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Personaje Científico
Impartió clases de retórica en Valencia. Una de sus máximas aspiraciones fue que sus alumnos apreciaran la labor de los escritores de la antigüedad. De su legado literario es preciso citar "Oratio de scientiarium et Academiae Valentinae laudibus".
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A la protección de los convoyes y a la caza de submarinos se destinó como buque preferente el destructor de escolta. Entre 1943 y el final de las hostilidades, construyeron un centenar los británicos y cerca de seiscientos los norteamericanos. La mitad de esos buques, excelentemente equipados y armados para la lucha antisubmarina, combatieron en el Atlántico, junto con los tres centenares que ya antes se ocupaban de escoltar a los mercantes. Los submarinos contemplaron cómo, de la noche a la mañana, se duplica la cantidad de perros guardianes de los rebaños mercantes.. Pero si esto fue importante, no fue lo más decisivo. El gran argumento aliado estuvo en el aire. Veíamos anteriormente cómo el británico Coastal Command tenía sólo 16 aviones de gran radio de acción. Pues bien, un año más tarde disponía de 37 Liberator B-24 y al otro lado del Atlántico, donde a comienzos del año anterior sólo había un centenar de aviones para proteger su tráfico, en su mayoría obsoletos, hallamos en julio de 1943 la notable cifra de 209 Liberator B-24. Respecto a la eficacia de estos aviones, un técnico, el profesor Blackett, que colaboró con el Coastal Command, escribía valorando sus estadísticas: "...Se podría calcular que un Consolídated Liberator B-24, operando desde Islandia para escoltar convoyes en medio del Atlántico, salvaba un promedio de media docena de buques mercantes durante la treintena de misiones que llevaba a cabo durante un período de servicio". Aún sería más decisiva, pese a todo, la entrada en funcionamiento de los portaaviones de escolta, navíos nuevos o construidos a partir del casco de otros barcos mercantes. En general eran buques de unas 8 o 12 mil toneladas con una velocidad punta de 18 a 20 nudos, capaces de transportar de 20 a 30 aviones -cazas y bombarderos ligeros y torpederos- y armados con media docena de montajes cuádruples de cañones de 20 a 30 mm. Estos buques comenzaron a entrar en servicio como escoltas de convoyes en el Atlántico o finales de 1942 y, sobre todo, en 1943 y 1944. Gran Bretaña construyó 6 y los Estados Unidos 115, de los cuales cedieron 38 a los británicos. A mediados de 1943, ya había en el Atlántico una docena de estos portaaviones, que mantenían en el aire continuamente 3 o 4 aparatos observando los alrededores de los convoyes custodiados, a la búsqueda de la torreta de un submarino o, incluso, de la estela de un periscopio bajado precipitadamente. Una vez detectado, partía del portaaviones un caza-bombardero, que dejaba caer bombas en la zona donde se vio el sumergible. Y llegaban también los destructores, auscultando con sus Asdic el fondo del mar, dispuestos a lanzar inmediatamente sus Hedgehog. Podía ocurrir que el aparato de observación detectase el submarino navegando por la superficie, con lo que podía destruirle con una salva de cohetes de carga hueca... De la eficacia de los portaaviones de escolta baste decir que en 1943 destruyeron 26 submarinos y, aunque sea imposible precisar cifras, es seguro que evitaron a los convoyes que escoltaban centenares de hundimientos. Hay que resaltar un caso: el del portaaviones de escolta norteamericano Card. Fue botado en febrero de 1942, entró en servicio el 8 de noviembre del mismo año, y a finales de 1943, tras catorce meses de actividad, había hundido 8 submarinos.
