Una de las características esenciales de la Ilustración hispana fue su convicción reformista. Basta volver a considerar los estrechos vínculos entre los intelectuales y los equipos gobernantes (de los que llegaron a formar parte en más de una ocasión) o las proclamaciones antirrevolucionarias vertidas con ocasión de los acontecimientos franceses para tener la seguridad de que los ilustrados contaban con la acción política del absolutismo para llevar a cabo su programa de modernización del país. Sin embargo, Antonio Elorza ha demostrado que algunos de los intelectuales formados en el pensamiento de la Ilustración habían rebasado sus planteamientos antes del estallido de la Revolución Francesa y bajo el influjo de la literatura filosófica y política producida allende los Pirineos. Entre los primeros fundadores de la tradición liberal española hay que mencionar a Juan Amor de Soria, que en su obra Enfermedad crónica y peligrosa de los reinos de España e Indias (1741) se muestra ferviente constitucionalista y partidario del régimen político británico, apuntando a la abolición de las Cortes como el principio de la decadencia española y de la esclavitud de los pueblos hispanos y aludiendo a Villalar como "el último suspiro de la libertad castellana". José Agustín Ibáñez de la Renteria, miembro de la Sociedad Bascongada de Amigos del País, leyó en aquel marco, entre 1780 y 1783, cuatro Discursos que serían publicados en Madrid en 1790 y que le convierten en el auténtico introductor en España del pensamiento de Montesquieu. Su proyecto político se inspira en el modelo inglés, definido como una "república con rey", en que lo decisivo es la "constitución de gobierno", el ejercicio de la soberanía por representación (a través de una Asamblea de representantes de la Nación, expresión que revela también la influencia de la revolución norteamericana) y la libre actuación de los partidos políticos, que son inseparables de una constitución republicana. Valentín de Foronda, también muy vinculado a la Sociedad Bascongada y al Seminario de Vergara, donde dejó constancia de su curiosidad universal y de su toma de posición contundente ante los más diversos asuntos, es autor de unas Cartas sobre materias político-económicas (1788-1789), publicadas en el Espíritu de los mejores diarios de Europa, que reflejan mejor que ninguno otro de sus escritos su adscripción liberal. Muy influido por la filosofía política de los revolucionarios norteamericanos, cuyas ideas contribuye a propagar en España, Foronda niega al Estado la legitimidad para intervenir autoritariamente en los asuntos que pertenecen a la esfera de la acción individual y particular, al tiempo que declara que las columnas fundamentales del orden político son los derechos de propiedad, libertad y seguridad frente a la acción arbitraria o despótica de los gobernantes: una propuesta totalmente contraria a los principios del sistema absolutista. Más completo es aún el programa expuesto por el valenciano León de Arroyal, estudiante de Salamanca, frecuentador de los círculos intelectuales madrileños (en contacto con Cadalso y Estala), contador de Hacienda en La Mancha y, finalmente, uno de los nombres fundamentales en la teorización del primer liberalismo español. Sus principales obras conocidas, las Cartas político-económicas al conde de Lerena y la Oración apologética en defensa del estado floreciente de España (difundida como panfleto clandestino bajo el título más cortante de Pan y toros), componen una dura requisitoria contra el régimen absolutista, que, incluso cuando es ilustrado, no puede dejar de generar abusos, que sólo pueden ser conjurados por una constitución racional que ordene, limite y contenga el poder del soberano, y que tampoco admite una reforma gradual y progresiva, sino una ruptura radical: echar a tierra la casa vieja y construirla de nuevo. El maduro liberalismo de Arroyal se refiere tanto al buen ordenamiento económico, incompatible con la persistencia de las prácticas mercantilistas, como al buen ordenamiento político, caracterizado por la adjudicación de la potestad legislativa conjuntamente al rey y al reino y por el sometimiento del soberano a las leyes constitucionales. Idéntico vigor en las formulaciones liberales manifiestan algunos de los principales escritos de Francisco Cabarrús, muy especialmente sus Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad, redactadas en 1792, pero no publicadas hasta 1808. En ellas, su crítica demoledora contra las instituciones básicas de la sociedad estamental sirve de argumento para proclamar a la voluntad general como único fundamento de todo poder político legítimo, aunque, del mismo modo que Arroyal dirigía sus propuestas a un ministro ilustrado, Cabarrús incita a Godoy a ponerse a la cabeza del movimiento como único modo todavía posible de evitar la revolución. Si la teoría liberal de finales de siglo cree todavía posible el triunfo pacífico del nuevo ideario político, otros espíritus más impulsivos tratan de acelerar el ritmo histórico, induciendo procesos revolucionarios a semejanza del desatado al otro lado de la frontera. Los años noventa asisten, en efecto, a la proliferación de pasquines sediciosos, a la circulación de panfletos subversivos, a la ostentación de símbolos revolucionarios, en el marco de una corriente subterránea que aflora súbitamente a la superficie, en hechos tan insólitos como la proclamación revolucionaria realizada en el pueblecito riojano de Alesanco o el desfile llevado a cabo en la humilde localidad manchega de Brazatortas al grito de "¡Viva la Libertad!" Al mismo tiempo, algunos intelectuales ilustrados se pasan con armas y bagajes a la Francia republicana e instalados en Bayona intentan desde el país vecino difundir propaganda revolucionaria. La personalidad más destacada del grupo de Bayona es el sevillano José Marchena, miembro de la academia poética hispalense, traductor de Moliére y de Voltaire (y también de Lucrecio), que después de contribuir a la difusión de la causa revolucionaria con una célebre proclama dirigida A la nación española y de formar un Comité Español de Salud Pública y de un Club de los Amigos de la Constitución habría de regresar a la patria de la mano de José Bonaparte. Por otro lado, el marino Miguel Rubín de Celis, caballero de la orden de Santiago, coopera a la tarea de sublevar a sus compatriotas escribiendo un Discours sur les principes d'une constitution libre, donde declara su amor a los hombres y su odio a los tiranos. Más radicales se mostrarían otros dos compañeros de Marchena, José Manuel Hevia y Miranda y, sobre todo, Vicente María Santibáñez, profesor del Seminario de Vergara, traductor de Marmontel y de Pope y autor de unas Cartas de Abelardo a Heloisa rápidamente condenadas por la Inquisición, que escribe una proclama al pueblo español, identificada tal vez con la que lleva por título Reflexiones imparciales de un español a su nación (1793), donde propone sustituir las Cortes por un cuerpo que sea el resultado de la representación nacional, y que será detenido y ejecutado en Francia. El fermento revolucionario, introducido a través de la propaganda francesa y de la publicística liberal, cobró cuerpo en 1795 por medio de una acción concreta, la conspiración de Picornell, que toma el nombre de su principal fautor, el ilustrado mallorquín Juan Bautista Picornell, que había pertenecido al círculo salmantino (donde se habían dado cita hombres como Marchena, Arroyal o Salas) y había publicado en el Correo de los Ciegos de Madrid su obra El maestro de primeras letras. Los conjurados trataban de dar un golpe de estado apoyado por las clases populares madrileñas, que tendría como objetivo la instauración de una monarquía constitucional, según rezaba el manifiesto que había de ser entregado a la opinión pública. El fracaso de la conspiración, llamada de San Blas por la fecha de la detención de los conjurados (que fueron deportados a Venezuela), no por ello atenuó el temor gubernamental al contagio revolucionario, pero los años siguientes no fueron testigos de ningún otro intento de alterar el régimen político del país. Los intelectuales liberales siguieron su labor teórica, pero hubieron de esperar la ocasión oportuna brindada por la guerra de la Independencia para tratar de llevar a la práctica un programa que, hijo de las Luces, terminaba contradiciendo los principios que habían sustentado la Ilustración española. El fermento revolucionario, introducido a través de la propaganda francesa y de la publicística liberal, cobró cuerpo en 1795 por medio de una acción concreta, la conspiración de Picornell, que toma el nombre de su principal fautor, el ilustrado mallorquín Juan Bautista Picornell, que había pertenecido al círculo salmantino (donde se habían dado cita hombres como Marchena, Arroyal o Salas) y había publicado en el Correo de los Ciegos de Madrid su obra El maestro de primeras letras. Los conjurados trataban de dar un golpe de estado apoyado por las clases populares madrileñas, que tendría como objetivo la instauración de una monarquía constitucional, según rezaba el manifiesto que había de ser entregado a la opinión pública. El fracaso de la conspiración, llamada de San Blas por la fecha de la detención de los conjurados (que fueron deportados a Venezuela), no por ello atenuó el temor gubernamental al contagio revolucionario, pero los años siguientes no fueron testigos de ningún otro intento de alterar el régimen político del país. Los intelectuales liberales siguieron su labor teórica, pero hubieron de esperar la ocasión oportuna brindada por la guerra de la Independencia para tratar de llevar a la práctica un programa que, hijo de las Luces, terminaba contradiciendo los principios que habían sustentado la Ilustración española.
