El hundimiento del Titanic fue uno de los acontecimientos que más conmocionó a la opinión pública de la época, siendo también uno de los hechos que más documentación ha generado, en forma de libros, fotografías, películas, documentales, etc. El majestuoso barco fue botado el 31 de mayo de 1911, iniciando el 10 de abril de 1912 el viaje inaugural entre Southampton y Nueva York. En la mitad de Atlántico, el radiotelegrafista del Titanic recibió el aviso de otro barco, el California, advirtiendo de la presencia de icebergs en las proximidades. A las 11,40 de la noche, el vigía de proa dio la voz de alarma ante la presencia de una gigantesca masa de hielo. Pese a los intentos por variar el rumbo, era ya demasiado tarde, pues el Titanic navegaba a una velocidad de 22 nudos y medio. El contacto con la proa produjo una brecha gigantesca, pero no la alarma entre el pasaje, pues la confianza en el barco era absoluta. Rápidamente se inundaron los cinco primeros compartimentos, construidos con una abertura en su parte superior. Pese a disponer de bombas capaces de achicar el agua, el mando del buque decidió utilizar las reservas de energía para mantener la iluminación y la radio, en espera de auxilio. Fue una decisión fatal, pues el agua avanzaba rápidamente, haciendo hundir 4 metros la proa del barco. Entretanto, la tripulación intentaba acondicionar al pasaje en los botes salvavidas, sólo suficientes para la mitad de los pasajeros. Además, el pánico provocó que no se ocupasen muchas de las plazas previstas, permaneciendo en el barco 1.513 personas una vez que fueron bajados todos los botes. A las dos de la madrugada, el Titanic se partió en dos grandes trozos. Fueron muchos los que trataron inútilmente de no caer a las heladas aguas del océano, agarrados a las barandillas. En tan sólo dos minutos, el resto del barco se hundió a una profundidad de 4.000 metros. En las dos horas y media, el mayor transatlántico del mundo se había perdido para siempre, y con él la vida de 1.523 personas. Sólo hubo 705 supervivientes. El Titanic había sido construido con las más modernas técnicas conocidas en 1911, en la creencia de que los conocimientos científicos alcanzados por la Humanidad permitirían aunar la máxima seguridad con el mayor de los lujos, haciendo de la travesía entre Europa y Estados Unidos un viaje rápido, confortable y sin riesgos. El Titanic medía 267 metros de largo, 300 metros desde la quilla hasta el puente y otros 30 desde el puente hasta lo alto del mástil, tan alto como un edificio de 11 pisos. 29 calderas, cada una con un peso de 100 toneladas, consumían 825.000 kilos diarios de carbón y permitían alcanzar una velocidad máxima de 23 nudos. Además de asombrar por sus datos técnicos, el Titanic provocó la admiración de sus contemporáneos por su fastuosidad y lujo. Definido como un palacio flotante, era capaz de albergar a 3.547 pasajeros. En su primer y único viaje, se encontraban a bordo 2.228 personas, de las que 885 componían la tripulación.
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La implantación del liberalismo entre 1833 y 1868 presenta numerosas semejanzas en España y Portugal. En ambos países los conflictos dinásticos se complican con los ideológicos. Portugal sufre una guerra civil entre 1832 y 1834 y España la atraviesa entre 1833 y 1839. María da Gloria, 1826, e Isabel II, 1833, reinas menores de edad, buscarán apoyo en los liberales frente a dos príncipes legitimistas (Don Miguel y Don Carlos), hermanos de los reyes fallecidos. Los sistemas liberales español y portugués tienen un funcionamiento y evolución semejantes tanto en hechos como en el origen común de la ordenación política liberal otorgada por la corona, ambas basadas en la Carta francesa de 1814 (Carta Constitucional de 1826 en Portugal y Estatuto Real de 1834 en España), el sistema censitario, la expulsión de las órdenes religiosas, la desamortización, el posterior acuerdo con la Santa Sede y las revueltas de 1868. Es evidente que el paralelismo no es fortuito y se torna comprensible si se integra la historia ibérica en la coyuntura internacional y se tiene en cuenta una estructura social semejante en sus diversas regiones. Además, los acontecimientos de un país tienen repercusiones en el otro. Creo que se puede afirmar que, tomada como un todo, Iberia tenía una evolución coherente y diferenciada si la comparamos con el resto de Europa. El sistema liberal puesto en marcha en el siglo XIX había hecho evolucionar de manera semejante las diversas zonas de la Península Ibérica. En las décadas centrales del siglo XIX se constata, con más fuerza en Portugal que en España, una tendencia iberista. Aparecen diversas corrientes convergentes en la idea de lograr una unión, más o menos estrecha, para constituir Iberia o la Federación Ibérica, nombres, entre otros, que se propusieron para tal fusión. La pregunta implícita común a todos los que se plantearon el iberismo es si, ahora que España y Portugal podían unirse, era ventajoso y conveniente hacerlo. Muchos técnicos en comunicaciones e ingenieros dieron una respuesta positiva y aportaron a los políticos argumentos de mejora económica. Desde entonces, todos los iberistas coinciden en la potenciación de la Península con unas comunicaciones e instrumentos económicos comunes: Telégrafo eléctrico, tendido del ferrocarril, carreteras, navegación de los ríos, conexión del Duero y el Ebro, unión del Mediterráneo y el Atlántico, aprovechamiento de los puertos de Lisboa y Porto, supresión de aduanas, moneda única, adopción de un sistema de pesos y medidas, correo común, unión de flotas, política colonial concertada, aprovechamiento de la energía hidrográfica. En algunas personas, se generó una conciencia de la necesidad de unión para una mayor eficacia y el fortalecimiento de ambos países frente a las potencias europeas. Para los iberistas la integración de la Península mejoraría la economía del conjunto. Los argumentos de los técnicos de que la unidad de España y Portugal facilitaría los progresos económicos y materiales no fueron privativos de ellos, pero su peso específico fue mayor en sus escritos que en los de políticos que, por lo demás, los repitieron profusamente. Entre los políticos y publicistas, los argumentos anteriores se sumaron a la conveniencia política. La reacción de Fernando VII, en 1823, llevó a destacados liberales españoles a plantear la Unión Peninsular en la persona de Don Pedro IV de Portugal. En el Oporto liberal de 1832 se difundieron proyectos de unidad ibérica, monárquica o republicana federal. Restaurado el sistema liberal moderado en España en los años de la minoridad de Isabel II, ciertos sectores liberales de España y Portugal defendieron la unión ibérica. Algunos, como Mendizábal, presionaron para que se nombrara a Don Pedro IV como regente de España, otros quisieron forzar demasiado la naturaleza y acortar el camino a través del matrimonio de Isabel II y Don Pedro V. El gran problema era que el príncipe heredero Don Pedro era casi un bebé. Nacido en 1837, tenía siete años menos que Isabel II que ya era excesivamente niña. Andrés Borrego propuso unos esponsales y posponer el matrimonio. En 1846 el matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís de Borbón terminó con las especulaciones. Posteriormente, en España, muchos liberales asumieron el iberismo, especialmente miembros del partido progresista. En las filas moderadas, políticas o de pensamiento, el iberismo fue