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Concluido este primer asalto, el Archiduque convocó un consejo de guerra en el que se discutió si a continuación los tercios debían proseguir su marcha para, a las pocas horas, destruir al resto de los enemigos, o bien descansar, rehacerse de las fatigas y al día siguiente, reforzados por hombres y el grueso de la artillería, que "algo retrasado traía don Luis de Velasco". No se escapaba a los reunidos que Mauricio de Nassau les estaba esperando en la mejor situación que había podido hallar y que las tropas españolas estaban cansadas de la marcha matutina y del combate; además debía tenerse en cuenta que muchos soldados hispanos habían quedado en los fuertes reconquistados por Alberto, de manera que por entonces el ejército católico contaba con menos de 8.000 hombres y apenas mil caballos. A las opiniones que aconsejaban prudencia se impuso el exceso de optimismo por la reciente victoria, el viejo dicho de "cuanto más herejes, tanto más ganancia" y el temor a que el "desmoralizado" enemigo embarcara y huyera. Así Alberto adoptó la arriesgada decisión de enfrentar sus tercios con las descansadas y hábilmente distribuidas fuerzas de Mauricio de Nassau, que esperaban la agresión en número de 1.600 caballos y más de 10.000 infantes, bien atrincherados, y con sus cañones emplazados sobre plataformas de madera en lo alto de varias dunas. El campo de batalla sería el terreno cenagoso, la arenosa playa y las dunas tan características en esa región de Flandes. A las 2,00 de la tarde, el Archiduque dio la señal de avanzar. Atacó primero la caballería mandada por don Francisco de Mendoza, pero tuvo que retirarse porque la artillería enemiga diezmaba sus filas. Los infantes hispanos, a pesar del terrible fuego de sus contrarios, avanzaron impetuosamente. Asaltaron la primera línea del enemigo defendida por ingleses y holandeses, hiriendo gravemente al coronel Francis Vere y, tras arrollarla, Alberto lanzó sus últimas reservas cuando los hispanos emprendían la acometida contra la segunda línea enemiga. "Descargadas las armas de fuego, vínose entre británicos, holandeses, españoles, flamencos, italianos, franceses, valones y alemanes a una más estrecha y densa pelea, con el manejo de las picas y de las espadas. Pero grande era la desigualdad de la parte católica". Efectivamente, su artillería semienterrada en la arena prácticamente era inservible. Por su desventajosa situación, el sol y la arena que arrastraba el viento en aquella calurosa tarde de julio cegaban los ojos de los combatientes, en los que, a pesar de tantas contrariedades, su valor se imponía hasta el punto en que por un momento en que los rebeldes iniciaron la retirada y los españoles cantaban victoria. Pero un ataque de la caballería española, rechazado por la más numerosa de Gunther Nassau, tuvo efectos desastrosos entre los hispanos, porque al retirarse, los caballos cayeron sobre la propia infantería y esta circunstancia -unida a que, debido a la subida de la marea, parte de las fuerzas del Archiduque tuvo que cambiar desordenadamente de posición- causó una gran confusión en el ejército católico. Aprovechando estas dificultades, Mauricio de Nassau lanzó al campo de batalla sus reservas de infantes y caballería, lo que ocasionó la dispersión de gran parte de los hispanos y los que sostenían sus posiciones, faltos de apoyo, no tuvieron más remedio que abandonarlas dejando el campo de batalla, después de tres horas de lucha, cubierto de cadáveres. El archiduque Alberto, que tan torpemente condujo a sus hombres, se comportó sin embargo valientemente y, "herido de un golpe de alabarda en la cabeza, hacia la oreja de la derecha", luchó denodadamente para reunir recoger a sus dispersos soldados y refugiarse en Gante.