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Una de las características de la cultura Samarra es su extensión hacia la zona más meridional de Mesopotamia, situándose en la zona del Tigris medio, principalmente en la región de Mandali, llegando hasta la zona de montaña baja del Zagros. Cronológicamente se sitúa en la segunda mitad del VI milenio y está representada por una serie de poblados que indican una estructura compleja a nivel socioeconómico. Los más significativos y con mayor información son Tell-es-Sawwan y Choga Mami, conociéndose, no obstante, otras instalaciones como Matarrah, Shimshara y los niveles superiores de Yarim Tepe, entre otros. Las producciones cerámicas significativas de esta cultura están caracterizadas por formas simples de jarras con cuerpo redondeado, cuencos, fuentes y grandes platos decorados con motivos pintados en tonos marrones-rojizos sobre superficie beige. Los motivos son variados, de temática animalística (aves, peces, escorpiones...), o de tipo antropomorfo, representados de forma estilizada y con una disposición equilibrada. La estructura urbanística de los poblados muestra su creciente complejidad, destacando en primer lugar su gran extensión (Choga Mami, cerca de las seis hectáreas; Tell Sawwan y Bagouz, de dos a tres hectáreas). Las excavaciones iraquíes, desarrolladas en extensión en Tell-es-Sawwan, han puesto en evidencia la existencia de diez construcciones contemporáneas dispuestas en torno a un patio central, con espacios de circulación entre las mismas. Más importante aún es la constatación de construcciones colectivas que delimitan el poblado. En el nivel IIIA las diferentes unidades de habitación son rodeadas por un foso dominado por una muralla construida en adobe. En ella se abren varias puertas de acceso que desembocan en el espacio central o plaza. Las construcciones domésticas se caracterizan, principalmente, por su planta rectangular multicelular, de tipo complejo y grandes dimensiones (15 x 12 metros). Las habitaciones se disponen con disimetría, con un sistema de pasajes centrales alineados a partir del eje central de la vivienda. Destacan, además, a nivel tecnológico, dos novedades: el uso sistemático de adobe fabricado en molde y la construcción de contrafuertes exteriores en los ángulos de la construcción, estos últimos como consecuencia de las necesidades creadas por la existencia de un piso o nivel superior, al cual se accedería por escaleras exteriores. Económicamente, la novedad más significativa es la constatación, por primera vez de forma evidente, de la práctica de irrigación. Esto se comprueba principalmente en el asentamiento de Choga Mami, donde las excavaciones han puesto al descubierto una serie de canales en las vertientes de las montañas que rodean la llanura donde se ubica el poblado, tallados, en una extensión considerable, de forma paralela a la pendiente natural a fin de recoger las aguas. Estas evidencias constituyen las primeras pruebas del transporte de agua en varios kilómetros. En Sawwan la irrigación se debió realizar a partir del Tigris, situado en las proximidades del poblado. Por otra parte, la práctica de la irrigación se constata igualmente en las variedades cultivadas (cebada de seis hileras, lino), especies que necesitan una gran cantidad de agua. Esta agricultura floreciente se combina con una ganadería no menos significativa, donde los ovicápridos y el buey constituyen las principales especies domésticas, a las que habría que añadir el cerdo y el perro. En Sawwan destacan, asimismo, la explotación de los recursos naturales, bien provenientes del propio Tigris, con una abundante pesca y recolección de moluscos, o bien de la llanura aluvial con la caza de gacelas, onagros, gamos y jabalíes principalmente. Las prácticas funerarias continúan con la tradición de inhumaciones con tratamiento diferenciado para adultos, con una posición fetal a veces envueltos en esteras impermeabilizadas con asfalto, o niños depositados en el interior de jarras, en los dos casos colocados bajo el suelo del hábitat. Los ajuares son poco significativos, a excepción de la presencia, exclusivamente en las sepulturas de niños, de figurillas en terracota o piedra (mármol o alabastro), correspondientes esencialmente a representaciones femeninas. Éstas, muy características de esta cultura, son representadas de pie, y en algunos casos con collares de perlas aplicados o con incrustaciones de concha o asfalto para la representación de los ojos, diferenciándose ligeramente de las halladas en el hábitat, en las que las representaciones son más heterogéneas (figuras femeninas sentadas, masculinas, animalísticas), destacando, no obstante, la clásica representación de los ojos en grano de café. Finalmente, hay que señalar, como ya fue el caso en las culturas precedentes, la expansión por medio del intercambio de la cerámica de Samarra hacia otras zonas culturales. Esta fuerte expansión de las producciones cerámicas vinculadas a la nueva movilidad de productos, ideas y probablemente grupos humanos del Próximo Oriente, provoca que en el caso concreto del grupo Samarra su difusión llegara hasta la zona montañosa del Zagros por la parte del este y al Éufrates por el oeste.