ganando terreno frente a una hostilidad inicial. En su versión republicana, nos encontramos casos ya en los años cuarenta entre escritores y publicistas. Más tarde llegó a formar parte del programa del Partido Republicano Federal. En Portugal, el iberismo fue tomando cuerpo en ambientes liberales, especialmente setembristas (equivalentes a los progresistas españoles) y en el medio estudiantil con motivo de la revolución de 1848. Es sintomático, como ha señalado María Manuela T. Ribeiro, que la Comisión, presidida por el entonces estudiante José María Casal Ribeiro, que protagonizó los sucesos de Coimbra en 1848, saludase el triunfo de la revolución en algunos países europeos con un manifiesto que terminaba "¡Viva la Península! ¡Viva la libertad de todos los pueblos!" y que había sido firmado por 406 universitarios. Eran momentos propicios para el ideal ibérico que se sustentaba en los principios de la Revolución de 1848: liberalismo democrático y nacionalismo independentista o federalista. Esta segunda versión de unión de pueblos es la que caló en los ambientes portugueses antes señalados y entre los emigrados ibéricos en París. El terreno quedó abonado. Fue a comienzos de la década de 1850 cuando la idea tuvo mayor difusión. Coincide con el avance de las unificaciones, especialmente en Alemania e Italia, que se extendieron por Europa y el ejemplo del federalismo de países como Estados Unidos y Suiza. La idea de federalismo circulaba con profusión entonces por todo el mundo occidental y para muchos era la panacea que resolvería todos los males. En este contexto hay que estudiar el Club Democrático Ibérico, fundado en París después de la Revolución de 1848, y la Liga iberista que se creó en Madrid en 1854. Sixto Cámara fue uno de los pocos ejemplos de iberistas españoles que llegó a conocer bien Portugal. Propuso un sistema federal basado en la unión de las localidades de la Península, cada una de ellas libre e independiente. Si bien la mayoría de los federalistas fueron republicanos, antes de esta solución se planteó la unidad ibérica bajo una sola monarquía y un solo parlamento. El trabajo de Sinibaldo de Mas, La Iberia, se publicó en español en 1852 y el mismo año se tradujo al portugués, prologado por Jose María Latino Coelho, con una amplia difusión. Se concebía la Unión Ibérica dentro de la lógica geográfica que llevaba a una economía (basada en el librecambio) y un sistema de comunicaciones comunes, lo que exigía la unión política que haría surgir una nueva realidad nacional: Iberia. Desde el punto de vista dinástico hubo una trama en el progresismo español, iberista por entonces, para sustituir a la reina Isabel II por Don Pedro V, todavía menor de edad en 1854 cuando el progresismo llega al poder en España. El conjunto de fuerzas, progresistas y lo que posteriormente serán unionistas, terminó en un equilibrio que, de momento, llevó a la renuncia de la unión ibérica basada en la fórmula del cambio de dinastía. La salida del gobierno de los progresistas en 1856 entibió aún más esta posibilidad. En Portugal, a la altura de 1853 y 1854 la idea de unión ibérica se extendía y gozaba de muchas simpatías entre buena parte de políticos e intelectuales de Lisboa y Oporto, si bien no se había generalizado en la mayoría de los portugueses. Para J.A. Rocamora, es justamente la falta de decisión de los iberistas españoles, tras la favorable situación de la Revolución de 1854, la que probablemente llevó a una recesión del iberismo portugués. Sin embargo, aún no asistiremos en Portugal a una reacción contra el iberismo que tendrá su momento álgido en la década de 1860. De hecho, en 1855, la oposición al iberismo en la prensa portuguesa sólo provenía de los miguelistas. En 1865, con ocasión del tránsito hacia Europa del Rey de Portugal, una manifestación de unas dos mil personas se expresó en la estación de ferrocarril de Madrid a favor de Don Luis I, que aglutinaba, según ellos, a los monárquicos partidarios del iberismo y contrarios a Isabel II. Un sector del progresismo propugnaba esta solución para unir España y Portugal. Don Luis publicó una carta en la que oficialmente se manifestó como portugués y en la que daba a entender que rechazaba esa posibilidad. La Revolución de 1868 estimuló en Portugal la unión ibérica. La actitud de Antero de Quental, que entendía que ambos países estaban obligados a superar la decadencia ibérica y dar paso a una república federada para extender la democracia a toda la Península, fue una opinión relativamente extendida entre las minorías político-intelectuales de Lisboa y Oporto. Otros preferían la unión dentro del constitucionalismo monárquico. Este sector, que tuvo cierta actividad en los años cincuenta y sesenta, como acabamos de ver, vio una nueva oportunidad de unión política en 1869, al tiempo que se planteaba el cambio dinástico del trono español. En este momento (entre 1868 y 1870) es cuando hay que situar las principales manifestaciones escritas y populares del anti-iberismo en Portugal, como enseguida veremos. Fueron varias las causas por las que los iberistas no tuvieron eco popular y, en definitiva, llevaron a que el iberismo no tuviese éxito. El idioma y la historia de España y Portugal habían sido semejantes. Pero esa semejanza no implicaba identidad. Les separaban relativamente la lengua y, por parte portuguesa la historia, especialmente desde el siglo XVII, que en la imaginación colectiva de parte de los que constituían la opinión pública portuguesa se resumía en la idea de una potencia vecina que estaba al acecho para llevar a cabo la anexión. La diplomacia y la política españolas cometieron graves errores que, lejos de eliminar las suspicacias históricas, las aumentaron. Su disposición a intervenir en Portugal a lo largo del siglo XIX, casi siempre sin afanes de dominio territorial (salvo el intento de Godoy en ingenuo acuerdo con Napoleón), daba argumentos para pensar en un vecino prepotente que más que una unión podría llevar a cabo una anexión. Sobre todo, faltaba un elemento subjetivo, el sentimiento popular de nación. Los iberistas no lograron que esta sensación se hiciera propia de los potenciales ibéricos y que tuviera la suficiente fuerza para superar los problemas descritos. Una de las claves del fracaso del iberismo fue el escaso arraigo popular. Fue algo de minorías elitistas, especialmente de Lisboa y Madrid. Por otra parte, el sentimiento anticastellanista lejos de desaparecer creció en los años sesenta con la polémica iberista. De hecho, al agitar la amenaza española, ésta fue un revulsivo para fomentar el nacionalismo que se institucionalizó en lo que Fernando Catroga ha denominado El culto del Primero de Diciembre. Los iberistas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta hicieron mal los cálculos sobre la posibilidad de que se olvidara la idea de una España anexionista de Portugal por los beneficios que la unión reportaría y el surgimiento de un ideal ibérico con un nuevo papel en el mundo. Por el contrario, se reavivó una reinterpretación histórica: la presentación de la separación de Portugal y España de 1640 con una naturaleza nacionalista y de soberanía popular, trasponiendo anacrónicamente las ideas colectivas del siglo XIX al XVII. Todos los géneros fueron utilizados para cantar la gesta de la formación de la nación portuguesa. Tuvo éxito. Lo que no había logrado el iberismo lo consiguió su opuesto: difundirse entre amplias capas de la población.