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La guerra fue provocada por la política que la Alemania nazi siguió desde 1933: retirada de la Sociedad de Naciones, denuncia del Tratado de Versalles, rearme, ocupación del Rin, eje Berlín-Roma, Anschluss, ocupación de Checoslovaquia, Danzig. Pero otros factores contribuyeron igualmente a la destrucción del sistema de relaciones internacionales creado en 1919. Estados Unidos carecía desde 1920 de política europea. La URSS permaneció hasta 1934 al margen de la política internacional. Luego, Gran Bretaña rechazó sus aperturas diplomáticas y rehuyó llegar a algún tipo de alianza con ella. La Conferencia de Desarme de 1932-34 fue un fracaso. La Sociedad de Naciones no tuvo respuesta efectiva a la agresión de Mussolini contra Abisinia. La "política de apaciguamiento" hacia los dictadores fue un gravísimo error que sirvió principalmente para estimular las ambiciones territoriales de la Alemania nazi y de la Italia fascista. En 1939, la URSS, además, dio luz verde a Alemania en Polonia. De cara a la guerra mundial, que Gran Bretaña y Estados Unidos continuasen regidos por sistemas democráticos y estables a lo largo de los años treinta, resultó ser un hecho histórico determinante. Que por el contrario, Francia estuviese gobernada por una democracia en crisis y declinante fue una catástrofe. En junio de 1940, Hitler invadió Francia, arrolló a los ejércitos franceses y entró en París. El día 17, el gobierno francés, presidido por el mariscal Pétain, solicitó el armisticio. Media Francia quedó bajo la ocupación de los alemanes; Pétain hizo de la otra media, con capital en Vichy, una nueva Francia, autoritaria, antisemita, corporativista y colaboracionista. La crisis francesa fue ante todo una crisis política y social, y si se quiere, moral. La debilidad inherente a su sistema constitucional y electoral, la inestabilidad gubernamental (15 gobiernos entre 1933 y 1940), la ineficacia parlamentaria y la corrupción -revelada por el "escándalo Stavisky"- hicieron de la III República un régimen desacreditado ante la opinión pública, divorciado de ella, sin autoridad moral ni prestigio político, que no pudo resistir por ello el proceso de polarización ideológica y social que en Francia produjeron desde 1933 la tensión internacional, el crecimiento de los extremismos políticos y la crisis económica y laboral. La crisis económica de 1929 -que en Francia, por la solidez del franco, no empezó anotarse hasta 1932 pero que en cambio se prolongó hasta 1939- tuvo un primer y muy negativo efecto sobre la vida política: hizo fracasar una posible salida de izquierda moderada a los problemas del país. Esa posibilidad había sido abierta por el triunfo del Nuevo Cartel de radicales y socialistas en las elecciones de 1 de mayo de 1932, pero se frustró por las profundas diferencias surgidas en la coalición en torno a la política económica. La negativa socialista a votar las medidas propuestas por el gobierno Herriot formado tras aquellas elecciones, medidas claramente deflacionistas (recortes del gasto público, aumento de los impuestos, reducciones salariales para funcionarios y pensionistas), derribó al gobierno. Herriot había gobernado ocho meses, de mayo a diciembre de 1932; sus sucesores -los también radicales Paul-Boncour, Daladier y Chautemps-, que se sucedieron en el gobierno hasta febrero de 1934, aún menos. El gobierno Chautemps cayó además (27 de enero de 1934) derribado por la campaña de agitación contra la República que la extrema derecha antiparlamentaria desencadenó desde el otoño de 1933. El detonante fue el escándalo que estalló cuando se supo que los bonos de la Caja municipal de Bayona emitidos en Bolsa por el financiero Serge Stavisky, un judío francés de origen ruso que en sus negocios había gozado de evidentes apoyos políticos, habían resultado ser falsos. El descubrimiento de la estafa, la ruina de los miles de compradores de bonos, la evidencia de que el financiero había sido apoyado por conocidos políticos, la huída y desaparición de Stavisky, su suicidio (3 de enero de 1934), el asesinato de un funcionario de la oficina del Fiscal que investigaba el caso -muertes en las que se vio la mano de los interesados en que no se conociese la verdad sobre el asunto-, conmocionaron e indignaron a la opinión pública. El malestar fue capitalizado por las organizaciones de ex-combatientes y las ligas de extrema derecha (Acción Francesa, la organización