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Los pueblos tartésicos habitaron en el suroeste de la Península y la Baja Andalucía, llegando a tierras de Badajoz, Toledo y Jaén. Mantuvieron relaciones comerciales con los fenicios asentados en las costas del sur, gracias a las cuales integraron a la Península en los circuitos comerciales del Mediterráneo durante el llamado "periodo orientalizante", entre los siglos VIII y VI a.C. Según el historiador griego Estrabón, el rey Argantonios mantuvo también relaciones con los griegos de Fócea, recién llegados a la Península. La cultura tartésica no podría explicarse sin tener en cuenta los contactos fenicios, gracias a los cuales estas poblaciones conocieron nuevas técnicas en alfarería, metalistería, orfebrería y arquitectura; recibieron y cultivaron nuevos productos, asimilaron nuevas ideas, creencias y ritos, y practicaron la escritura. Todos estos cambios, controlados por un grupo minoritario, reforzaron el poder del monarca, que detentaba además las relaciones con la divinidad. Los pueblos tartésicos desarrollaron la orfebrería con técnicas nuevas, como la soldadura, el granulado y la filigrana, aprendidas de los fenicios. Con ellas fabricaron nuevos tipos de joyas más complejas. Diademas, grandes arracadas, anchos cinturones y diversos tipos de anillos y colgantes son parte de la variedad de joyas tartésicas representadas en el llamado "Tesoro de Aliseda". La práctica, casi común, de la cremación de los difuntos, y los enterramientos con lujosos ajuares en grandes necrópolis, son una novedad en este "periodo orientalizante". El estatus social del difunto se plasma en el tipo de tumba y en su ajuar. Uno de las necrópolis mejor conocidas, hoy día, es la de Medellín, Badajoz. Un ritual religioso generalizado y de origen oriental era la libación o acción de verter líquidos. Para ello se requerían jarros de bronce y los denominados "braseros" o grandes páteras metálicas que se suelen encontrar en las tumbas de grandes personajes tartésicos y en algún palacio-santuario. Una de las jarras tartésicas más espectaculares es la encontrada en Valdegamas, Badajoz.
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Con una posición cronológica en la primera mitad del VI milenio, los yacimientos de Umm Dabaghiyah, Tell Sotto y los niveles inferiores de Tell Yarim Tepe y Tell Hassuna, han permitido definir un grupo cultural que se extiende desde la zona más occidental del norte de Mesopotamia hasta situarse en las zonas esteparias o áreas semidesérticas. Su origen, relacionado tradicionalmente con una expansión de las poblaciones del norte, actualmente se sitúa en relación con el oeste, particularmente con los poblados de PPNB final de las zonas semidesérticas de Siria y que, a su vez, se relacionaría con el fenómeno general de colonización de nuevas áreas que se produce en estos momentos. Son poblados de nueva creación, donde la arquitectura, que continúa la tradición anterior del PPNB, presenta construcciones rectangulares, de tipo pluricelular, con muros y suelos revestidos de yeso o cal, a menudo con decoraciones pintadas. Destacan, asimismo, grandes construcciones rectangulares (Roman Barracks) donde el espacio interno se halla dividido en pequeñas células (1,45 x 1,75 m) y con un corredor central, halladas en Umm Dabaghiyah y Kul Tepe, y que por su morfología particular, junto con las evidencias halladas en su interior, han permitido suponerles una función de zona de almacenaje dentro de unas formas económicas especializadas. Las producciones cerámicas de este grupo se caracterizan por la abundante inclusión de materias vegetales, destacando una serie fina tratada normalmente con un acabado en engobe rojo. Las formas más usuales son las clásicas jarras cerenadas con decoración en relieve o pintada y los platos con superficie tosca (hasting-trays). El utillaje lítico en sílex es poco característico, siendo los elementos de hoz los útiles más representados. Finalmente, se halla una pequeña proporción de útiles en obsidiana, fruto del intercambio con las regiones de Anatolia. La producción de subsistencia se caracteriza por una ganadería (bóvidos, ovicápridos y cerdo) y una agricultura cerealística (Triticum spelta, Triticum aestivum) plenamente establecida, con la caza del buey salvaje, la gacela y la liebre como complemento. Destaca en el aspecto socioeconómico el yacimiento de Umm Dabaghiyah, donde los hallazgos de una fuerte proporción de onagros, que llegan a constituir más del 70 por 100 de la fauna, junto con las representaciones pintadas de estos mismos équidos y la arquitectura particular (Roman Barracks), hacen que la hipótesis formulada por su excavadora, D. Kirkbride, de que se trate de un centro comercial dedicado a la distribución y al intercambio de pieles de onagro siga siendo válida. La cultura de Umm Dabaghiyah se continuará en la cultura de Hassuna.
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La metamorfosis estética y formal que experimenta la producción huguetiana, con su explícita renuncia a las nuevas visiones espaciales de la pintura europea del siglo XV y la evidente predilección hacia algunos principios enraizados en la tradición más auténticamente medieval, nos sitúa ante una de las claves de la trayectoria artística del maestro catalán. Para interpretarla será necesario recurrir no sólo al análisis de una determinada clientela que supo imponer unos valores estéticos muy concretos, sino también a la misma actitud que el propio Huguet tenía hacia sus obras. A diferencia de muchas otras zonas de la Europa tardogótica, la Cataluña de la segunda mitad del siglo XV no conoció la cristalización de una doble cultura visual. La continuidad y evolución de las propuestas elaboradas por Dalmau y Huguet durante la quinta década del siglo XV dependían en gran medida, de la consolidación de una clientela con unas preferencias estéticas e iconográficas en consonancia con las nuevas pautas de los modelos flamenco e italiano. Contrariamente, además de los efectos negativos derivados de la grave crisis social y económica que afectaba a todo el Principado, hemos de constatar la ausencia de personalidades cultas, o sencillamente atraídas por una plástica renovadora, dedicadas a estimular un desarrollo de las formas artísticas. Así la falta de una activa promoción por parte de la aristocracia y, sobre todo, la escasa penetración del movimiento humanista -formado además, en su gran mayoría, por diletantes sin intereses artísticos- y el carácter secundario de los encargos de las oligarquías urbanas convirtieron a las muestras innovadoras de los dos pintores en una prometedora experiencia sin continuidad -a excepción de casos aislados y tardíos, como pudo ser la Piedad de Bermejo (1492)-. Frente a la inexistencia de una cultura visual moderna, compartida e impulsada por algunos miembros de los sectores más destacados de la sociedad catalana, se consolidó de manera hegemónica la estética de la clientela más activa del momento, constituida por los colectivos burgueses de gremios, cofradías y parroquias. Aunque el peso de la burguesía en el ámbito de la promoción artística fue muy destacado durante todo el Gótico catalán, es quizás ahora, a partir de mediados del siglo XV, cuando su incidencia y dominio de los encargos resulta más destacable desde una óptica global. En ese momento Huguet se convirtió en el pintor predilecto de las clases burguesas de Barcelona, y ello fue debido tanto a la posibilidad de responder con eficiencia a sus demandas como a la adecuación a los principios de su cultura visual, renunciando de forma voluntaria a aquellos elementos que sólo podrían desarrollarse en otra más avanzada. Si entendemos que el principal objetivo del pintor catalán era obtener una clientela sólida y estable a través del control de los mejores encargos que se realizaban en la ciudad y su entorno, podremos comprender por qué decide plegarse ante las exigencias estéticas de los principales promotores artísticos del momento. De esta manera, los retablos