contexto
La figura de la viuda, que, como hemos visto, no era infrecuente en aquellos siglos, preocupó especialmente a los tratadistas contemporáneos. Dicha preocupación encontraba su origen en su experiencia sexual, pues chocaba frontalmente con el ideal de castidad de la época. Una mujer que había estado casada debía ser fuerte ya que tenía que resistir la tentación de lo que ya conocía. Espinosa, en su Diálogo en laude de las mujeres, expresaba su preocupación: La privation del reino a aquellos que ya reinaron, no sólo les da apetito de tornar a reinar, más aún les es causa de un extremo dolor. Los tratadistas no eran los únicos en mostrar su recelo. En la obra de Calderón de la Barca, La dama duende, la criada de la joven viuda advierte a su señora de que su estado "es el más ocasionado / a delitos amorosos". Si a su experiencia sumamos la ausencia de un varón que pusiese límites a la tentación, comprenderemos la advertencia de Espinosa: El estado de la viuda, es menos seguro, antes sin proportión, más peligroso, no siendo sujeta a marido, a padre, madre, hermanos, ni otros superiores, antes libre y absoluta señora de sí y de su casa. Gráfico En su Summa Theologica Santo Tomás de Aquino proponía una solución para estas mujeres: la castidad. Este era en su opinión el estado ideal, superior a cualquier otro, por ser el mejor camino para la perfección y la relación con Dios. Según el ideal de Aquino, que perduró durante siglos, las viudas se encontraban a medio camino entre la perfección de las vírgenes y la perdición de las casadas. En palabras de Vives, "ella está ya desocupada y libre y quita de los negocios del marido, y no hay peligro alguno que le vaya nadie a la mano si quiere servir a Dios". Es decir, la viudedad era una segunda oportunidad para ejercer la castidad sin el peso de las obligaciones conyugales. Superada la misoginia medieval y tras la "querella de las mujeres", en estas obras los moralistas habían dejado de atacar la naturaleza femenina para crear modelos de doncellas, casadas, monjas y viudas perfectas. Es decir, aquellas que lo deseasen podían encontrar en estos libros las herramientas suficientes para alcanzar el ideal de viudedad. Aunque ya desde el siglo XV estos libros dirigidos a la educación femenina habían proliferado, fue durante la Primera Edad Moderna cuando este tipo de literatura alcanzó su auge. Juan Luis Vives, Guevara o Fray Luis de León, entre otros, se preocuparon especialmente por las mujeres que habían perdido a sus esposos ofreciéndoles consejos sobre cómo vestir, cómo comportarse e, incluso, sobre cómo llorar. Al fin y al cabo, la viuda no sólo debía serlo, sino parecerlo.
Personaje
Político
Entre los años 47 y 43 a.C. Antípater fue gobernador de Judea, cargo desde el que prestó importantes servicios a Roma. En agradecimiento se le concedió la ciudadanía romana, iniciando una línea estrecha de colaboradores con el Imperio. Murió asesinado, posiblemente por miembros de la resistencia hebrea. Es el padre de Herodes el Grande.
contexto
El más destacado de los discípulos de Montañés fue Juan de Mesa y Velasco, nacido en Córdoba en 1583 y muerto en Sevilla en 1627, al que hemos de considerar como el prototipo del imaginero; subsisten todavía dudas acerca de su primera formación artística, habiéndose generalizado la idea de que antes de llegar al taller de Montañés debió haber estado en el de otro maestro, que acaso fuera Andrés de Ocampo, ligado a Córdoba por lazos profesionales y familiares, donde también habría coincidido con el granadino Alonso de Mena. Casó en 1613 con María de Flores, viviendo la mayor parte de su vida en la collación de San Martín; a su muerte, su taller fue arrendado a Luis Ortiz de Vargas y Gaspar Ginés, quienes también se quedarán con parte de los dibujos del maestro, pasando los útiles de trabajo a su cuñado y colaborador Antonio de Santa Cruz. Son escasas las referencias conservadas en torno a la producción retablística del artista cordobés, pero la crítica coincide en considerar suyo el retablo mayor del convento sevillano de Santa Isabel, contratado en 1624; la claridad del esquema arquitectónico, de clara estirpe montañesina, se ve alterada por la presencia de una serie de elementos que ponen de manifiesto la aparición de una nueva sensibilidad artística que se refleja claramente en la mayor volumetría del conjunto. La importancia concedida a los ejes verticales, el caprichoso frontón, las tornapuntas decorando los trozos de entablamento no son sino muestras palpables del cambio estético que se va produciendo paulatinamente en la retablística sevillana del momento. No ocurre lo mismo en el terreno de la escultura, campo en el que Juan de Mesa desarrolla una intensa actividad y en el que nos ha dejado obras señeras. La estética que anima la producción escultórica de Juan de Mesa es decididamente barroca, de formas llenas que se envuelven con ropajes de plegados profundos que marcan intensos contrastes de luz; sus desnudos revelan a un perfecto conocedor de la anatomía humana, llegando al extremo de saber expresar con toda la precisión los signos que la muerte deja en el cuerpo del hombre; los rostros de sus figuras, aureolados por cabelleras de rizos abundantes y profundos, revelan una intensa vida interior que conecta directamente con la sensibilidad de quien los contempla, en perfecta sintonía con la doctrina que por entonces defendía la Iglesia en relación con el papel persuasivo de la imagen. Son numerosas las esculturas que salieron de sus manos, la mayoría de iconografía pasionista destinada a procesionar por las calles. El lugar de honor lo ocupa con todo merecimiento la representación del Crucificado en la que, partiendo de los modelos creados por Montañés, expresará toda la fuerza dramática del proceso y muerte de Jesús. Se conocen al menos diez crucificados salidos de sus manos en los que el imaginero ha reflejado distintos momentos de la Crucifixión, de ahí que lo muestre, en unos casos, vivo y en otros ya muerto, pero todos ellos ponen de manifiesto su exacto dominio del tema anatómico; generalmente van inscritos en un triángulo, prefiriendo el uso de tres clavos, lo que imprime movimiento al cuerpo, en el que se acusan los músculos, tendones y venas, según corresponde a la tensión que supone la sujeción a un madero. La belleza y perfección del desnudo apenas si queda velada por el paño de pureza, sujeto por una soga y formado por telas de abundantes pliegues recogidos en moñas laterales. La corona de espinas es gruesa, con enormes púas que horadan orejas y frente, cuya huella se hace visible incluso en aquellas imágenes que no la llevan. El Cristo del Amor de la parroquia del Salvador (1618-20), el de la Buena Muerte de la capilla de la Universidad (1620) y el de la Basílica de San Isidro de Madrid (1621) son magníficos ejemplos de representación de Cristo muerto, en tanto que los de la Conversión del Buen Ladrón (1619) de la cofradía sevillana de Montserrat, y de la Agonía (1622) de la parroquia de San Pedro de Vergara (Guipúzcoa), lo muestran aún vivo. Una variante iconográfica del tema la encontramos en las imágenes de Yacentes, de las que el artista realizó dos, el del Santo Entierro sevillano y el que forma grupo con la Virgen de las Angustias de Córdoba, que nos sirve además para entender la manera que el maestro tiene de expresar el dolor de la Madre, hondo y callado; a él se debe también la bella imagen de la Virgen de la Victoria, de la popular cofradía de las Cigarreras. Dentro del ciclo pasionista realizó también Juan de Mesa otra creación magistral: el Nazareno, en el que nos ofrece una versión de mayor hondura dramática que la de Montañés, por cuanto ha intensificado las huellas del sufrimiento, patentes en el rostro y en la curvatura de la espalda, según lo vemos en el impresionante Jesús del Gran Poder de Sevilla y en el Nazareno de La Rambla (Córdoba). Aparte de las comentadas, esculpió el maestro otras imágenes, singularmente de la Virgen, con y sin el Niño, y de santos; de las primeras merecen destacarse La Inmaculada Carmelitana del convento de las Teresas de Sevilla, la Virgen del Hospital de Antezana de Alcalá de Henares, ambas fechadas en torno a 1610, y la Virgen de las Cuevas del Museo de Bellas Artes de Sevilla, fechada hacia 1623, en la que se muestra más cercano a los esquemas montañesinos. Entre los temas hagiográficos recuérdense el San José con el Niño de Fuentes de Andalucía, San Juan Bautista y San Ramón Nonnato del Museo de Sevilla, los santos jesuitas del Puerto de Santa María, etc.