Croix-de-feu, grupúsculos fascistas y monárquicos), instrumentalizadas por los escritos de conocidos intelectuales de la derecha como Maurras, Léon Daudet y Pierre Gaxotte, y por la muy activa prensa ultra (parte de ella financiada por el conocido industrial del perfume, René Coty). El malestar se tradujo en multitudinarias manifestaciones de protesta contra el gobierno y contra los políticos del régimen. Culminó, tras la dimisión del gobierno Chautemps, en los graves incidentes (choques entre manifestantes y policías) que se produjeron en París el 6 de febrero de 1934 en los que murieron 14 manifestantes y un policía, y unas 700 personas resultaron heridas. Días después, el 12 de febrero, socialistas, comunistas y sindicatos declararon la huelga general en toda Francia en defensa de la democracia y de la República. Muchos creyeron que el 6 de febrero la derecha había intentado asaltar el poder. Francia parecía, en cualquier caso, al borde de la guerra civil. La situación fue temporalmente salvada por la formación el 22 de febrero de 1934 de un gobierno de Unión nacional presidido por el ex-presidente Gaston Doumergue, apoyado por todos los partidos republicanos. Pero el "escándalo Stavisky" y la crisis de febrero de 1934 hirieron de muerte a la República francesa. Fue de hecho una verdadera crisis de régimen que puso en cuestión la legitimidad misma del sistema parlamentario: la Francia de Vichy justificaría la disolución de la III República alegando precisamente que el caso Stavisky había puesto de relieve la corrupción de la democracia francesa. La solución Doumergue fue además muy breve. El gobierno cayó en noviembre de 1934 por la oposición del Parlamento a los proyectos de reforma constitucional que Doumergue quiso aprobar para reforzar el poder del ejecutivo. Los gobiernos que le sucedieron, gobiernos de centro-derecha presididos por Flandin, Bouisson, Laval y Sarrault, carecieron de autoridad y prestigio. La agitación pudo cesar a corto plazo (aunque rebrotó en 1935) pero la polarización de la sociedad francesa se fue haciendo cada vez más patente. A pesar de que algunos de los principales grupos de la derecha, como Acción Francesa y la organización Croix-de-feu, no eran fascistas, la izquierda hizo del antifascismo una nueva mística, un formidable instrumento de movilización de masas, y el fundamento para su unidad política. El resultado fue, de una parte, la radicalización de la vida intelectual y del debate ideológico; de otra, la división política de Francia en dos bloques políticos antagónicos. En julio de 1934, comunistas y socialistas firmaron un pacto de unidad de acción. Luego, con ocasión de las celebraciones del 14 de julio de 1935, comunistas, socialistas y radicales crearon el Frente Popular, cuyo programa incluía, bajo el eslogan "pan, paz y libertad", el retorno a la idea de seguridad colectiva, la disolución de las ligas fascistas y un ambicioso conjunto de reformas sociales. El Frente Popular ganó las elecciones de abril-mayo de 1936. En la primera vuelta, obtuvo 5.421.000 votos contra 4.233.000 para la derecha; en el cómputo final, logró un total de 376 diputados contra 222. El verdadero vencedor había sido el Partido Comunista (1.500.000 votos y 72 diputados, frente a 700.000 votos y 12 diputados en 1932); la derecha y la extrema derecha habían aumentado su representación y todos los partidos de centro habían retrocedido sensiblemente. El gobierno del Frente Popular, que presidió el líder socialista Léon Blum -un hombre de la burguesía judía parisina, culto y buen escritor, que entendía el socialismo como una ética-, acometió la reforma democrática y social más audaz y progresiva jamás intentada en Francia. Quiso, primero, lograr la pacificación del país, donde las expectativas suscitadas por el triunfo del Frente Popular habían dado lugar, en los meses de mayo a junio de 1936, a una oleada de ocupaciones de fábricas y de huelgas de todo tipo. Impulsó para ello un gran pacto social entre empresarios, sindicatos (la CGT) y gobierno, que se firmó en el Palacio de Matignon, residencia del jefe del gobierno, el 7-8 de junio, y que significó fuertes aumentos salariales (del 7 al 15 por 100), el reconocimiento del derecho a la elección de delegados sindicales en las empresas de más de 10 empleados y la aprobación del principio de negociación colectiva en todos los sectores laborales. Un decreto de 11 de junio de 1936 fijó la jornada laboral en 40 horas semanales y