ejecutados para las cofradías de los gremios de los curtidores, esparteros y vidrieros, freneros, tratantes de animales, revendedores o los destinados a las parroquias de Sarriá y Terrassa, entre otros, no sólo nos permiten observar cuáles eran las preferencias plásticas de la burguesía de la segunda mitad del siglo XV, sino también, como diría M. Baxandall, el mismo "ojo del tiempo" o las categorías mentales y culturales que servían para definir la experiencia de los sentidos en aquella época. Ya hemos señalado que, lejos de pretender cualquier avance en las conquistas espaciales o en la búsqueda de un mayor naturalismo escenográfico de las arquitecturas y ambientaciones, las composiciones de Huguet en los retablos gremiales optan por una reafirmación de valores decorativos y simbólicos junto a una predilección obsesiva por la figura humana. Los primeros quedan reflejados en el diseño de elegantes y vistosas vestimentas -a base de preciosas telas italianas adaptadas a la moda borgoñona- para muchos de los protagonistas de los ciclos narrativos. Así, personajes evangélicos y veterotestamentaríos, santos e infieles, aparecen cubiertos con ropas decoradas mediante múltiples brocados y composiciones caligráficas que responden a la voluntad de los clientes, expresada en los contratos, de obtener de la mano del pintor imágenes ricamente vestidas. Este aspecto, junto a la continua reiteración del uso de colores "fins e suntuosos", son los únicos elementos puramente estéticos que podemos extraer de los documentos referentes a Huguet y a otros pintores coetáneos. Quizás por ello mismo, por el hecho de que su repetición y preeminencia entre las disposiciones contractuales señalan su enorme importancia para los clientes que encargan las obras, podríamos deducir que ambos son un claro indicio de que Huguet hubo de responder a las exigencias de una cultura visual más atenta a principios puramente sensoriales y rítmicos que no a las elaboradas fórmulas de los modelos flamenco o italiano. Esta especial sensibilidad de la burguesía catalana hacia las formas artísticas encontraba su punto culminante en el aprecio por los fondos dorados. La insistente aplicación del material áureo, que anulaba la posibilidad de una ambientación verosímil, era una circunstancia habitual en muchos retablos góticos, pero es sin duda a mediados del siglo XV, con su explícita predilección por encima de las recreaciones naturalistas, cuando este tipo de decoración se demuestra más retrógrada e involucionista. Incluso el mismo amaneramiento experimentado, especialmente en la obra de Huguet y sus seguidores, con la introducción de relieves de estuco que representan diferentes tipos de motivos vegetales, indica un salto cualitativo en la realización de los fondos dorados, convertidos ya en la expresión plástica más propia del particular gusto de las corporaciones burguesas.
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La civilización helenística es la heredera de la civilización griega clásica, planteada como programa de vocación universalista desde la perspectiva de los propios griegos. El resultado es, desde luego, una cultura nueva, pero no debida a la fusión de la griega con las otras culturas, de origen oriental, sino a la implantación de la cultura griega convertida en elemento aglutinador de los elementos propios de los pueblos de Oriente, transformados en exotismos útiles para la formación de una nueva imagen de lo helénico. De este modo, los distintos aspectos de la vida cultural evolucionaron de acuerdo con su mayor o menor vinculación a las clases dependientes.
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La victoria de los nacionales en 1939 trajo consigo un nuevo orden en la cultura y la educación española, que pondría todo su énfasis en el nacionalismo y la religión, dentro de un marco de autoritarismo cultural y tradicionalismo. El Instituto de Estudios Políticos, creado en 1939, y su Revista de Estudios Políticos, publicada por primera vez en 1941, era quien sentaba las líneas del pensamiento político. Del mismo modo que el nuevo Régimen pretendía regular la economía, también formó una nueva entidad con el fin de promocionar el estudio, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1939), que también mantendría su propia Editora Nacional. El sistema educativo se limpió de todos los instructores de izquierdas y liberales, y se renovó siguiendo las mismas directrices del autoritarismo nacional y el tradicionalismo religioso contenidos en la Ley de Ordenación Universitaria del 29 de julio de 1943 y la Ley de Educación Primaria del 17 de julio de 1945. Pero el nuevo Régimen invirtió relativamente poco en educación y en la década de los 40 hubo pocas oportunidades. El número de estudiantes matriculados en institutos de enseñanza secundaria creció, a pesar de todo, de 185.644 en 1944-45 a 214.847 en 1949-50, sobre todo en centros privados, en su mayor parte católicos. La red periodística más importante en la España de la posguerra era la Prensa del Movimiento, liderada por el diario de la FET, Arriba, en Madrid. Todo ello apoyado por estaciones de radio y otros medios de la FET. Pero se mantuvieron los portavoces más conservadores de la prensa privada y los periódicos españoles más importantes eran publicaciones no falangistas como el ABC, el Ya y La Vanguardia. En los años de la posguerra, los nuevos escritores falangistas tuvieron grandes oportunidades y recibieron mucha atención. Revistas literarias y culturales falangistas como Vértice, 1937-46, y Escorial, que se empezó a publicar en 1940, jugaron papeles de gran importancia durante una época, y en ellas colaboraron figuras literarias falangistas como Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Rafael Sánchez Mazas, Eugenio Montes, Agustín de Foxá y Luis Rosales, entre otros. El cine español de la época de la Segunda Guerra Mundial tenía características similares. Sus películas más representativas tenían un contenido altamente nacionalista, como Sin novedad en el Alcázar y Raza, cuyo guión escribió en gran parte Franco, con seudónimo. Entre 1939 y 1944 los cines españoles también exhibieron un número considerable de producciones alemanas, aunque nunca dejaron de poner películas americanas. En filosofía florecieron las revistas neotomistas y católicas, aunque pronto reaparecieron otras corrientes. El final de la Segunda Guerra Mundial y de la era fascista fue importante porque supuso un declive de la cultura falangista y el resurgir de corrientes más liberales y con una visión más amplia de la religión. Ortega y Gasset regresó a España en 1945, pero en los años que van hasta 1956, en que murió, no pudo ejercer la misma influencia que había tenido antes de la Guerra Civil. Eugenio D'Ors continuó desarrollando sus conceptos de la razón armónica, perdió su entusiasmo por la Falange y publicó nuevos trabajos como El secreto de la filosofía en 1947. En años posteriores la figura más destacada en el campo de la metafísica sería Javier Zubiri, pero sin duda el filósofo más leído era el joven erudito Julián Marías, el discípulo aventajado de Ortega. Pronto lograría evitar la persecución falangista para publicar la muy difundida Historia de la filosofía en 1941, así como otros trabajos como Introducción a la filosofía en 1947, La filosofía española actual en 1948 y Ortega en 1960. A medida que se moderaba la represión y se relajaba el nacionalismo exacerbado después de 1945, empezó a surgir un nuevo debate en los círculos intelectuales acerca de la Historia de España y sus instituciones. Vicente Palacio Atard planteó la cuestión de la viabilidad de la España imperial y la naturaleza de su fracaso en su Derrota, agotamiento, decadencia en la España del siglo XVII, 1948, seguido por Historia de una polémica y semblanza de una generación de José María Jover de 1949. También participó en el debate Vicente Rodríguez Casado, quien adelantó la idea de que en la España de Carlos III se había desarrollado una política burguesa muy efectiva para promocionar la