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El análisis de la evolución de la coyuntura y de sus efectos sobre las estructuras socioeconómicas del país es fundamental para comprender las orientaciones del proyecto reformista republicano y las consecuencias que su parcial fracaso acarreó al régimen. En este sentido, hace ya algunos años, X. M. Beiras trazó un panorama muy negativo de la España de los inicios de la década, que definía en cuatro notas: - "Subdesarrollo, es decir, una situación histórica específica de atraso económico y social, en la que los rasgos de orden precapitalista impregnan la zona más extensa de la base económica y de la estructura social (...). - Escasa potencia autónoma del sector capitalista de la economía, que no alcanza a ser un sector claramente dominante en el juego de intereses de clases, ni en los modos de organización de la base económica, ni se configura tampoco con arreglo a los modelos establecidos en los centros hegemónicos del capitalismo mundial (...). - Heterogeneidad estructural interna de la economía española, tanto desde el punto de vista de los espacios como de los regímenes económicos (...). - Concentración oligárquica del poder económico en un contexto socialmente atrasado y a un nivel de desarrollo de las fuerzas productivas muy inferior al correspondiente a una concentración de poder del tipo de un capitalismo en fase monopolista". Subdesarrollo, debilidad, heterogeneidad y atraso en los procesos de concentración capitalista configurarían, pues, un marco estructural propicio para la interpretación de la crisis republicana. Pero, al margen de que conviene matizar esta visión con otras que señalan el papel de zonas industrializadas como el País Vasco o Cataluña, el peso del movimiento obrero y de la burguesía progresista, o el avance de determinados procesos de modernización social, es necesario tener presente que la economía española no se encontraba totalmente desprovista de conexiones con la internacional y que la vida de la República discurrió en paralelo con la crisis mundial iniciada en 1929, la más grave de las que hasta entonces habían afectado al sistema capitalista y que incidió negativamente en la estabilidad de muchas democracias parlamentarias. Es importante, pues, dilucidar si la ruptura social de los años treinta en España, que desembocó en la guerra civil, se debió básicamente a las causas estructurales arriba apuntadas o si, por el contrario, fueron decisivas las derivadas de la coyuntura. Y en este último supuesto, hasta qué punto la situación internacional de crisis afectó a la economía nacional. Los primeros estudios sobre el tema pusieron de manifiesto que la crisis de 1929 había incidido menos en España que en otros países de su entorno, más ricos y, sobre todo, con un sector exterior más activo. Gracias a ello, tras un bache relativamente profundo entre 1931 y 1933, la recuperación se habría iniciado en este último año hasta alcanzar en 1935 unos niveles de renta y de producción sólo ligeramente inferiores a los previos al crack. Además, la crisis habría afectado a sectores económicos muy concretos, como la agricultura de exportación, la minería, la siderurgia y otros fundamentalmente vinculados al comercio exterior. Sería preciso, pues, buscar causas más complejas, como el problema de la propiedad agraria, la pobreza de dotaciones industriales, la insuficiencia de capitales o la inestabilidad del sistema político, para explicar la alta conflictividad social en un momento económico objetivamente más favorable que el de las democracias estables como Gran Bretaña o Estados Unidos. Investigaciones posteriores han destacado, sin embargo, el impacto desestabilizador de la depresión durante el período 1931-1933, señalando el efecto negativo para la economía española de factores como la caída del comercio mundial, la disminución de las inversiones extranjeras y de los beneficios del capital español invertido en el exterior, las pérdidas del incipiente sector turístico y la merma de las remesas de dinero enviadas por los emigrantes, el costo de los esfuerzos por mantener el tipo de cotización de la peseta o la política de contención del gasto público defendida, y parcialmente realizada, por los sucesivos equipos de la Hacienda republicana. Por otro lado, no se puede ignorar la extremada desconfianza con que recibieron la llegada de la República y la actuación de los gobiernos reformistas del primer bienio, con participación socialista, los sectores empresariales y financieros. "A partir de abril de 1931 y hasta noviembre de 1933 -escribe J. Palafox- se produjo un espectacular deterioro de sus expectativas con consecuencias muy graves sobre la inversión y, a partir de ella, sobre la situación de la economía. Todos los indicadores de la inversión privada que pueden ser asociados a estos grupos muestran una clara tendencia negativa. Todos ellos denotan que la inversión sufrió un hundimiento espectacular hasta que la coalición republicano-socialista fue derrotada en las elecciones celebradas a finales de 1933". Parece razonable, pues, atribuir a la contracción de la economía española un triple origen coyuntural: el contexto internacional depresivo, la renuncia del Estado a mantener la política expansiva asumida por la Dictadura y la desconfianza provocada en los medios capitalistas por la gestión gubernamental de la Conjunción republicano-socialista. En 1933, punto cenital de la recesión, se registraba una apreciable tasa de paro, favorecida además por la inversión de las tendencias de la migración exterior, y un descenso de la producción industrial y del comercio exterior. No obstante, estos factores macroeconómicos no parecen, pese a su evidencia, suficientes para inducir un cuadro de crisis social y política tan agudo como el que condujo a la guerra civil. Otros indicadores no son tan negativos, como la renta nacional, que sólo sufrió ligeras variaciones durante el quinquenio, los precios, que frente a las tendencias deflacionistas exteriores se mantuvieron en los niveles de la década anterior, o los salarios, que subieron en torno a una media del doce por ciento entre 1931 y 1933. Pero, en el plano social, el estancamiento de la economía tuvo un efecto negativo sobre el empleo -efecto que se mantendría hasta la guerra- y sobre las relaciones laborales y, sobre todo, contribuyó a frustrar la política de redistribución de rentas que los trabajadores identificaban como la quintaesencia del régimen, y que hubiera precisado de una situación más favorable a la inversión en medidas sociales. No es casualidad que el momento más grave de la recesión coincidiera con la salida de los socialistas del Gobierno y con una radicalización creciente de sus bases, decepcionadas por la timidez y la discontinuidad de las reformas planteadas en el primer bienio. La recuperación iniciada en 1934 coincidió con la llegada al Poder de una coalición de centro-derecha. Ello otorgó nuevas prioridades al gasto público, un tanto ajenas al reformismo social de la época anterior, y posibilitó un aumento de la presión patronal, sobre todo en el campo, donde la reforma agraria fue casi paralizada y los salarios reales disminuyeron. Por no hablar de los efectos del fracaso de la Revolución de Octubre de 1934, que prácticamente desarmó la acción reivindicativa de los sindicatos y facilitó la desaceleración del crecimiento de los salarios de los trabajadores. El planteamiento de estos elementos políticos, junto con la persistencia de la crisis del empleo, configuran en perspectiva un balance poco satisfactorio para las capas más desfavorecidas de la población en esta etapa de estabilización económica que fue el bienio radical-cedista. La crisis afectó a los grupos sociales de un modo selectivo. El proletariado agrícola y determinados sectores del industrial fueron sin duda los más perjudicados, al igual que numerosos pequeños y medianos empresarios dedicados a la construcción, la agricultura de exportación, el textil, etc. El impacto sobre la burguesía y las clases medias, que tanto favoreció el ascenso del fascismo en otros países, se vio muy amortiguado en España por el mantenimiento de un elevado nivel de ocupación en estos grupos y por la favorable evolución de precios y salarios. El bache incidió también sobre los sectores económicamente más fuertes, como prueba la caída de la importación y matriculación de automóviles o de los depósitos en cuenta corriente y de los beneficios de la Banca. También la Bolsa se vio perjudicada entre 1931 y 1933, período en el que el índice de cotización de la renta variable descendió a la mitad. Pero ello parece más el fruto de la desconfianza ante la situación socio-política que de una real disminución de la capacidad económica de estos grupos, que estaban muy lejos de la angustiosa incertidumbre que padecían muchos trabajadores agrícolas e industriales, amenazados por el paro y la presión patronal. Evidencia de ello es que, a lo largo del lustro, los depósitos de ahorro y los beneficios empresariales crecieron en todos los ejercicios, las suspensiones de pagos, realmente escasas, sólo experimentaron incremento en 1931 y en 1934, y que las masivas emisiones de Deuda pública encontraron una excelente acogida entre un espectro muy amplio de inversores. En resumen, la coyuntura económica, aunque menos desfavorable que la de otros países europeos, desempeñó un papel potenciador de las dificultades del régimen al agudizar las viejas tensiones estructurales y recortar los márgenes de actuación de la burguesía reformista. Cabe estimar, con Tuñón de Lara, que los nexos causales en la escalada de conflictos socio-políticos que conducen a la guerra civil, como la Revolución de Octubre de 1934 o la violenta primavera de 1936, no obedecen a "fenómenos económicos coyunturales, sino a fenómenos socioeconómicos estructurales y a fenómenos políticos coyunturales". Pero también hay que admitir que los efectos de una situación económica recesiva como la de los primeros años treinta contribuyó al aumento de la conflictividad social y a un creciente despego respecto al régimen republicano de significativos sectores de las capas populares, que en la primavera de 1931 habían figurado entre sus principales valedores.