estableció la obligatoriedad de vacaciones pagadas de 15 días anuales para todos los trabajadores. El gobierno, además, nacionalizó los ferrocarriles y las industrias de armamento. Democratizó la estructura del Banco de Francia, dando mayor representación al Estado. Creó una Oficina Nacional del Trigo, que logró estabilizar los precios del sector. Trazó un ambicioso plan de obras públicas, elevó hasta los 14 años la edad de obligatoriedad de la enseñanza, y dio un gran impulso a la investigación científica y a las actividades culturales. Pero el Frente Popular aumentó aún más las tensiones y divisiones del país. Generó una revolución de expectativas que no pudo satisfacer. La agitación huelguística siguió siendo muy alta. En 1937, se registraron un total de 2.616 huelgas (lejos de las 16.907 del año anterior) con más de un millón de jornadas perdidas. Los acuerdos de Matignon no produjeron la reactivación de la economía. Al contrario, la nueva jornada de trabajo y las vacaciones pagadas redujeron la productividad y aumentaron los costes del trabajo. El desempleo se redujo en 1937 pero volvió a crecer en 1938 y 1939. El gobierno hubo de recurrir a una fuerte expansión del gasto público para financiar su política social. Mantuvo al tiempo la paridad oro del franco por temor a que una devaluación provocara un rebrote de la inflación. La fuga de capitales y de oro alcanzó proporciones colosales. El gobierno tuvo que devaluar precipitadamente en octubre de 1936 para frenar la venta masiva de francos en los mercados internacionales. En suma, el Frente Popular había puesto al país al borde de un verdadero descalabro financiero. Ello produjo la alarma de los radicales que, en marzo de 1937, impusieron a Blum una pausa en su política económica, que permitiese restaurar la confianza de los círculos financieros y empresariales. La situación internacional, por otra parte, abrió otra profunda grieta en el Frente Popular. La política de no-intervención en la guerra civil española defendida por el gobierno Blum -que era un hombre profundamente pacifista y que temía que ayudar a la República española pudiese crear una situación de guerra civil en la propia Francia- le enfrentó con los comunistas y con la propia izquierda socialista, que desencadenaron una nueva etapa de movilizaciones y protestas en demanda de medidas económicas y sociales más radicales y en apoyo a la República española. Aislado y dividido, en buena medida fracasado, el gobierno Blum dimitió cuando, el 21 de junio de 1937, el grupo radical del Senado le negó los plenos poderes financieros que había solicitado. El Frente Popular había durado menos de un año (pues los dos gobiernos siguientes, presididos por Chautemps y el propio Blum entre junio de 1937 y abril de 1938, sólo sirvieron para prolongar la agonía de la coalición y agravar sus divisiones). El 10 de abril de 1938, el dirigente radical Edouard Daladier (1884-1970), un hombre de la Provenza, de origen muy modesto, maestro y enseñante de historia, formó gobierno: socialistas y comunistas volvieron a la oposición. El gobierno Daladier rectificó radicalmente la política económica del Frente Popular. El ministro de Hacienda, Paul Reynaud, disminuyó el gasto público, aumentó los impuestos y anuló la jornada de 40 horas (a pesar de la huelga general que, como protesta, promovió la CGT el 30 de noviembre de 1938, sin demasiado éxito). Francia, por tanto, estaba, en vísperas de la II Guerra Mundial, en una grave situación de crisis económica y de profunda división interna. Fue eso lo que hizo que careciese de una política exterior coherente y vigorosa. El Estado Mayor militar, además, dominado por hombres como los generales Pétain, Weigand, Gamelin o Maurin, era un organismo derechista, inclinado a una estrategia de guerra estrictamente defensiva y que pensaba que la debilidad económica del país (y la reducción de gastos militares) habían reducido considerablemente su capacidad ante una eventual guerra en Europa. El débil gobierno Daladier optó así por seguir la "política de apaciguamiento" de Chamberlain. Daladier, lo hemos visto, participó en la reunión de Munich que acordó la partición de Checoslovaquia, acto que fue apoyado desde la oposición por Blum. Luego, en 1939, el gobierno francés volvió a alinearse con Gran Bretaña: ofreció garantías primero a Polonia y después a Rumanía, Grecia y Turquía, y el 3 de septiembre - cuando Hitler atacó a Polonia- declaró la guerra a Alemania.
