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Datos principales


Rango

Arte Español del Siglo XVIII

Desarrollo


La llamada de los reyes, primero a Procaccini y luego a Juvara, indica que Felipe V e Isabel de Farnesio deseaban adoptar una imagen arquitectónica de la Monarquía basada en la creación italiana. Juvara, que era el profesional más famoso del momento, fue llamado en 1735 a consecuencia del incendio del Alcázar de Madrid, y pese a su temprana muerte al cabo de un año -que le impidió hacer otra cosa que dos proyectos- su influencia marcó la evolución ulterior de toda la arquitectura cortesana española hasta la época de Carlos III. El Palacio Real, cuyo proyecto ha llegado hasta nosotros en varias series de copias y del que se hizo una gran maqueta hoy perdida, había de levantarse en un terreno llano, pues Juvara no quiso de ninguna manera construir en el solar del antiguo porque su estrechez e irregularidad harían que el mejor arquitecto perdiese su crédito. Se desarrollaba ampliamente en horizontal, aunando reminiscencias e influencias francesas e italianas en la disposición general y en los alzados, dominados por un orden gigante sobre la planta baja almohadillada, conforme al consagrado modelo berninesco. Los cuatro grandes patios seguían la forma habitual en Italia; entre los dos principales se situaban la capilla y la biblioteca, y un lado entero del mayor estaba ocupado por las escaleras principales. La armonía de la disposición general, la elegancia de los alzados y su enorme tamaño habrían hecho de este Palacio Real el más importante entre los llevados a cabo en Europa durante el siglo XVIII, y posiblemente el prestigio del arquitecto hubiera acabado convenciendo a Felipe V de que se construyera así, y no en el lugar del antiguo como era la voluntad del rey.

Pero Juvara murió a principios de 1736, y cuando su discípulo turinés Giovanni Battista Sachetti llegó a Madrid al año siguiente se encontró que su misión no consistía -como antes había hecho en Rívoli, por ejemplo- en ejecutar los diseños de su maestro que le había recomendado a tal efecto, sino en idear un nuevo proyecto para el histórico solar del Alcázar adaptando el de Juvara a tal emplazamiento, cosa imposible en sí misma. Sacchetti tenía listo el proyecto en 1737 y el 9 de abril de 1738 se puso la primera piedra del nuevo edificio concebido y construido con solidez para la eternidad. En nuestra opinión, el arquitecto turinés salió airoso de las dificultades que le imponían el programa a desarrollar y el ingrato emplazamiento, creando además un monumento noble, elegante y correcto dentro de los principios juvarianos directamente influidos por Bernini. A los ojos de sus contemporáneos, sin embargo, el palacio de Sacchetti distaba de ser la mejor solución a un tema tan crucial para el arte cortesano: durante la construcción se le reprochó el grosor de los muros, que quitaban al espacio habitable y lo hacían lóbrego, especialmente en el piso bajo; el tamaño relativamente reducido del patio, la distribución interior y, en ella, la posición y el tamaño de la capilla y de la escalera principal. También, y hasta el final del siglo, se consideró que era pequeño: los Borbones españoles, su Corte y los arquitectos italianos soñaban con vastísimos palacios reales que expresasen la majestad de la vasta monarquía.

Esta idea había sido expresada por Juvara en su proyecto, por Vanvitelli al criticar en 1742 el edificio de Sachetti, por la opinión cortesana repetidamente y por Carlos III y Sabatini en los proyectos de ampliación sobre los que luego volveremos. Pero no fue llevada a la práctica finalmente en España, pero sí para el rey de Nápoles, por el mismo Vanvitelli, en Caserta. Las polémicas durante la construcción del palacio estuvieron dominadas por el marqués Scotti, secretario de la reina Isabel de Farnesio y su asesor en materias artísticas y planteaban, de hecho, la posibilidad de una alternativa italiana que no fuese la escuela de Juvara representada por Sachetti. Scotti, encargado de supervisar los espectáculos de ópera que empezaban a florecer en la Corte de Madrid, hizo venir y protegió a una serie de pintoresarquitectos piacentinos, seguidores de los Bibiena y de la estela que habían dejado en Bolonia y zonas limítrofes, y para quienes el fundamento del arte era la perspectiva arquitectónica, la escenográfica, y su plasmación en la pintura decorativa de las bóvedas o en las obras de arquitectura propiamente dicha. Bonavia, sobre quien volveremos luego, es la personalidad más destacable a este respecto. El debate entre estas dos posturas se mantuvo vivo en la Corte durante la década de 1740, a causa de las críticas formuladas contra Sachetti por Scotti acerca de los aspectos generales del Palacio primero y de sus escaleras principales después, dando lugar a sendas consultas en 1742 y 1746 a la Accademia de San Luca de Roma, concretamente a Fuga, Salvi y Vanvitelli.

Pero ya la propia naturaleza romana del tribunal da indicios de cuál era el ejemplo que la Corte de Madrid quería seguir, y el triunfo -aunque relativo- de Sachetti en ambas ocasiones, junto al alejamiento de Scotti al morir Felipe V, dio lugar a que la opción representada por Bonavia quedarse relegada a las escenografías del Coliseo del Buen Retiro y al Real Sitio de Aranjuez. Las críticas de Scotti al proyecto de Sacchetti para el Palacio de Madrid encontraron un campo para materializarse en Riofrío, donde Isabel de Farnesio quiso crear un Real Sitio sólo dependiente de ella, y dejó definir el proyecto a su secretario, quien empleó para dar forma definida a sus ideas a un colaborador de Bonavia, Vigilio Rabaglio. De este modo, durante el reinado de Felipe V la arquitectura italiana había desplazado completamente en la Corte española a la influencia francesa, excepto en el diseño de jardines, en algunas realizaciones arquitectónicas de los ingenieros militares y en algunos casos aislados como el de Francisco Antonio Carlier, hijo de René. Tras haber iniciado su aprendizaje en La Granja como delineante hasta los catorce años, cuando su padre y jefe falleció. Francisco recibió una pensión del rey para concluir sus estudios en París y, a su vuelta en 1734, fue nombrado arquitecto real, ocupándose sobre todo de las obras en el Real Sitio de El Pardo, muy frecuentado también por los monarcas de la Casa de Borbón a causa de la caza.

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