contexto
De igual modo que, decíamos, no conviene exagerar el radicalismo de los contenidos de la Ilustración, tampoco es adecuado hacerlo con su implantación. Desde un punto de vista social, su impacto quedó reducido a determinados grupos, dada la naturaleza de sus postulados, el carácter de las sociedades e instituciones que la transmiten y los altos niveles de analfabetismo existentes. En cuanto a los desarrollos, innovaciones y cambios que tienen lugar en los campos del pensamiento, la literatura y los gustos estéticos durante el siglo XVIII, como afirma Porter, "...sería erróneo etiquetar todos... (como) expresión de una coherente filosofía ilustrada. Pero igualmente sería tonto negar que las nociones de naturaleza humana y los ideales de buena vida desarrollados por los filósofos encontraron amplia expresión en las artes y las letras y en la vida práctica". Así, en algunas descripciones sobre sociedades primitivas sus autores, dejándose llevar por sus sueños del buen salvaje, convierten a aquéllas en modelos vivos de una sociedad igualitaria y libre que sólo existe en sus mentes. La novela acoge el debate ilustrado sobre el hombre y la naturaleza -Robinson Crusoe, de Defoe-, mientras las innovaciones en psicología, moral y filosofía se dejan ver en el tratamiento de los caracteres y motivaciones de los personajes. Incluso las teorías científicas sobre las atracciones de los elementos químicos encuentran en Goethe una pluma dispuesta a aplicarlas al tema amoroso y del matrimonio en Las afinidades electivas. En la ópera, Mozart recoge el contraste entre la civilización europea y la exótica, pero bárbara, de Turquía en El Serrallo, o nos habla del desarrollo del hombre por el autoconocimiento en su última obra: La flauta mágica. Tampoco la medicina escapa a la influencia de los puntos de vista ilustrados. Las plagas y epidemias dejaron de considerarse un castigo divino, buscándose y hallándose medios para combatirlas, como la inoculación. Las enfermedades mentales no fueron más fruto de posesión diabólica, y en los partos, el saber científico de los ginecólogos ganó la partida al más práctico de las comadronas. Pero quizá el campo en el que los reformadores ilustrados actuaron más directamente fue en el de la política, aunque, como dijimos, los filósofos antes que por buscar panaceas políticas concretas estaban preocupados por su criticismo, por su búsqueda de un "nuevo, más humano, más científico entendimiento del hombre como un ser social y natural". Las ideas ilustradas traen consigo una nueva apreciación del Estado y de la vida política a los que se considera susceptibles de organizar conforme a la razón y capaces, si así lo hacen, de alcanzar la felicidad de los súbditos. Para lograr ésta se confía sobre todo en el primero, al que se le deben de encomendar el mayor número de tareas y bajo cuyo control ha de quedar tanto el ámbito público como el privado, excepción hecha de la libertad de conciencia. Un Estado con tales características lo encuentran los reformistas en el absolutismo regio al que se considera un aliado siempre que se adapte a la época. No olvidemos que lo que nuestros hombres de Las Luces persiguen es encontrar soluciones a los problemas dentro de las propias estructuras del Antiguo Régimen, hallar lo que Pierre Vilar denomina un recurso homeopático a un sistema debilitado. En justa correspondencia, los monarcas buscan en aquéllos sugerencias y apoyo a los planes de transformación social que piensan para sus pueblos. Unos y otros van a coincidir plenamente en su deseo por frenar el influjo de la Iglesia y los privilegios de la nobleza, por fortalecer las bases económicas y culturales, por promover la tolerancia religiosa. Había nacido el absolutismo ilustrado, fórmula política que se extiende por Europa desde Rusia a la Península Ibérica por los mismos años en que los propios filósofos atacan duramente a la Monarquía en Francia. El instrumento preferido para llevar a cabo las reformas van a ser las leyes, cuya mejora siguiendo las coordenadas que señala el pensamiento ilustrado será la base que sustente la colaboración entre el Estado absoluto y los portavoces de las nuevas ideas, cuyo empeño en llevarlas a la práctica les hace no reparar en los horrores del poder. Sin embargo tal convivencia tenía sus límites, nacidos de la propia evolución teórica de las ideas políticas, con la exaltación de la soberanía popular, y de los problemas prácticos de relación entre reyes e ilustrados cuando éstos intentan influir directamente en la política. En realidad, el absolutismo sólo deseaba usar a los filósofos para justificar un uso más riguroso del poder. Por ello, a partir de los años setenta la crítica al despotismo se convierte en una moda, lo mismo que la del colonialismo, que se toma como indicativa de radicalismo político, y la de la esclavitud, basada en las ideas filantrópicas del período. Ninguna consiguió grandes resultados prácticos y los logrados hubieron de esperar hasta la época de las revoluciones de final de siglo, cuando el absolutismo sufre un duro golpe y algunos Estados americanos ponen en marcha políticas abolicionistas. Aún entonces, los elementos conservadores de la Ilustración se mantienen vigentes e informarán la reacción posterior a 1815 y el conservadurismo europeo. En suma, la Ilustración representó un momento de ruptura con el sistema espiritual y bíblico de entender al hombre, la sociedad y la Naturaleza. Contribuyó a la secularización del pensamiento europeo y a la aparición de lo que llamaríamos una inteligencia secular capaz, por su amplitud y poder, de sustituir al clero en sus funciones de controlar la enseñanza y la información. Esa inteligencia contaba con nuevos canales para difundir su pensamiento: periódicos y revistas. Ahora bien, "las ideas nunca van mucho más allá de la sociedad. Y una gran parte del pensamiento osado, innovador del siglo XVIII fue rápidamente reciclado hasta convertirse en pilar del orden establecido en el XIX... La Ilustración ayudó a liberar al hombre de su pasado... (pero) falló en prevenir la construcción de nuevas cautividades en el futuro: Aún estamos intentando resolver los problemas de la moderna, urbana sociedad industrial de la, que la Ilustración fue comadrona".