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Élie Halévy llevaba en parte razón: nacionalismo y socialismo fueron, al menos, las dos fuerzas colectivas que cambiaron el clima político de la Europa anterior a la I Guerra Mundial. Como se ha visto, el problema de las nacionalidades hizo inviable el parlamentarismo en Austria-Hungría y creó en aquella región las tensiones que acabarían por provocar la guerra mundial en 1914. El nacionalismo de la derecha erosionó la legitimidad de la III República en Francia y de la monarquía en Italia, y alimentó el revanchismo antialemán francés y el irredentismo antiaustríaco italiano. El nacionalismo irlandés alteró el bipartidismo británico; el alemán inspiró la política mundial que Alemania proclamó en la década de 1890 y que, como se verá, fue otro de los factores desencadenantes de la guerra de 1914. Como también ha quedado dicho, toda Europa conoció grandes huelgas y numerosas protestas laborales -sobre todo, en los años 1910-14-y el ascenso de los partidos socialistas y obreros: ya se vio que el Estado moderno se transformó radicalmente como consecuencia, al asumir, como respuesta al malestar laboral, amplias y crecientes responsabilidades en materia de legislación y servicios sociales. La capacidad de adaptación de los distintos sistemas políticos europeos a la irrupción de las masas en la vida política -encarnada en el auge del nacionalismo y del socialismo- fue muy distinta. Resultó mejor allí donde, como en Gran Bretaña, existían instituciones (Monarquía, Parlamento, Gobierno local, sistema judicial, etcétera) sólidas, flexibles y enraizadas en la vida social, y donde, por razones históricas, el parlamentarismo liberal constituía la esencia misma de la cultura política del país. Fue peor, o imposible, en países como Rusia, de tradición autocrática y carentes de un sistema de libertades constitucionales, en los que la política parecía anclada en un "impasse" sin salida, oscilando entre el autoritarismo gubernamental y la violencia revolucionaria. Pero en todo caso, la política no pudo ignorar en ningún país los nuevos problemas.
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A raíz de los sucesos de 1391 el pesimismo cundió en las comunidades judías de la Corona de Castilla. Por su parte, los cristianos, envalentonados, aumentaron la presión sobre los hebreos. Unos ordenamientos aprobados en el año 1405 prohibían a éstos la práctica de la usura. Las Leyes de Ayllón, del año 1412, iban aún más lejos: el encerramiento de los judíos significaba su aislamiento en barrios apartados, a manera de guetos; debían llevar una señal distintiva; se les prohibía el acceso a numerosos oficios, como el de arrendadores y médicos; perdían su autonomía judicial. Si a esos factores añadimos el efecto de las predicaciones de san Vicente Ferrer, que propugnaba convencer a los judíos para que abjurasen de sus creencias, llegaremos a la conclusión de que hacia 1420 parecía próximo el fin del hebraísmo en Castilla. Los judíos castellanos, no obstante, resistieron. Más aún, desde 1420 se observa una parcial recuperación, a lo que contribuyó en buena medida la desaparición de la escena del pontífice Benedicto XIII, rabiosamente antisemita. En 1432 se aprobaban en Valladolid, bajo los auspicios del rabino mayor de Castilla, Abraham Bienveniste, unos takkanoth u ordenanzas de suma importancia para la comunidad judía, pues fueron la base para la reconstrucción interna de las maltrechas aljamas de la Corona de Castilla. Ese clima favoreció un resurgimiento de los estudios rabínicos y asimismo los monarcas volvieron a confiar en los hebreos para la dirección de sus finanzas, como sucedió con el ya citado Abraham Bienveniste, en tiempos de Juan II, o con Yusef ibn Sem Tob, durante el reinado de Enrique IV. Mas, pese a todas las apariencias, el judaísmo estaba herido de gravedad. La comunidad hebrea había experimentado un brutal descenso en términos cuantitativos, y muchas juderías habían desaparecido o quedado reducidas a la mínima expresión. El peso de los judíos en el arrendamiento de las rentas reales, tan destacado en el siglo anterior, disminuyó a sólo un 15 por ciento en el período 1439-1469, según ha demostrado M. A. Ladero. Si las masas populares cristianas no lanzaron en la decimoquinta centuria sus dardos contra los judíos sino de forma esporádica (recordemos los ataques a las juderías de Medina del Campo, en 1461, y de Sepúlveda, en 1468) es porque tenían un nuevo blanco, los conversos.