modernización. Federico Suárez Verdaguer, por su parte, reinterpretó el tradicionalismo y carlismo de principios del XIX, en los que él veía elementos de una reforma moderada muy diferentes de los del absolutismo francés, pero también distintos de la Revolución francesa. Las teorías más importantes, sin embargo, llegaron de dos historiadores renombrados que estaban en el exilio, Américo Castro y el medievalista Claudio Sánchez Albornoz. Castro en su España en su historia, 1948, y La realidad histórica de España, 1962, puso en duda los conceptos dominantes de la España católica al presentar una interpretación de la historia medieval española como una época de convivencia e intercambios culturales entre cristianismo, islamismo y judaísmo. Sánchez Albornoz, que antes de 1936 había sido uno de los líderes de Izquierda Republicana, conocida por su anticlericalismo radical, se opuso vehementemente a esta visión en su estudio España, un enigma histórico, 1954. A la cabeza de la renovación de la historiografía española durante los años 50 estaría el gran intelectual catalán, Jaime Vicens Vives. Originalmente dedicado a la historia de Cataluña y Aragón en el siglo XV, el mayor logro de Vicens fue abrir la historiografía española a las nuevas corrientes sociales, económicas y culturales de investigación de la escuela francesa de los Annales. Sus trabajos más destacados publicados en los años 50 son Historia económica de España e Industrials i politics del segle XIX, y su trabajo culminante la obra en cinco volúmenes Historia económica y social de España y América, 1959, que publicó antes de morir de cáncer en 1960. Al poco tiempo de terminar la guerra civil, se empezó a desarrollar lentamente una cultura literaria más independiente. Los historiadores de la literatura normalmente fijan la fecha de inicio de esta corriente en 1942, con la publicación de la novela de Camilo José Cela La familia de Pascual Duarte. Aunque Cela había sido falangista como el que más, no escribía como parte integrante del grupo de literatos falangistas y lo hacía con un estilo duro, violento y realista, que se conocería como tremendismo. Su fama fue en aumento con sus siguientes obras como Viaje a la Alcarria de 1948 y su novela sobre el Madrid de la época La Colmena de 1951. La primera mujer novelista fue la joven Carmen Laforet, que ganó el primer premio Nadal en 1945 por su gráfica pero muy contenida novela Nada. Al final de la década aparecieron otros escritores destacados como Miguel Delibes y Ana María Matute. Antonio Buero Vallejo hizo su debut como el primer dramaturgo de la posguerra con su Historia de una escalera en 1949. Entre las figuras literarias de antes de la Guerra Civil que se habían quedado en España estaban José María Pemán, Manuel Machado y Jacinto Benavente, mientras que Azorín y Pío Baroja no tardarían mucho en regresar. Casi todas sus obras de renombre, sin embargo, permanecieron en el pasado. De los dramaturgos de más edad, sin duda el más conocido era Enrique Jardiel Poncela, cuyas comedias gozarían de enorme éxito en los escenarios durante muchos años. A medida que la represión se fue moderando más y se empezó a establecer un contacto más cercano con Europa y Latinoamérica, se amplió y se diversificó la vida cultural. Buero Vallejo se convirtió en la figura dominante en el teatro serio y tuvo numerosos éxitos como Un soñador para un pueblo de 1958 y Las Meninas en 1960. El nuevo escritor de teatro más importante de la década fue Alfonso Sastre, quien tomó una postura no comprometida sobre temas sociales en dos trabajos que se estrenaron en 1957, El cuervo y El pan de todos. En esta década también regresó a España el cine independiente, con las nuevas producciones de Garcia Berlanga y de Bardem. Las películas de más éxito fueron la que hicieron conjuntamente, Bienvenido Mr. Marshall de 1953, y Calle Mayor de Bardem, estrenada en 1956. Uno de los avances más importantes de la década de los 50 fue el mayor alcance de la educación. Aumentó de forma muy significativa el número de estudiantes en la secundaria y en la Universidad, y se estaban empezando a sentar las bases para una cultura más abierta y diversificada. En 1956 lo que se podía llamar cultura falangista había entrado en su fase terminal en las universidades, -que en el futuro estarían más orientadas hacía la investigación independiente y apolítica por una parte, y por otra hacia una política cada vez más izquierdista entre los estudiantes (dos tendencias algo contradictorias). Un aspecto importante de la cultura española de los años 40 y 50 que no debe olvidarse era la cultura de la emigración y del exilio, que produjo escritores e intelectuales sobre todo en las Américas. Había desde novelistas ya mayores como Max Aub y Ramón J. Sender, pasando por historiadores de cierta edad como Sánchez Albornoz y Castro, hasta filósofos como Eduardo Nicol y José Ferrater Mora. Esta bifurcación geográfica y cultural fue una característica constante de los primeros años del franquismo.
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Al finalizar el siglo XIII se producen un conjunto de transformaciones que dan una fuerte personalidad y carácter a la siguiente centuria. EL tranquilo equilibrio logrado en la época que llamamos de plenitud medieval, a veces engañoso, se ve fuertemente conmovido en el siglo XIV; así sucede desde la demografía, con un evidente cambio de la trayectoria, que pasa a ser decreciente, hasta la expresión artística, y de la situación política a la espiritualidad. El Cristianismo informa todos los aspectos de la vida y nadie pone en duda las verdades reveladas ni la misión de la Iglesia de velar por su conservación y transmisión; sin embargo, alientan algunos movimientos de rebeldía. Lo son más contra la jerarquía establecida que contra las verdades de fe, aunque alguno de ellos acabe distanciándose en materia teológica. Es una época de fuertes contrastes. Desaparece la idea de "Universitas christiana" y de ello deriva, entre otras cosas, la imposibilidad de organización de una Cruzada, aun en momentos en que las circunstancias lo exigían; sin embargo, el Pontificado, apartado de las querellas políticas romanas, incrementa su efectiva autoridad sobre las Iglesias. Ese mismo incremento será, no obstante, la causa misma de las críticas al Pontificado y de que se reclame la necesidad de volver a la primitiva simplicidad evangélica, muchas veces simple argucia de quienes desean unas Iglesias más dóciles al creciente poder de las Monarquías. Las convulsiones sociales, la presencia de la guerra como un hecho permanente y las duras oleadas de peste que recorren Europa, causas y consecuencias de sí mismas, inducen a la toma de posturas y sentimientos contrapuestos y extremos: el más absoluto idealismo y el realismo más desgarrado; movimientos de rígido ascetismo junto a una escandalosa inmoralidad. En el terreno del pensamiento, el enfrentamiento entre el racionalismo de santo Tomás, confiado en la perfecta compatibilidad de fe y razón, que había incorporado Aristóteles al bagaje de la filosofía cristiana, se oponía un inmanentismo que negaba la razón como forma de acceder al conocimiento de las verdades de la fe, para las que reclamaba simplemente la adhesión. La ruptura de la unidad de la Iglesia, producida a partir de 1378, agravaría muchas de las dificultades, provocando, a su vez, divisiones en el mundo del pensamiento y en la vida universitaria, alentando con ello movimientos antijerárquicos y las exigencias, sinceras o interesadas, de una profunda reforma. La pérdida de unidad en la dirección de la Iglesia y las tensiones para resolverla, permiten una amplia intervención de las Monarquías en la vida de la Iglesia y dificultan el ya de por sí difícil camino del ecumenismo. Aunque la cultura sigue estando en manos de los clérigos, se aprecia una cierta secularización; el laicismo humanista, cuyos primeros esbozos se atisban ahora, no sustituye los valores esenciales, pero aporta algunas modificaciones, progresivamente visibles a lo largo del siglo XV.