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Otro de los tópicos que sobre la independencia americana se manejan tradicionalmente es que de una forma inmediata, casi automática, tras la emancipación, la dominación española fue reemplazada por la británica, razón por la cual son numerosos los historiadores que inclusive agregan la pregunta de entonces para qué emanciparse. Como esa dominación sólo se produjo en el terreno económico, algunos autores hablan de un "imperialismo informal". Y si bien arribaron a los puertos americanos comerciantes británicos, también lo hicieron otros de distinto origen, como franceses, alemanes o norteamericanos, que tuvieron una menor repercusión económica. Por ello su papel está mucho menos estudiado que el de los británicos, que han recibido mayor atención. En realidad lo que se observa en el primer cuarto del siglo XIX es un aumento considerable de la presencia comercial y financiera británica en el continente, al abrigo de la protección que les prestaba su propio gobierno y al temor de represalias navales que sentían las autoridades latinoamericanas. Primero, la mayor producción de excedentes manufacturados, principalmente textiles, y luego el bloqueo napoleónico, revalorizaron enormemente el papel de los mercados americanos, aunque hay que reconocer que sólo entre 1805 y 1808 los mercados americanos fueron realmente importantes para los mercaderes británicos, en fechas coincidentes con los fallidos intentos británicos de apoderarse del Río de la Plata (me refiero a las llamadas invasiones inglesas de 1806 y 1807). Las importaciones británicas en América Latina, que en el pasado se realizaban bien indirectamente, aprovechando la infraestructura mercantil que los ingleses tenían en los pueblos de la bahía de Cádiz, o bien directamente a través de las múltiples rutas del contrabando, crecieron rápidamente a partir de 1805 por los motivos antes mencionados. Ese año el valor importado fue de 7.700.000 libras esterlinas y el máximo se alcanzó en 1809 con cerca de 18.500.000 libras, para caer posteriormente. En 1811 apenas se superaban los 11.500.000 libras y el mínimo se alcanzó en 1816 con 2.100.000 libras. A partir de 1825, y en las décadas de los 30 y los 40, las importaciones británicas oscilaban entre los 4 y los 6 millones de libras, correspondiendo al Brasil entre la tercera parte y la mitad del tráfico. En base a estas cifras se argumenta que el control ejercido por los mercaderes británicos sobre el comercio latinoamericano fue casi total. De acuerdo con esta interpretación todo ello se traduciría en una desigual competencia con las manufacturas domésticas, que estaban condenadas a desaparecer; en la postergación de los comerciantes locales, por su menor capacidad financiera; en un aumentó considerable del paro y en grandes trabas para el desarrollo de marinas mercantes de pabellón nacional. Si bien a partir de 1810 los británicos introdujeron grandes cantidades de textiles baratos de algodón (creando una demanda hasta entonces inexistente, ya que el consumo popular se centraba en productos de lana de baja calidad), esto no significó necesariamente la destrucción de las manufacturas locales, que sobrevivieron hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, es decir, hasta la construcción de los ferrocarriles. Se puede señalar que más afectadas que las manufacturas locales (o nacionales), resultaron algunos circuitos interregionales, como el de los textiles peruanos baratos que antiguamente abastecía al virreinato del Río de la Plata o el de los tejidos de algodón de Socorro, en Nueva Granada, comercializados en la zona aurífera de Antioquía. En este último caso, cuando el oro se destinó de forma creciente a pagar las importaciones de textiles, los intercambios internos se resintieron de forma considerable. Las enormes distancias existentes en América, así como los accidentes geográficos (grandes cordilleras, ríos infranqueables, falta de puentes y caminos, etc.), funcionaron como una eficaz barrera proteccionista que permitió durante bastantes décadas la subsistencia de buena parte de la artesanía tradicional. También se ha argumentado que el gran golpe contra las manufacturas americanas fue anterior al desembarco masivo de los británicos y que la importación española de productos de lujo antes de la emancipación ya había limitado de forma considerable las manufacturas urbanas. La revolución industrial inglesa hizo posible grandes avances en la productividad del sector manufacturero, razón por la cual los precios de las manufacturas británicas tendieron a bajar, y si bien las materias primas sufrieron un movimiento similar, éste no fue tan brusco como el de las primeras. Así por ejemplo, los tejidos de algodón baratos bajaron casi un 75 por ciento entre 1810 y 1850 y en conjunto se puede afirmar que los productos ingleses bajaron casi un 50 por ciento entre las mismas fechas. La mejora en los términos de intercambio para las exportaciones latinoamericanas favoreció la apertura económica, aunque ésta no sería sensible sino a partir de mediados del siglo. El otro sector donde la presencia británica tuvo importancia fue el financiero, aunque en los años posteriores a la independencia no se produjo un movimiento masivo de inversiones británicas, ni de ningún otro origen, debido fundamentalmente a la gran inseguridad que provocaba un continente que recién emergía de sus guerras de independencia. La caída operada en la producción de metales preciosos y el aumento de los gastos gubernamentales, consecuencia de los enfrentamientos bélicos, hicieron necesaria la llegada de capitales, provenientes mayoritariamente de empréstitos negociados por bancos británicos en el mercado londinense. Los crecientes gastos financieros, producto del endeudamiento del período bélico, aumentaron la necesidad de capitales foráneos. Sin embargo, la crisis que afectó a la City londinense en 1825 hizo que a partir de ese momento cesara prácticamente por completo la presencia financiera inglesa en el continente y que hubiera que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para que los lazos se restablecieran con entera normalidad. Otro factor que debió haber influido en la rápida expansión del endeudamiento externo pudo haber sido el del mayor costo del dinero en los mercados americanos. D.C.M. Platt señala que en 1824 el gobierno de Buenos Aires intentó aprovechar la coyuntura favorable que ofrecía el mercado londinense, ante la imposibilidad de obtener préstamos locales por menos del 14 por ciento de interés anual. Evidentemente que se trata de un punto que requiere mayores investigaciones, siguiendo el camino trazado por Bárbara Tenenbaum en su trabajo sobre los agiotistas mexicanos y los préstamos a intereses verdaderamente usurarios que ofrecían a los distintos gobiernos de Antonio López de Santa Anna. Hasta 1825 los empréstitos latinoamericanos negociados en Londres sumaron más de 20 millones de libras esterlinas, destacando ampliamente Colombia y México, seguidos a gran distancia por Brasil. Como bien señala Carlos Marichal, la atracción de las riquezas latinoamericanas (reales o imaginarias) fue un factor decisivo en uno de los primeros auges bursátiles del capitalismo del siglo XIX. En 1822 Colombia fue el primer país en firmar un contrato por un empréstito, y pronto fue seguido por Chile y Perú. En 1825 la mayoría de las nuevas repúblicas ya se habían iniciado en el tema de la deuda externa. Los bonos de Argentina, Brasil, la Federación Centroamericana, Chile, Gran Colombia, México y Perú se compraban y vendían con entera normalidad en la bolsa londinense hasta la catástrofe financiera de diciembre de 1825. A fines de la década de 1820 los países latinoamericanos estaban sumidos en una grave crisis financiera vinculada con la deuda externa. En abril de 1826 Perú suspendió pagos y a los pocos meses fue seguido por la Gran Colombia. A mediados de 1828, con la única excepción de Brasil, todos los países latinoamericanos habían suspendido sus pagos de la deuda y ningún banco londinense quería saber nada de realizar negocios en América Latina. En este terreno sería importante analizar el papel jugado por los "merchant banks" londinenses en las inversiones latinoamericanas, ya que resulta bastante probable que algunas de estas empresas se hayan nutrido en buena parte con el capital retornado de América en los años de las guerras de la independencia y posteriores. Este podía ser el caso de la Casa de Mildred y Goyeneche o de Murrieta y Compañía, vinculados con la actividad económica española y también con la peruana. Otro aspecto que vale la pena analizar es el de las inversiones directas de capital europeo que se produjeron, especialmente en relación con la minería, tratando de beneficiarse del boom financiero de 1824-1825. Se crearon numerosas empresas, algunas con fines francamente especulativos, destinadas a invertir en la minería en México, Perú, Colombia, Argentina y Brasil. En esos años se crearon en Londres 624 sociedades anónimas, de las que sólo 46 tenían negocios con América, pero su importancia era mucho mayor de lo que se puede apreciar a simple vista, ya que esas 46 empresas invirtieron casi la mitad de los capitales arriesgados por el conjunto de las sociedades anónimas. Sin embargo, la mayor parte de estas inversiones terminaron en el más absoluto de los fracasos, muchas veces porque el entusiasmo de los mercaderes e inversores británicos se acompañaba de una gran ignorancia y desconocimiento acerca del territorio americano, del funcionamiento de sus mercados y del comportamiento de sus nuevos socios. Otras, porque la insuficiencia de capitales fue clave para condenar al fracaso a muchas inversiones programadas detalladamente. Fueron frecuentes los casos de modernas maquinarias a vapor importadas de Gran Bretaña que se oxidaron en los puertos y no pudieron trasladarse a los centros mineros porque no se contaba con métodos de transporte adecuados. Comportamientos exitosos como el de la empresa minera de capital anglomexicano Real del Monte no abundan. Los historiadores suelen juzgar el endeudamiento externo como algo negativo para las economías de los distintos países. Parten de la base, siguiendo criterios mercantilistas, de que el déficit de la balanza de pagos es perjudicial para el desarrollo, sin considerar que las entradas de capital extranjero son un mecanismo que permite disponer a los países de un mayor volumen de recursos. En la mayoría de los países latinoamericanos, el capital extranjero, especialmente desde la segunda mitad del siglo, colaboró a financiar la construcción de infraestructura económica, a poner en explotación los recursos primarios inexplotados, o subexplotados, hasta entonces, a equilibrar la balanza de pagos y a aumentar considerablemente el volumen de las exportaciones.
