno que situará a Atenas a la cabeza del mundo clásico. Firmada la paz con los persas en 449 a.C., la Liga, bajo hegemonía ateniense, es utilizada en contra de sus enemigos. Primero cae Egina; los siguientes objetivos serán Corinto, Megara y Esparta, la gran rival. Atenas vive su mejor momento, tanto económico como militar. La plata de las minas de Laurion y el acceso privilegiado a los distritos mineros del norte del Egeo le procuran grandes riquezas. Su comercio se desarrolla favorablemente en todo el Mediterráneo, sin apenas competencia. Sin embargo, el imperialismo político y militar de los atenienses provocará la Guerra del Peloponeso, que durará treinta años y terminará con la derrota de Atenas, que pasa el último decenio del siglo V bajo efímeros gobiernos oligárquicos. El siglo IV a.C. conoce un estado de conflicto permanente en el mundo helénico, que sufre las consecuencias de la reciente guerra. Esparta y Tebas se sitúan de manera efímera como potencias dominantes, Atenas es ocupada de manera intermitentes y es frecuente la cristalización de alianzas o ligas. En el Mediterráneo Occidental cada vez toma más cuerpo un distanciamiento respecto a las metrópolis. Las antiguas colonias toman conciencia de su propia identidad y fuerza, frente al cercano enemigo cartaginés, que ha asolado poleis como Selinunte, Himera, Gela o Camarina. No sólo los púnicos, también los pueblos itálicos amenazan la prosperidad de las ciudades helenas. Esparta se siente ahora con fuerzas como para contestar la presencia persa en Jonia. Los espartanos se benefician del estado de división en que están sumidos los persas, estando enfrentados Artajerjes y Ciro II. Esparta consigue afirmar su hegemonía durante algunos decenios, pero será vencida y sustituida alternativamente por Atenas y Tebas, una potencia emergente. El estado de profunda división y guerras interminables en que están sumidas las poleis griegas favorecerá la entrada de una potencia periférica, Macedonia, desde el norte.
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Entre el 1 d. C. y el año 1.000, según las zonas, algunas culturas mesoamericanas alcanzarán su máximo esplendor. En el altiplano mexicano, Teotihuacan supondrá una cultura de referencia y marcará patrones que estarán presentes más allá de su área de influencia y en periodos posteriores. Algo parecido puede decirse, en el área sur mesoamericana, con respecto a la civilización maya. En la región de Veracruz se desarrollará la cultura zapoteca, que alcanzará rápidamente su periodo de esplendor y decadencia. Hacia el año 1000 d. C. los desarrollos culturales han sentado las bases necesarias para la constitución de estados fuertemente militarizados, que será la característica principal del periodo inmediatamente posterior.
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Esta etapa, que corresponde a los últimos años del reinado de Francisco I y al de Enrique II (1547-1559); va a estar jalonada por una serie de hechos decisivos para el devenir de la arquitectura francesa. Es usualmente denominado Primer Período Clásico, en general, a todos los niveles culturales en Francia, pero singularmente referido a su literatura, con Ronsard y la "Pléiade" o Du Bellay y su "Deffense et illustration de la langue françoyse" (1549), como puntos álgidos de aquélla. Nos vamos a referir, siempre con la más que conveniente flexibilidad de fechas, al intervalo comprendido entre 1540 y 1560/65. De modo más completo que hasta ahora, si cabe, la corte centra la práctica totalidad de la actividad cultural; centralismo que es un hecho contundente que funciona, como es puesto de manifiesto durante el reinado de Enrique II. Este monarca, personalmente mucho menos activo en política que su padre, es perfectamente suplido en este sentido por la actividad del condestable Montmorency o los Guise, personajes clave del aparato político elaborado. Respecto al mecenazgo artístico, que Enrique tampoco asumió con excesivo afán -sí tuvo gran interés por las obras del Louvre y su desarrollo-, es la figura de Diana de Poitiers, amante