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Judaísmo

Desarrollo


Según la Escritura, las tribus de Israel, oprimidas en Egipto, huyen de los dominios del faraón, viven la gran experiencia religiosa del Sinaí, se concentran en Kadesh, ya a las puertas del Neguev, intentan las primeras penetraciones en el sur de Palestina, y logran al fin la posesión de la tierra mediante incursiones y operaciones desde la región transjordana. Es pretensión de los redactores presentar este largo proceso como aventura compartida por las doce tribus ya formadas, lo que no deja de tener su dificultad a partir de indicios de los propios textos de la Biblia, no bien disimulados por los sucesivos redactores. Las diferentes partes de este proceso han llegado a la unidad compositiva, tal cual la tenemos, a través de tradiciones parciales respondentes a diversidades locales o grupales. Así, por ejemplo, la memoria de las actuaciones de Moisés era muy débil en el sur; algunas tribus del mediodía -Benjamín, Efraim, Manasés-, contrariamente, eran las depositarias de los recuerdos de Josué y sus hazañas; la de Leví parece muy relacionada con la estancia en el oasis de Kadesh, y hasta es posible encontrar, así en Jueces, 1, la práctica síntesis de la conquista bajo forma de acciones independientes o conjuntadas de algunas tribus, como si Josué hubiera muerto con las manos vacías en lo político-militar. Aceptado que hubo grupos del futuro Israel que partieron de Egipto, y dado por supuesto que Moisés iba a su frente, es legítimo afirmar que el éxodo tiene un fundamento de historicidad.

Todo apunta a que la huida de estos semitas tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIII, en el reinado de Ramsés II o en el de su sucesor inmediato Mineptah. El momento ante quem es el de la estela de este faraón en que aparece mención del pueblo de Israel como uno de los establecidos en Asia, no todavía del todo asentado, si atendemos al determinante utilizado en el texto, que es el de gente y no el de ciudad. Hacia 1220, fecha aproximada del documento, Israel se movía y actuaba ya en la región cananea o a sus puertas. Es cierto que algunos autores han preferido soluciones distintas para la cronología de la huida desde Egipto, pero la apuntada parece la más aceptable. Unos se han fijado en la expulsión de los hicsos, hacia 1580; otros han vinculado el éxodo con la desbandada de los monoteístas solares de la religión revolucionaria de Amarna que impulsara Amenofis IV (Akhenatón), lo que llevaría hacia la mediana del siglo XIV; quién se ha entretenido en contar generaciones respetando los cómputos bíblicos, como si los números manejados no fueran más simbólicos que otra cosa, para obtener también fecha del siglo XIV. Pero la atracción de la cronología tardía es tal, que quien elige asir una de las otras posibilidades cae inevitablemente en la teoría de los dos éxodos, el de la XIX dinastía, segunda mitad del siglo XIII, y alguno de los anteriores. Los partidarios de un doble éxodo encuentran como atractivo de su tesis la reducción que permite de todas las tribus a un período de estancia en Egipto.

Aquéllas que no vivieron la experiencia sinaítica bajo la conducción de Moisés habrían llegado a Canaán, también desde el país del Nilo, en la anterior migración, bastante tiempo atrás. Segunda ventaja sería la de permitir explicación fácil a las poco compaginables tradiciones de una ruta septentrional y otra meridional. Pero ello no pasa de ser simple conjetura. Distinguen estos autores un primitivo éxodo-expulsión y el más tardío éxodo-huida. En una de las celebradas obritas de Michaud tenemos ejemplo concreto de este tipo de explicación múltiple. De las doce tribus, Rubén, Simeón, Leví y Judá habrían protagonizado el éxodo-expulsión, que este especialista relaciona con el fin de la presencia hicsa en Egipto; Benjamín, Efraim y Manasés participarían en el éxodo-huida dirigido por Moisés, mientras que el resto de las tribus habrían sido, entiende, ajenas a la estancia en Egipto. Otros intérpretes de los inclinados hacia más de un éxodo difieren en ocasiones por algo más que el detalle. L. García Iglesias cree que la idea de los dos éxodos incurre en lo que bien podemos denominar hipótesis gratuita, pareciéndole más aceptable admitir base histórica, próxima o remota, a la salida de tiempos de Ramsés II o de su sucesor, sólo a ésta, sin perder de vista que no más que una parte del futuro Israel se remontaría a estas gentes semíticas dislocadas y con conciencia de regreso.