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La historia del Japón contemporáneo, marco en el que situar la formación del imperialismo japonés, se divide en tres fases. La primera, entre 1868 y 1912, es la época de la revolución Meiji. Significa la modernización y occidentalización. Liberado Japón de la incipiente dependencia colonial occidental, se permite un completo desarrollo que le transforma en gran potencia mundial. Hay dos momentos en este proceso: de 1868 a 1881 es el período de las reformas y la consolidación de la revolución Meiji; reformas que tienden a transformar ampliamente la sociedad japonesa, aunque manteniendo su base tradicional. El segundo momento, de 1881 a 1912, corresponde al apogeo del Japón Meiji, con la nueva organización e institucionalización del Estado y la sociedad, y a los comienzos de la expansión territorial e imperial que, en su plenitud, configura un imperialismo propio, rival del occidental. La segunda fase, de 1912 a 1937, es la época del Japón potencia mundial: entre la Primera y Segunda Guerra Mundial se suceden las llamadas era Taisho, entre 1912 y 1926, y era Showa, desde 1926. Japón se convierte en un nuevo centro de poder mundial. Su vida política y económica está dominada por los grupos oligarcas, financieros y militares, que mantienen el crecimiento capitalista y la prosperidad económica, el control político y la expansión exterior. Con ello, en el orden interno, desde las bases de un sistema que se considera liberal, se tiende a formar un régimen autoritario, y en el plano externo, a construir un Nuevo Orden en Asia oriental que consagre el poderío japonés. La tercera fase, de 1937 a 1945, es durante la Segunda Guerra Mundial: en el orden interno se llega al gobierno de los militares, y en lo internacional, a la alianza con las potencias del Eje, llevando el proceso bélico a la derrota japonesa en el año 1945. A lo largo de este proceso se formula el imperialismo nipón, que entra en rivalidad y conflicto con los imperialismos occidentales hasta entonces dominantes en Extremo Oriente. Configuran este imperialismo tres factores: la ascensión diplomática e internacional de Japón a potencia mundial, la concreta expansión territorial exterior impulsada por las necesidades de ese mismo crecimiento económico y político que lleva al país a construirse un imperio colonial propio en Asia oriental y, por último, los fundamentos ideológicos y sociales del ultranacionalismo e imperialismo japoneses en el seno de su propia identidad histórica. Resultado de todos estos elementos es la construcción del Nuevo Orden japonés en Extremo Oriente.
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Si bien se mira, el rasgo fundamental de la política exterior soviética en esta etapa consistió en la sustitución de la impulsividad de Kruschev por el ejercicio de la prudencia, la moderación y una gran dosis de paciencia y de tenacidad. Pero esto no quiere decir que los dirigentes de la URSS cambiaran radicalmente de planteamiento respecto al pasado sino que veían el panorama internacional de forma diferente. Breznev, desde luego, deseó un acuerdo con Occidente pero esto no supuso un cambio en la visión decididamente antagónica del mundo capitalista o en la visión de que el comunismo prevalecería contra él. Esto es lo que explica el fuerte incremento del presupuesto soviético de defensa a partir de 1965. Ya en 1968 había quintuplicado la cifra de 1958 y algo después finalmente la URSS consiguió la equiparación militar con los Estados Unidos. Se llegó, así, a un Ejército de cuatro millones de hombres con novedades importantes con respecto al pasado. El almirante Gorchkov creó, por ejemplo, una Marina capaz de intervenir en cualquier punto del globo porque estaba dotada de submarinos nucleares. En esta época puede decirse que la URSS no tenía en realidad un complejo militar-industrial sino que ella misma lo era. La CIA estimaba que el gasto militar llegaba al 15% del total del presupuesto, pero en la época de la "perestroika" llegó a hablarse de una cifra real del 40%, cantidad que aparece en las memorias de algunos de los dirigentes soviéticos del momento, lo que contribuye a explicar, como es natural, los graves problemas relativos al estancamiento económico. En estas condiciones fácilmente se explica la asociación de los militares a la dirección de la política. En 1965 el mariscal Gretchko figuraba ya en el Politburó y en 1974 le relevó el también mariscal Ustinov quien, como veremos, jugó un papel importante en el momento de la sucesión de Breznev. También la KGB, reformada y puesta a punto por Andropov, logró una fuerza creciente; consiguientemente, quien la dirigía estuvo también en el Politburó. La militarización y la participación de los servicios secretos en el poder político fue, pues, un signo del "socialismo realmente existente", expresión utilizada con frecuencia por Breznev. Hasta aproximadamente 1969 la política exterior soviética no experimentó un cambio significativo. A estas alturas los dirigentes soviéticos debían ser mucho más escépticos que Kruschev acerca de la posibilidad de influir sobre los países descolonizados. En alguno de ellos (Indonesia, 1965) sufrieron derrotas que les supusieron importantes deudas impagadas, aunque en este caso quizá fueran los chinos los principales sujetos pacientes de lo ocurrido pues los comunistas indonesios tenían esa filiación. El tono de mayor prudencia supuso que los soviéticos influyeran en Fidel Castro, por ejemplo, para que limitara su ayuda a la extrema izquierda iberoamericana. Sin embargo, en otras zonas, como en el Oriente Medio, se arriesgaron mucho más aunque la mayor parte de las operaciones militares expansivas de la época de Breznev se hicieron por intermediarios. En Oriente Medio, Sadat pasó de apoyar a las dictaduras revolucionarias como Irak y, sobre todo, Siria ya en 1972, cuando el primero se libró de la mediatización impuesta por la URSS. Pero la influencia soviética en la zona se demostró extremadamente volátil no tanto por indecisión propia como por los bruscos cambios de postura de las potencias árabes. En cambio, en el Sudeste asiático la Guerra de Vietnam le proporcionó a la URSS ventajas apreciables más que nada por los graves errores cometidos por los norteamericanos. El peor de ellos fue no haberse dado cuenta de que Vietnam del Norte jugaba con el antagonismo existente entre las dos superpotencias comunistas tratando de obtener apoyo de ambas. El impacto de los bombardeos aéreos y la carencia de unidad entre europeos y norteamericanos también produjo ventajas objetivas a la URSS desde el punto de vista propagandístico. En cuanto a la ocupación de Checoslovaquia en 1968, como la de Hungría en 1956, demostró el papel absolutamente decisivo que le atribuía la URSS a su glacis defensivo en la Europa del Este. Los soviéticos lograron en esta ocasión el apoyo internacional de algunos países descolonizados del Medio Oriente que necesitaban de su colaboración militar. De todos modos, Breznev no protagonizó en exclusiva la intervención en Chescoslovaquia aunque estuviera siempre en el centro de los acontecimientos. La