del rey, la verdaderamente clave. Mujer de gran inteligencia y mecenas magnánima de Philibert de l' Orme, ejerció en su momento una auténtica dictadura del gusto artístico. La Corona, hasta ahora, con vacilaciones de índole político-diplomáticas al respecto, va a identificarse plenamente con la causa del catolicismo, frente al partido protestante que, cada vez más numeroso y mejor organizado, va a ser objeto de una intensificada represión gubernamental, que desembocará en las Guerras de Religión. Fontainebleau va a seguir siendo la residencia favorita del rey, donde, precisamente durante esta etapa, tiene lugar un auténtico florecimiento de las artes figurativas que, de mano de Rosso e Il Primaticcio, supone uno de los capítulos más sugestivos del desarrollo del Manierismo como arte cortesano. Toda una serie de obras, obtenidas en Italia por Francisco I, se exponían también aquí, desde copias de estatuas de la Antigüedad y de Miguel Angel, fundidas en bronce según modelos traídos de Roma por Il Primaticcio, hasta buena parte de las obras de Leonardo, Rafael o Tiziano que hoy atesora el museo del Louvre. Por tanto, coleccionismo como acercamiento a lo clásico y plasmación del gusto en esa línea, al tiempo que se trata del uso suntuario de unas obras que prestigian a su poseedor. Esto que es un elemento clave y consustancial al desarrollo artístico cortesano de la época, se convierte también -para la escultura francesa son decisivas las estatuas citadas- en una verdadera academia donde beber de lo clásico. El que a partir de ahora podamos, con propiedad, referirnos a unos determinados arquitectos, ya como profesionales e intelectuales que desarrollan una labor teórica y práctica, superando las resistencias de la antigua ordenación corporativa de las maestranzas constructoras, nos está indicando el giro radical que el hecho arquitectónico va a tomar. Se asume y se sacan consecuencias de todo lo anterior, singularmente de lo existente en tratadística arquitectónica -Alberti, traducido en 1512 y 1553; Vitruvio en 1547- que, a su vez, es acicate para nuevos tratados, contando, en este sentido, con el estímulo y labor catalizadora que supone Sebastiano Serlio, llamado por Francisco I e instalado en Francia desde 1540/41 hasta su muerte en 1554. La aportación de Sebastiano Serlio (1475-1554) a la arquitectura francesa es determinante; algunas consecuencias de su obra práctica van a ser importantes, pero es su tratado de arquitectura lo que resulta absolutamente fundamental, y desde el país galo su irradiación e influjo en toda Europa. Cuando se instala en Francia, ya había publicado en Venecia los Libros IV (1537) y III (1540) de su tratado; el resto del mismo verá la luz en Francia: Libros I y II (1545), Libro V (1547) y el denominado "Libro Extraordinario" (1551). Tras su fallecimiento en 1554 fueron publicados los Libros VII y VIII, quedando manuscrito el VI. En conjunto es una obra eminentemente práctica, de ahí su enorme aceptación, que, mediante grabados y comentarios nada eruditos ni especulativos, ofrecía a los arquitectos los modelos y la resolución de todo tipo de problemas y dudas, en la sintonía clasicista demandada. Sintonía cuyas claves no son ya los presupuestos quattrocentistas que informaran a etapas anteriores, sino fundamentalmente los elaborados en Italia a partir de Bramante; es decir, las contestaciones al lenguaje elaborado y desarrollado por la arquitectura del Renacimiento Clásico. Serlio y su tratado han sido tradicionalmente asociados a arquitectura manierista, término poco conveniente y exacto pues, a pesar de todo tipo de licencias, heterodoxias y transgresiones, los resultados tanto en Serlio como en la mayoría de las realizaciones, prácticas y teóricas, de la arquitectura del siglo XVI, en Italia y fuera de ella, no son anticlásicas como el término Manierismo indica. Preferible, y también más cierto, es aplicar el término clasicista, señalando las alteraciones morfológicas y sintácticas introducidas. El experimentalismo del que suele usar y abusar la arquitectura del siglo