Moisés, israelita de nombre egipcio, fue el fundador de la religiosidad yahvista y el conductor del pueblo errante cuando la peregrinación hacia la tierra de los padres. Personaje indiscutiblemente histórico, nadie lo niega, se nos presenta a la sombra de unos datos, exclusivamente bíblicos, que van de lo novelesco a lo dudoso, de lo inverosímil a lo incomprobable. Pero Moisés existió realmente y no se explica sin él la fe henoteísta, casi monoteísta ya, tan viva y definida, que heredaría el pueblo hebreo constituido en Canaán. Podría el historiador resumir el relato bíblico desde las fantásticas circunstancias de su nacimiento y primera niñez hasta el final de su liderazgo a la vista ya de la tierra prometida, pasando por su porfía con el faraón, la huída, su brega con el pueblo, su mediación ante Yahvé y tantos y tantos episodios anejos. No tendría quizá demasiado sentido, porque el hombre culto en general tiene presentes al menos las referencias fundamentales de lo que sobre el personaje se nos dice. Y separar el grano de la paja con sólo aplicar crítica interna; pues nos faltan apoyaturas de contraste, es casi imposible aventura. Sin negar, al menos, un remoto valor a las tradiciones, curiosamente vivas en las tribus de Efraim y Benjamín, pero no unitarias, la prudencia obliga a poner bajo sospecha la mayor parte del ropaje narrativo; si no siempre por merecer negación, cuando menos por no ser acreedora de certeza.

Innegables connotaciones de caudillo mítico, de legislador mítico, empujan a ello, lo que no supone, en modo alguno, negación de su realidad histórica y de algunos detalles de su misión: integración parcial en el ambiente egipcio; simpatía por la causa del Israel oprimido; asunción de la iniciativa de la marcha; vivencia religiosa profunda, denodadamente predicada a un pueblo tan necesitado de aglutinante en las dificultades como incapacitado para la respuesta depurada y exigente; creación de la conciencia de un pacto entre Dios y el pueblo y, por último conducción penosa hacia una tierra donde sentar reales para un futuro esperanzador. Esto sí. Las ornamentaciones portentosas, los signos y los milagros, las teofanías antropomórficas o físicas, las alternativas dramáticas extremadas, todo eso es otro cantar. Y que conste, es preferible el "no sabemos" a la negación. No podemos cerrar este apartado sin breve referencia a dos aspectos, relacionados con nuestro personaje, que tienen su interés: el origen de la Pascua hebrea y la alianza mosaica en sus vertientes ambientales y formales. El rito del sacrificio pascual aparece en el libro del Éxodo asociado con la décima plaga, a modo de garantía de incolumidad para los primogénitos de Israel. Se le alude como si no hubiera existido con anterioridad y la celebración anual fuera rememoración que arrancara precisamente de ésa y no otra ocasión. La relación entre la Pascua y el éxodo es estrecha e ininterrumpida en la tradición hebrea.

Sin embargo, parece que el origen mosaico de la práctica no se sostiene, sino que puede responder a una reinterpretación, y el pasaje exódico ser etiología ennoblecedora. La Pascua, sacrificio de un cordero, es rito propio de pastores; y son las circunstancias de la cautividad en Egipto las menos propias para su origen. Los ambientes seminomádicos palestinenses de época patriarcal o similares posteriores aportarían mejor explicación. Habría, además, en Israel, carga de significación y simbolismo en una costumbre atávica no ajena a otras gentes de género de vida semejante. La alianza del Sinaí, por su parte, en la que Moisés aparece ejerciendo de mediador, es el fundamento de las pretensiones teocráticas del pueblo hebreo, es el sello externo de la elección de Yahvé. Los ritos inherentes al pacto no son del todo desconocidos entre los viejos pueblos nomádicos, y las formulaciones de la alianza recuerdan muy de cerca los contratos de vasallaje conocidos en diversos ambientes próximo-orientales, especialmente entre los hititas.

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