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En 1910, mientras algunas repúblicas latinoamericanas celebraban, o se aprestaban a celebrar, el primer centenario de la emancipación, en México ocurría el mayor estallido social de toda la historia de la región. En torno a esas fechas los nuevos grupos sociales emergentes, consecuencia directa del proceso de crecimiento económico impulsado por la expansión de las exportaciones y de la distribución del ingreso provocada, comenzaron a cuestionar el poder monolítico de las oligarquías y de las burocracias estatales asociadas a las mismas. El mismo acto del cuestionamiento implicaba el comienzo de la incorporación de esos grupos emergentes a la realidad política y social de sus respectivos países. Pero la lucha de los sectores medios tenía por principal objetivo la conquista de su derecho a participar plenamente en la vida política, y no el de constituirse en alternativa de poder al modelo oligárquico, ya que lo que se cuestionaba era su funcionamiento pero no sus axiomas. En algunos casos, estos procesos se desarrollaron de un modo más o menos violento, como el de la Revolución Mexicana, y en otros, aunque no estuvieron exentos de algunas manifestaciones de fuerza, los objetivos se cumplieron de forma más pacífica, como ocurrió con Hipólito Yrigoyen, el candidato de la argentina Unión Cívica Radical, que ocupó la presidencia de la república después de que se modificaran las leyes electorales de su país. En efecto, para que el proceso de incorporación de los sectores medios fuera posible, fue necesario modificar las reglas del juego político y crear los mecanismos adecuados que permitieran la participación de los recién llegados. La ampliación de la base social de numerosos países no supuso el reemplazo automático de las oligarquías nacionales de su lugar de predominio político y económico. Durante muchas décadas siguieron ocupando un lugar destacado, gracias a su enorme capacidad para diversificar sus actividades económicas y subirse de un modo más o menos exitoso al tren de la industrialización y del proteccionismo y también por los numerosos mecanismos de control social que seguían reteniendo en su poder. Esa misma capacidad fue la que le permitió a los partidos que representaban sus intereses seguir dominando el proceso político en buena parte de los países del continente.
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Tras desembarcar en Africa del Norte, los americanos actuaron lentamente y los alemanes lo aprovecharon para ocupar Túnez, prolongando una campaña ya virtualmente perdida. Hitler y Mussolini decidieron salvar una situación insostenible y enviaron numerosas tropas y materiales a Túnez, para un sacrificio inútil. Se trataba de un error considerable y enviaban allí las tropas que falta les harían en Europa. Más al oeste, Rommel estaba atrapado entre los americanos, ingleses y franceses al oeste, y el VIII Ejército de Montgomery al este. Se colocó en defensiva junto a la línea Mareth, antigua fortificación francesa de 1939, y organizó una fuerza móvil con tres divisiones panzer, muy disminuidas por la campaña del desierto. El 14 de febrero de 1943, atacó por sorpresa, derrotó a una división americana y continuó hostigando el frente, donde se sucedían los golpes y contragolpes. A principios de marzo atacó a los ingleses en Medenine, y fracasó al perder 52 tanques frente a los nuevos cañones contracarro. Como llevaba tiempo enfermo, el 9, ya concluída la batalla, entregó el mando a von Arnim y se trasladó a Roma. Sus argumentos no lograron convencer a Mussolini ni a Hitler, que le obligó a permanecer en Alemania para reponerse.