decisión sobre la misma fue, en realidad, colectiva. Desde los inicios de 1968 la dirección soviética estuvo muy preocupada con la llegada al poder de Dubcek y en abril se pensó ya en desplazarle aunque no parece que alguna vez pensara seriamente en cambiar la política exterior de su país. El grave problema consistió en saber qué se iba a hacer después de que tuvo lugar la invasión y eso fue lo que no pudo resolver la dirección soviética. Durante esos días Breznev ni siquiera abandonó su despacho, durmiendo en él tres o cuatro horas, pero en realidad él no fue el autor de la doctrina a la que se dio su nombre en que era obligada la intervención en las democracias populares para prevenir su posible salida del campo soviético, sino su "megáfono". En el fondo, lo sucedido en 1968 se reprodujo doce años después. Dos años antes de morir Breznev -1980- pudo lanzar a la URSS a una aventura todavía peor que la checoslovaca en Polonia. Estuvieron preparadas hasta tres divisiones de tanques y una motorizada para la intervención pero la dirección soviética decidió esperar y eso permitió que, cuando hubo cambiado la coyuntura internacional, Polonia pudiera evolucionar en el sentido en que lo hizo. Los dirigentes de "Solidaridad", a diferencia de los checos, abandonaron la idea de que el régimen comunista podía cambiar y también la de que fuera posible enfrentarse con él pero, al mismo tiempo, mostraron una indudable voluntad de autoorganización y de resistencia que a lo sumo durante los setenta podía, en condiciones normales, haberles atribuido la posibilidad de lograr una "finlandización". La existencia de Solidaridad no fue otra cosa que una larga partida de póquer con el poder soviético. Quizá el tamaño y la población de Polonia o bien el hecho de estar involucrada la URSS en Afganistán explican que no hubiera intervención soviética. Pero desde el punto de vista del futuro en cierta forma los acontecimientos más importantes en la política exterior de Breznev tuvieron lugar en los países del Este de Europa, en 1968 en Checoslovaquia y en 1980-1 en Polonia. Con ello hemos llegado a un período cronológico que supera el ámbito de este epígrafe, pero resulta obvio que un estudio global de lo específico de la política exterior de Breznev así lo exige. La distensión que se produjo en las relaciones internacionales a partir de mediados de los años sesenta, fue, desde el punto de vista soviético, el correlato del reconocimiento de que había llegado a la paridad militar con Estados Unidos, aparte de un procedimiento para tratar de aislar a China. Significó un relajamiento de las tensiones internacionales pero también el mantenimiento de un antagonismo de principios con el capitalismo, aunque con él se pudieran alcanzar numerosos acuerdos a los que, en efecto, se llegó incluso cuando existían conflictos en buena parte del mundo. La conferencia de Helsinki, que puede ser considerada como el momento crucial de la distensión, dio la sensación de dotar de una estabilidad definitiva al régimen soviético en 1975, al mismo tiempo que éste conseguía uno de sus objetivos fundamentales en materia de política exterior, es decir el reconocimiento de la división de Alemania. Claro está, a partir de este momento también les resultó posible a los disidentes argüir que la URSS incumplía el convenio suscrito sobre derechos de la persona. Para la dirección soviética la distensión tuvo también como consecuencia positiva el estrechamiento de las relaciones comerciales y la importación de capitales y de tecnología occidental. Fiat se instaló en el Volga en una población que fue denominada Togliatti y Pepsi Cola llegó a un acuerdo para intercambiar su producción por vodka. Pero todo eso no significó que se desvanecieran los objetivos a largo plazo de la política de la URSS. Aunque sin correr riesgos graves, se aprovecharon todas las supuestas o reales debilidades del mundo occidental para tratar de aumentar la influencia propia de cara a una hegemonía final que pareció seguir siendo el máximo objetivo. Según un historiador soviético reciente, incluso se pensó en intervenir en el caso de que se produjera una guerra civil en Chile. Cuando los norteamericanos reaccionaban ante este aprovechamiento de las circunstancias, los soviéticos respondían con genuina sorpresa pues, en definitiva, en sus propias declaraciones no habían ocultado nunca el objetivo final. En resumen, durante la segunda mitad de la década de los setenta se produjo una nueva e importante expansión soviética a miles de kilómetros de las fronteras de la URSS. Tuvo lugar principalmente en África -irónicamente se pudo hablar de Breznev "el Africano"- en donde ni remotamente se daban las circunstancias previstas por Marx para una revolución proletaria. El intervencionismo se llevó a cabo a través de un colaborador interpuesto, como fue la Cuba de Castro, y tuvo una singular importancia en las antiguas colonias portuguesas, como Angola, y en Etiopía, en donde se favoreció a un pretendido régimen revolucionario en su guerra con Somalia. Al mismo tiempo la URSS consiguió también convertir en aliados subordinados a los dos Yemen. En el Sudeste asiático la confrontación entre Vietnam y China hizo que el primero empezara a girar en la órbita soviética y con él lo hizo también Camboya en donde había establecido un régimen colaborador. Si desde 1945 la URSS contaba a su favor con una serie de países que imitaban sus instituciones y su organización social y política ahora contó con una veintena más que eran descritos en la terminología soviética como "países de orientación socialista". Eran una veintena en todo el mundo y le resultaban muy costosos a la metrópoli. Cabe preguntarse, por tanto, cuáles fueron las razones que hicieron que Breznev se embarcara en esta expansión. En parte se explican porque en la esencia fundacional de la URSS estaba implícita esta obligación pero no debe desdeñarse tampoco el hecho de que pudo existir un deseo de contrapesar los problemas internos con los éxitos exteriores. La URSS de Breznev era una superpotencia ya sólo desde el punto de vista militar a fines de los setenta. Pero los soviéticos también pudieron cometer errores en política exterior. En Afganistán lo hicieron en tal grado que sólo puede compararse con el que cometieron en 1962 (la instalación de misiles en Cuba). En realidad, como veremos, fueron los dirigentes afganos quienes pidieron hasta catorce veces la presencia soviética y quienes luego tuvieron la pretensión de llevar su impulso revolucionario hasta Beluchistán y, por tanto, hasta el Índico. Afganistán no fue más que un intento fallido de solucionar con decisión un problema surgido dentro de lo que ya se consideraban las fronteras de la zona de influencia soviética. Pero a fines de los setenta y comienzos de los ochenta, en otras áreas la URSS ya había pasado a una posición defensiva o, al menos, más consciente de la limitación de sus posibilidades. En Nicaragua rechazó la tentación de un mayor grado de intervención y en Polonia, como sabemos, no se llegó a intervenir militarmente. Mientras tanto Breznev era ya un líder nominal más que real.