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El estallido de la guerra había sido en cierto modo visto como un presagio por la propia creatividad cultural. Si tomamos tan sólo el campo de la pintura, no ya sólo en el caso Guernica de Picasso sino también en la obra de Kokoschka, Magritte, Grosz, Max Ernst o Dalí había sobradas premoniciones de una tragedia inminente. La guerra supuso un momento cardinal en la Historia de la cultura universal, como punto final de una época y de partida para otra. No engendró quizá una literatura pacifista de la envergadura de la que se hizo después de 1914-1918, pero no cabe la menor duda de que después de 1945 el panorama cultural cambió de forma decisiva. Se puede decir, además, que la experiencia humana y creativa durante este período bélico tuvo facetas muy distintas de aquellas que habían caracterizado al anterior. La principal de ellas fue la del colaboracionismo que, durante la anterior guerra, había sido una realidad poco menos que inexistente, mientras que ahora las victorias alemanas y la propia condición de la guerra como conflicto interno en el interior de los países beligerantes lo propició, en especial después de la derrota de Francia en 1940. París, en efecto, seguía siendo la capital intelectual del mundo. Con las perspectiva del tiempo transcurrido, llama la atención hasta qué punto vivió con relativa normalidad la ocupación por parte de los momentáneos vencedores. Éstos supieron poner en práctica una especie de control limitado o liberalismo vigilado que establecía unas normas no sólo mucho más tolerantes que las de la propia Alemania sino también que la misma zona de Vichy, en teoría autónoma. En el origen de todo ello hubo una manifiesta voluntad política destinada a librarse de complicaciones. Incluso puede añadirse que los ocupantes actuaron con cierto cinismo pues, lejos de mantener la tesis del "arte degenerado" que condenaba al repudio a la vanguardia, Goering se dedicó al saqueo de las colecciones públicas y privadas francesas de impresionistas y posimpresionistas. Por inesperado que pudiera resultar, no cabe la menor duda de que se puede hablar de la existencia de un amplio colaboracionismo en el terreno intelectual que tuvo, además, representantes eximios. En realidad, de los miembros de la Academia francesa tan sólo el católico François Mauriac colaboró con la Resistencia. Una actitud muy característica fue, por ejemplo, la de un Paul Claudel que después del desastre alabó a Pétain, a quien presentó como "un anciano que se ocupa de todo y habla como un padre". No fue el único dispuesto a adoptar este género de actitud. El embajador alemán en París montó una red de instituciones y actividades culturales en las que participaron personajes de primera importancia. Además, era relativamente tolerante frente a la Francia de Vichy, donde, por ejemplo, incluso el Tartufo de Molière fue prohibido. Una revista editada en París durante la ocupación alemana, Comoedia, contó con colaboraciones de alguna futura gran figura de la literatura francesa, como Sartre. Cuando en 1942 los alemanes decidieron invitar a un grupo de artistas a visitar Alemania consiguieron que fueran allí algunos muy conocidos como Despiau y Dunoyer de Segonzac e incluso otros que habían tenido un papel muy importante en la vanguardia de otros tiempos como Dérain, Van Dongen y Vlaminck. Cuando Goering visitó París, a fines de 1941, Paul Morand, Sacha Guitry y Henri de Montherlant acudieron a las recepciones oficiales y, en el verano siguiente, la visita de Arno Breker, el escultor favorito de Hitler, congregó a gran parte del mundo intelectual parisino. Sin embargo, los más entusiastas entre los colaboracionistas fueron escritores o pintores jóvenes, algunos poco conocidos y otros cuyo mérito sólo se ha podido apreciar con el transcurso del tiempo. El colaboracionismo propició, por ejemplo, exposiciones como la titulada Jóvenes artistas de tradición francesa. Entre los jóvenes escritores pronazis en Francia los más relevantes fueron Céline, Brasillach y Drieu la Rochelle. El penúltimo fue ejecutado y el último se suicidó tras la victoria aliada. Otros artistas y literatos fueron objeto, en 1945, de determinadas sanciones, en general suaves, como la prohibición de exponer o de publicar. El director cinematográfico Clouzot, por ejemplo, no pudo filmar durante un par de años. Hubo también un área muy amplia de personas indiferentes, poco comprometidas con la Resistencia o que se adaptaron a la situación. En literatura, por ejemplo, el decadentismo del italiano Moravia puede identificarse con la primera postura citada. Cocteau escribió, en la intimidad de su diario, que Francia tenía la obligación de "mostrarse insolente" respecto de los ocupantes, pero también se declaró "compatriota" -en lo estético- de Arno Breker. En otros casos la actitud debe ser matizada. La permanencia del propio Picasso en París fue producto de la inercia, aunque no debió sentir ninguna atracción por los autores del bombardeo de Guernica. Le preocuparon mucho más, durante la ocupación alemana, motivos de carácter personal, como la muerte de su amigo el escultor Julio González. Sólo cuando se produjo el desembarco aliado, en junio de 1944, empezó a aparecer en su pintura una cierta visión esperanzada y crítica al mismo tiempo, que revela en este momento su alineamiento con la Resistencia. El propio Sartre pudo estrenar en el París ocupado -Huis Clos, Las moscas...- y sólo se convirtió en beligerante contra el nazismo a partir de 1944, posición que caracterizó a muchos otros intelectuales como el propio Malraux, tan comprometido durante la Guerra Civil española. Esta afirmación vale sobre todo para aquellos intelectuales o escritores menos vinculados con la política. Los que tenían un mayor y más directo interés en ella, aun habiendo pasado por algún momento de aproximación al régimen de Pétain, pronto se decepcionaron. La crítica al funcionamiento de la democracia francesa, el ansia de reforma social y el comunitarismo hicieron que se pensara en que el pétainismo podía tener el efecto de una regeneración moral. Nació así la escuela de cuadros políticos de Uriage, en la que participó Mounier y de la que luego saldrían algunas de las más señeras figuras de la intelectualidad y la política francesas de la posguerra. La mayor parte de las grandes casas editoriales se adaptó a las circunstancias sin excesivos problemas, algunas de ellas debido a su original significación derechista. Pero hubo también posiciones de escritores y de artistas que testimoniaron una temprana disidencia. Albert Camus, por ejemplo, publicó en 1942 L'étranger que quizá pudiera ser descrito como el testimonio del vacío provocado por la desaparición de los valores de la Francia republicana y vio cómo su ensayo El mito de Sísifo era censurado por tener un capítulo dedicado a Kafka. Fueron determinadas estéticas como el surrealismo y la condición judía las destinatarias de una persecución más directa inmediata y decidida por parte de los nazis. De cualquier modo, en 1945 las pautas de la creatividad cultural experimentaron una muy significativa modificación. Durante el período bélico el impacto de la guerra se había podido percibir en la obra de algunos de los creadores más brillantes. El patriotismo democrático de Orwell representa muy bien el espíritu de la resistencia británica y los dibujos de Henry Moore nos ponen en contacto con patéticos seres humanos protegidos del bombardeo alemán en el metro londinense. El norteamericano Norman Mailer acabaría reeditando, tras el conflicto, en Los desnudos y los muertos el aliento de la literatura pacifista. Pero si, volviendo a la pintura, Dalí eligió como tema de algunos de sus cuadros el impacto de la mortandad bélica, en cambio, Miró pareció dar por liquidado su compromiso y su obra eligió una senda mística, como la de quien se aísla para dar una solución a