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En efecto, Aurangzeb, musulmán ortodoxo y sunnita fanático, queriendo convertir la India al islamismo, apartó en todo lo posible a los señores hindúes y a los musulmanes chiítas de los cargos y los empleos, para sustituirlos por sunnitas; persiguió a los hinduistas, cobrando de ellos un impuesto especial, transformando sus templos en mezquitas, martirizando a sus sacerdotes. Con esta actitud había dado lugar a una violenta reacción india contra el elemento mogol. Después de su muerte, acaecida en 1707, la autoridad de los emperadores mogoles se redujo muy pronto a la nada. El Imperio subsistió sólo de nombre, los principales señores siguieron ostentando títulos de funcionarios y se declararon vasallos del gran mogol; pero, de hecho, pasaron a ser independientes. Los nómadas pudieron volver y, en rápidas correrías, destrozar las fuerzas indias antes de que hubieran florecido, y los europeos se aprovecharon de las divisiones para empezar la conquista de la India. La etapa comprendida entre la desaparición de Aurangzeb y el final de la Guerra de los Siete Años, en 1763, se caracterizó por la decadencia del predominio musulmán en la India y por el surgimiento de reinos regionales independientes, que no prestaban más que una simbólica fidelidad a los debilitados descendientes de los grandes mogoles de Delhi, y por la intervención de potencias extranjeras. Entre las causas que se han atribuido a la decadencia del Imperio mogol se señala la incapacidad dinástica, las guerras de sucesión -al no existir una norma sucesoria definida- y la decrepitud moral de la dinastía en el siglo XVIII, en gran contraste con el vigor de los grandes gobernantes de los siglos anteriores. Por otra parte, las guerras de Aurangzeb provocaron las dificultades militares y financieras por las que atravesaba el Imperio. A estas dificultades se añadieron las luchas de las facciones que deseaban apoderarse de los cargos del Estado y, a través de ellos, de la dirección del Imperio. Al cabo de una generación, el poder político pasó de Delhi a los reinos regionales, hechos que coadyuvaron en gran medida a la debilidad del Imperio fueron las invasiones extranjeras. El Imperio había aplastado a los sikh en 1716, pero se encontró impotente ante el ataque de los maratos. En 1738 los maratos saquearon los suburbios de Delhi y dictaron una paz que dividió las dos mitades del Imperio y todos los territorios situados al oeste del Indo pasaron a formar parte de Persia. La segunda invasión la protagonizaron los afganos, bajo el mando de Ahmad Khan Abdali, quien realizó varias incursiones hasta que en 1757 logró saquear Delhi y apoderarse en los años siguientes de gran parte del Punjab. La consecuencia inmediata de la debilidad del Imperio mogol fue, precisamente, el fortalecimiento de los poderes regionales. La historia política de la India en el siglo XVIII se caracterizó, pues, por la pérdida por parte de los mogoles del control de su vasto Imperio, el resurgimiento de los reinos regionales y la intervención de potencias extranjeras. Con la desaparición del poder efectivo de los mogoles no se debilitó la autoridad del emperador y la conciencia de la hegemonía mogol en toda la India fue un factor que influyó en la expansión inglesa, ya que los ingleses se sirvieron de los restos de los antiguos sistemas de control, en particular del aparato fiscal, como bases, o al menos como líneas directrices, para la construcción de una nueva estructura estatal. Pero aunque se dé importancia a los nuevos elementos aparecidos en el siglo XVIII, debe reconocerse el carácter de naturalidad con que se produjo el resurgimiento de los estados regionales. El sistema de varios reinos regionales fue la forma característica de la organización política india. El hecho de que la vuelta al sistema de estados regionales, después de producirse el fracaso de la dinastía mogol en lograr la integración política, estuviera marcado por la guerra en casi todas partes, hizo que el proceso pareciera ser la desintegración y destrucción de un orden estable y su reemplazamiento por la anarquía. Ni la expansión de una potencia interior, ni la de un invasor era probable que diera lugar a la creación de un imperio que absorbiera las regiones políticas tradicionales. En el siglo XVIII los maratos estaban muy lejos de cumplir esa función expansionista. Frente al intento marato de conseguir la hegemonía se hallaba otra potencia, la británica, con base en Bengala y con unos recursos tecnológicos y financieros desconocidos en la India. Lo que los maratos podían hacer, y de hecho hicieron en la segunda mitad del siglo XVIII, era eliminar cualquier otra potencia que pudiera aspirar a la hegemonía. Y si al final sucumbieron en la lucha contra los ingleses, ello se debió a la misma causa que provocó su derrota en Paniput: ineficiente organización de los recursos y falta de unidad política.