XVI, respecto a un modelo clásico que se considera inmutable, es en sí una idea anticlásica, pero los resultados en este sentido suelen ser, salvo excepciones, de una concreción formal bastante ortodoxa, por lo que resulta asimismo más pertinente hablar de clasicismo matizando la correspondiente experimentación y su alcance. El término clasicismo manierista, a menudo también aplicado a Serlio, resulta bastante ambiguo y desconcertante. En primer lugar, más que al conjunto del tratado de Serlio, habría que referirlo a ese "Libro Extraordinario" que, básicamente, es un repertorio compuesto por cincuenta diseños para portadas según los distintos órdenes, pero usados con tal sentido crítico y sin prejuicios, que obligan a su autor a hacer una especie de advertencia-disculpa, contenida en el prólogo, por la libertad con que ha elaborado sus propuestas. En concreto, su insistencia en el orden rústico constituye una de las más claras violaciones del sentido clásico de la arquitectura y del propio sistema de órdenes. El facetado al que suele someter las columnas y pilastras de muchas de esas portadas supone minusvalorar la propia condición y esencia del soporte como tal, elemento clave en la arquitectura clásica. Cuando suceda lo señalado en los ejemplos anteriores, resultaría también más claro hablar de clasicismo, señalando oportunamente ese facetado o el carácter rústico, y los correspondientes sentidos, ambos, en general, aplicados a elementos arquitectónicos en un todo clasicista. Desde luego nos parece más clarificador que utilizar el término clasicismo manierista y, como hemos insinuado, más veraz y congruente, pues, por ejemplo, tras aplicar dicho término a Serlio, suele hablarse para el caso francés de la lección asumida a partir de aquél por Lescot y Philibert de l'Orme, en cuyas obras, cuando menos, es preciso señalar y valorar las posibles heterodoxias, insertas en un conjunto clasicista; por tanto, clasicismo y, seguidamente, las licencias introducidas. Asimismo, suele señalarse que Serlio está en el vértice de las producciones de Lescot y Philibert de I'Orme. Al menos en un sentido, esto es bastante cierto, a nuestro entender; Serlio estaría efectivamente en el vértice de dos modos de entender el hecho arquitectónico. Una sería la vía Lescot-du Cerceau, más decorativista, cuya idea del clasicismo es más bien literaria pero creativa y desprejuiciada, lo que enlazaría con Serlio que, en sí mismo, es clasicismo literario. La otra vía sería la de Philibert de l'Orme-Jean Bullant, más constructiva, con una idea libre y desprejuiciada, donde puede aparecer la componente crítica, en su asunción del clasicismo, tal como Serlio confesara en el prólogo citado. En cuanto a la obra práctica de Serlio, la desaparecida residencia que, para el cardenal Ippolito d'Este, construyera en Fontainebleau, entre 1544 y 1546, en honor a la patria del propietario llamada Le Grande Ferrare, resulta tipológicamente interesante. Conocida por dibujos y grabados, ya que hoy sólo queda en pie su puerta de entrada, es un eslabón importante en la elaboración del tipo de residencia nobiliaria u hótel, de carácter urbano o suburbano; partiendo de datos anteriores al respecto, queda configurado el "corps-de-logis" o bloque principal de la casa, que contenía una sola planta de viviendas, a partir de cuyos extremos se proyectaban dos alas más estrechas paralelas entre sí y perpendiculares a aquél. Queda así configurado un patio, que, en el lado opuesto al "corps-de-logis", se cerraba mediante una pared simplemente, en cuyo centro se abría el acceso conservado. Sí se mantiene en pie el castillo de Ancy-le-Franc (cerca de Tonnerre, Borgoña), de hacia 1546 que, ya en su momento y acaso de mano del propio Serlio, sufrió alteraciones importantes respecto al proyecto primigenio, sobre todo en sus alzados exteriores, que pierden el almohadillado previsto. Su patio es un ejemplo, casi como una lámina más de su tratado, del uso de claves bramantescas en la estructuración de sus dos pisos, bajo unas puntiagudas cubiertas, de neta filiación local.