problemas tan sólo formales y alejarse de la trágica realidad del presente. Pero la paz demostró que, como escribió el italiano Cesare Pavese, la guerra intensifica la experiencia de la vida, de modo tal que es imposible volver al punto de partida. La obra pictórica de los pintores Dubuffet y Fautrier, matérica e inspirada en los "graffiti" urbanos, nos pone en contacto con el dramatismo de la lucha en la resistencia o de los campos de concentración. Incluso resulta perceptible un muy claro impacto de la guerra en los intelectuales alemanes. Ernest Jünger había exaltado la civilización militarista y aristocrática, pero ahora en sus diarios resultó bien patente un deslizamiento hacia los juicios morales y estéticos incompatibles con el nazismo. Idéntica preocupación ética aparece en Karl Jaspers o en Bonhoeffer. En la narrativa de Heinrich Böll encontramos la exacta contrafigura del supuesto heroísmo nazi. Idéntico moralismo, como eje de la creación literaria, resulta muy perceptible en Albert Camus, defensor apasionado de unos valores humanos sin los cuales la vida no merece siquiera ser vivida. Apasionado de los valores solidarios nacidos en la Resistencia, Camus -como Mauriac- acabó por considerar detestable la depuración de la posguerra. Pero hubo otros que la defendieron a ultranza tras haber sido menos beligerantes en favor de la Resistencia en los peores momentos. Lo característico del existencialismo de Sartre, en términos políticos, fue su dependencia de los comunistas, fenómeno intelectual que no sólo se dio en Francia sino también en Italia (en este caso con la colaboración de antiguos fascistas, como Vittorini). Tal tendencia hubo de prolongarse hasta fines de los sesenta. Una situación tal no se entiende sino como consecuencia del deseo de dotar al sistema político democrático de nuevos contenidos de fondo. En el mundo anglosajón, el rumbo seguido fue distinto: si hubo un liberalismo de izquierdas, personificado por Bertrand Russell, también en los años de la posguerra se pudo percibir una fuerte crítica al estatismo totalitario, principalmente gracias a la recepción del pensamiento liberal de la Escuela de Viena (Popper, Hayek...). En este epígrafe, se debe hacer mención también del papel que le correspondió a la Iglesia católica a lo largo del conflicto bélico. A este respecto, hay que desglosar la actuación del Vaticano en el seno de las relaciones internacionales del momento y la relevancia que para el pensamiento católico tuvo la experiencia de la guerra. Pío XI había sido considerado como un Papa proclive al fascismo hasta que sus conflictos con Mussolini degeneraron en un duro enfrentamiento. Su sucesor, el cardenal Pacelli, había experimentado por sí mismo, como nuncio en Alemania, los graves peligros que el nazismo planteaba al mundo católico. Su elección en el cónclave de 1939 fue considerada como un triunfo de una tendencia más bien inclinada hacia las potencias democráticas y se consideró que esta interpretación resultaba ratificada por el hecho de que el nuevo responsable de la diplomacia vaticana, el cardenal Maglione, había sido nuncio en París. Refinado y sutil pero indeciso y nada proclive a expresar posturas taxativas, el carácter de Pío XII contribuye a explicar que, en ocasiones, su postura ante la guerra haya sido sometida a controvertidas interpretaciones. En los meses que precedieron al inicio del conflicto, el Papa hizo repetidas propuestas para evitarlo. Cuando faltaban tan sólo escasas semanas para que estallara, se apresuró a afirmar que "todo puede perderse con la guerra". Luego asumió la defensa de los intereses del catolicismo polaco, sometido a una gravísima prueba a lo largo de la guerra. Hasta mayo de 1940, la posición de L´Osservatore Romano resultó bastante independiente respecto al Eje. El Papa condenó la invasión de países neutrales e hizo todo lo posible por evitar la entrada en la guerra de Italia. En abril de 1940 llegó a escribir a Mussolini señalando los peligros que podía suponer la entrada en el conflicto. El Duce le respondió que la doctrina tradicional católica consideraba positiva la paz tanto como la justicia en las relaciones internacionales. Los principales reproches a la posición del Papa derivan de su actitud a partir del momento en que el Eje logró sus principales victorias en Europa y se refieren a la supuesta negativa del Vaticano a asumir la defensa de los judíos frente a la persecución y exterminio practicados por los nazis. Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que en ese momento todavía se ignoraba la realidad del Holocausto, incluso por parte de los propios aliados. Una intervención pública de Pío XII, realizada en diciembre de 1942, condenó de forma genérica a los que perseguían, incluso hasta la desaparición física, a sectores de la población por tan sólo su procedencia étnica o por su origen; pero realmente pudo parecer algo tibio, por estar basada en rumores más que en noticias firmes. El Vaticano juzgó en estos momentos que le estaba vedada cualquier gestión diplomática y que, además, si era entendida como una protesta aumentaría el rigor de la persecución contra los católicos. Los mensajes del Papado, aunque dotados de calidad, pecaron de imprecisión y de exceso de tono retórico. El argumento empleado por alguno de los miembros de la jerarquía eclesiástica consistió en afirmar a posteriori que también había sido posible realizar una misión evangelizadora en tiempos de los bárbaros. Eso habría intentado el Papado en estos momentos. Al mismo tiempo, el Vaticano, durante los años centrales de la guerra, fue un punto de apoyo importante en los intentos de Roosevelt por evitar la ampliación del Eje e incluso, a comienzos de 1940, se convirtió en el cauce de una conspiración de los disidentes alemanes para lograr la marginación de Hitler. Luego, cuando las operaciones bélicas fueron menos propicias para el Eje -a partir de 1943- el Papa fue considerado como el camino más propicio para sacar a Italia de la guerra. En el verano de este año, se planteó la posibilidad de que Pío XII abandonara Roma y se estableciera en una gran potencia católica neutral. No fue una posibilidad inmediata, pero Hitler llegó a meditar la posibilidad de proceder a su detención. De todos modos, la posición del pontífice siguió siendo de una extremada prudencia: cuando en el verano de 1944 murió el secretario de Estado no fue sustituido, como si se temiera que un nuevo nombramiento pudiera dar la sensación de inclinarse por alguno de los beligerantes. Con posterioridad a la guerra, a Pío XII le sería reprochada tibieza en la defensa de los judíos. Como quiera que sea, el período bélico supuso un reto para el pensamiento católico en torno a cuestiones políticas y sociales que tuvo relevantes consecuencias con el transcurso del tiempo. El impacto de la guerra fue especialmente importante entre los intelectuales católicos que habían empezado a descubrir el valor cristiano de la democracia y que estaban ya alineados en contra del fascismo. El francés Jacques Maritain, emigrado al Nuevo Continente, descubrió el sentido más profundo de la experiencia democrática y de la economía social de mercado. Por su parte, Luigi Sturzo, el sacerdote italiano que había sido principal inspirador del Partido Popular, elaboró todo un pensamiento acerca de la moralización de las relaciones internacionales. Más complicado fue el caso de Emmanuel Mounier, uno de los intelectuales más críticos respecto al mundo de la Tercera República francesa, capaz, por tanto, de ser captado, en un principio, por los supuestos deseos de regeneración moral de Pétain. Luego, sin embargo, evolucionó en un sentido muy contrario a la colaboración y en la posguerra se sentiría atraído por una cierta convergencia con el comunismo y un antiamericanismo muy marcado. Dos actitudes que tuvieron importantes repercusiones políticas en los años posteriores a 1945.
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Entorno al comienzo del siglo XIX, el porcentaje de los analfabetos era aproximadamente del 94%, al final de la década de 1850, el 80% en números redondos, y algo más del 75% en 1877. El descenso porcentual fue considerable. Especialmente en los primeros cincuenta años del siglo, es más importante de lo que a primera vista podría parecer porque se ha producido un crecimiento demográfico ya significativo de por sí. Una disminución de casi un 19% significaba un enorme avance. Es decir, en sólo siete décadas el analfabetismo se había reducido muchísimo más que en siglos. Entre 1860 y 1877 tenemos datos para afirmar que el analfabetismo decreció en mayor medida entre las mujeres que entre los hombres. Aproximadamente por cada 77 varones que se alfabetizaron lo hicieron 100 mujeres. A este ritmo, que se mantuvo durante algunas décadas, la igualdad en este punto era sólo un problema de tiempo. El grado de alfabetización era mayor en el norte del Duero (excepto Galicia). Parte de Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Asturias, las provincias vascas y Navarra eran las provincias con menor número de analfabetos. Por el contrario, la mayoría de las islas Baleares y Canarias, Andalucía, Extremadura, Galicia y parte de Aragón, Cataluña, Castilla la Nueva y Levante tenían más analfabetos proporcionalmente respecto a la población. El analfabetismo era mayor en medios rurales que urbanos. En 1860 el porcentaje de alfabetizados era de casi el 34% en las capitales de provincia, una proporción mucho más elevada que en los pueblos. En comparación con otros países, la España de los años setenta estaba muy lejos del grado de alfabetización de la mayoría de los países occidentales americanos o centroeuropeos, por ejemplo Bélgica y Austria rondaban el 50%, y se encontraba en una media de los países mediterráneos, flanqueado por Italia, con un porcentaje algo mayor que España, y Portugal, con un porcentaje algo menor. El descenso de analfabetismo fue, en parte, fruto de las escuelas dominicales y otras acciones privadas de educación de adultos. El esfuerzo fue notable en el mundo urbano. Sin embargo, la disminución del analfabetismo se produjo con la relativa extensión de la enseñanza primaria. Los principios de universalidad, obligatoriedad y gratuidad que asumieron las Cortes de Cádiz para la enseñanza primaria de los niños no pasó de una buena intención. El número de analfabetos da idea clara de hasta qué punto se incumplió dicha obligación durante todo el siglo XIX. Lo primero que faltaban eran escuelas. Hasta 1838 no se dinamizó la creación de escuelas. La enseñanza primaria, entre 6 y 9 años, según la ley de 1857, se ajustó algo más a la realidad: era obligatoria, pero no gratuita. A la altura de la promulgación de la ley, el número de escuelas, con ser insuficiente, había crecido. Había más de 16.000 en toda España. Entre éstas había gran variedad: unas tenían edificios, mejores o peores, mientras que otras se situaban en los pórticos de las iglesias, donde los niños tenían que soportar las inclemencias del tiempo. Las escuelas de niños eran mucho más numerosas que las de niñas. En algunas regiones, la proporción era de diez a una. En relación al número de habitantes, eran más abundantes en las ciudades que en los medios rurales y en las regiones de la mitad norte que en el sur. Las escuelas se diferenciaban en privadas y públicas. Estas últimas eran superiores, completas, incompletas y temporales. Las capitales de provincia y las poblaciones con más de 10.000 habitantes debían disponer de una escuela superior. Las poblaciones de más de 500 habitantes estaban obligadas a sostener una escuela elemental completa de niños y otra de niñas. Los pueblos con menos población podían agruparse para crear una escuela completa y, de no ser así, debían tener su propia escuela incompleta o, al menos, de temporada. La falta de asistencia a la escuela dependía de muchos factores: - La situación socio-cultural era el más importante de ellos. Si bien la oferta de plazas escolares era insuficiente, para una población infantil que, teóricamente, podría asistir a la escuela el principal problema en buena parte de España era la falta de una demanda por parte de los padres, que no alcanzaban a entender la importancia de la instrucción primaria para sus hijos o, sencillamente, creían que, como ocurrió durante siglos y siglos, tal nivel de formación no le correspondía a su categoría social. - No era el menos importante el hecho de la escasez de escuelas. Además de las privadas, existía un número variable de escuelas públicas que, de acuerdo con la Ley de 1857, dependía de los ayuntamientos a todos los efectos. A pesar de todos los problemas, el número de escuelas, tanto públicas como privadas, creció. Sin embargo, la distribución de las escuelas era muy desigual en el territorio español. Como sugiere Reher, comentando el Censo de 1887, la propia Ley Moyano disponía una escuela por cada pueblo, pero la segunda y siguientes escuelas se establecerían por cada cierto número de habitantes, de tal manera que el tipo de poblamiento de la España latifundista o minifundista, basada en grandes y pocos poblachones o en población dispersa, tenía un menor número de escuelas que la España de la meseta y del noreste, con muchos y pequeños pueblos. Ello se venía a sumar a una estructura social del sur poco propicia a la escolarización, como acabamos de ver. Las ciudades tampoco estaban muy favorecidas por esta medida. Salvo en los barrios de clases medias, que contaban con suficientes escuelas privadas, la mayoría de la población urbana tenía una carencia de escuelas públicas. La falta de escuelas y de demanda de las mismas se conjugaron para que, en los años setenta y ochenta del siglo XIX, en las grandes ciudades, una mitad de la población infantil o no estuviera escolarizada o tuviera una asistencia muy irregular. En general, la calidad de la enseñanza era baja, como lo eran los sueldos de los maestros, que frecuentemente se dedicaban a otras ocupaciones (cura, barbero, secretario, etc.), lo que estaba admitido en la Ley Moyano, siempre que no perjudicara el ejercicio de la enseñanza (art. 174).