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Siglo de Oro

Desarrollo


El 1 de noviembre de 1478 el pontífice Sixto IV concedía a los Reyes Católicos la facultad de nombrar dos o tres inquisidores en Castilla. El 27 de noviembre de 1480 los Reyes Católicos aplican esta prerrogativa y nombran inquisidores de Castilla a Miguel Morillo y Juan de San Martín, los cuales se instalan en Sevilla en enero de 1481. En diciembre de 1481 el rey Católico nombra dos inquisidores para Valencia y dos para la Inquisición de Aragón. El Papa, en abril de 1482, se veía forzado a asumir la institucionalización inquisitorial en la Corona de Aragón. Tras diversos conatos de volverse atrás de esta decisión, la situación se consolidó con el nombramiento de fray Tomás de Torquemada como inquisidor general tanto para la Corona de Castilla como para la de Aragón. Había nacido la Inquisición moderna. El número de procesados por la Inquisición ha sido muy discutido. Llorente estimó un total de 348.021. Hoy el conocimiento de fuentes como los registros de causas de fe, que lamentablemente sólo existen desde 1550 a 1700, nos permite concluir que la cifra que da Llorente es exagerada. Apoyada en diversas especulaciones, la cifra global de procesados por la Inquisición española hasta su desaparición en 1833 debió ascender a unos 150.000, menos de la mitad de los cálculos aportados por Llorente. El ritmo represivo no sería idéntico a lo largo del tiempo. J. P. Dedieu atribuyó cuatro tiempos diversos a la actividad represiva del Tribunal de Toledo, generalizándolos a todos los tribunales.

Estos tiempos serían: 1480-1525 (gran intensidad represiva dirigida sobre todo a los judaizantes); 1525-1630 (actividad represiva sostenida, polarizada especialmente hacia los cristianos viejos, fundamentalmente por delitos ideológicos y brujería, y cristianos nuevos moriscos, sobre todo en los tribunales de Zaragoza y Valencia); 1630-1720 (reducción de la actividad del Tribunal hasta la reactivación del antijudaísmo en la primera década, en función de los judaizantes portugueses); y 1720-1833 (ralentización absoluta del Santo Oficio). Ciertamente, el número de procesados sería mucho mayor en el siglo XVI que en el XVII. La tipología global de los delitos registra un predominio de los atribuidos cristianos nuevos, judíos o moriscos (cubrirían la mitad del total de procesados por la Inquisición), seguido de los delitos ideológicos (la tentación de pensar) en sus distintas expresiones de luteranismo, proposiciones heréticas, blasfemias... con un 35 por ciento, y tan sólo un 15 por ciento de delitos de naturaleza relacionada con el sexo (solicitaciones, bigamia, sodomía...). El significado de la incidencia de la Inquisición sobre la cultura española de los siglos XVI y XVII ha sido muy polémico. La discusión, como es sabido, arranca del siglo pasado, planteándose especialmente en los debates de las Cortes de Cádiz y en torno a la valoración del presunto retraso científico español. Hoy los términos de la polémica se configuran sobre todo respecto al nivel de eficacia real que tendría la voluntad supuesta del Santo Oficio.

Los trabajos de Márquez y Alcalá han venido últimamente a ratificar la imagen de la eficacia de la acción represiva de la Inquisición sobre la cultura contra lo que historiadores como Defourneaux habían sostenido. La beligerancia inquisitorial se ejerció legalmente siempre sobre el libro ya publicado. Naturalmente, para ejercer la praxis prohibitiva hacía falta la previa elaboración del código de lo legible a través de los famosos Indices de libros prohibidos: dos para el siglo XVI, el de Valdés de 1559 y el de Quiroga de 1583; cuatro en el siglo XVII, los de Sandoval y Rojas, de 1612-14, Zapata de 1628-32 y Sotomayor de 1640 y 1667. Virgilio Pinto ha analizado en detalle lo que él llama proceso al libro en todos sus estadios: la delación, la calificación y la provisión final, que ponen de relieve cómo la decisión final sobre la obra denunciada o sometida a examen estaba realmente centralizada en el Consejo de la Suprema, única instancia que podía ordenar su ejecución, y también la importancia destacada de los calificadores, auténticos censores. El mecanismo de la visita a las librerías quedó institucionalizado y reglamentado de forma precisa. A partir de 1605 se obligó a los libreros a llevar un inventario de los libros que tenían en su tienda, para responder de ellos en cualquier momento ante los ministros inquisitoriales. Pero además, desde 1614, deberían entregarlo anualmente a los inspectores inquisitoriales.

Ello tendría consecuencias perniciosas por la actitud prudente de los libreros, que no deseaban ver comprometido su negocio con obras que les pusieran en peligro ante el Santo Oficio. El tribunal que recibía la denuncia calificaba y elevaba un informe a la Suprema, a la que correspondía adoptar la decisión al respecto. Buena parte de los calificadores de estos tribunales locales pertenecían al clero regular, con personajes del mundo académico (teólogos de las Universidades) y académicos reconocidos (Arias Montano, Juan de Mariana, Juan de Pineda). Los calificadores no eran propiamente funcionarios inquisitoriales, pues no tenían asignado salario alguno. Sin embargo, el cargo les confería una consideración social estimable. Quizás por este motivo, tendió a crecer su número a finales del XVI. El Inquisidor General podía otorgar licencias especiales para leer libros prohibidos (facultad claramente establecida en el breve de Pablo IV, que se imprimió junto al catálogo de 1559), lo que, en opinión de Pardo Tomás, resultaba otra medida de control, puesto que mediante este instrumento el Santo Oficio establecía el privilegio de una reducida minoría de lectores que, mediante el acceso a las obras que estaban vedadas al resto, se convertían en un aliado de la propia institución inquisitorial. ¿Qué obras fueron condenadas? La diversificación temática e ideológica es enorme.

La cronología de la represión inquisitorial contra el libro en el siglo XVI puede dividirse en dos etapas: A) Antes de 1583: la configuración del cuerpo de lo legible. De 1520 a 1545, destaca la ofensiva contra Lutero y el protestantismo, en que se inserta la primera prohibición de los Coloquios de Erasmo en 1536. Las primeras listas de libros heréticos se formalizan desde 1545 (Catálogo de Lovaina de 1546, el primer Indice de 1551, la censura general de biblias de 1554 y el Indice de Valdés de 1559). El Indice de Valdés realizado con rapidez tiene como principales objetivos: las biblias, los grandes autores heréticos de la época, incluyendo los autores espirituales más leídos en Europa (Tauleruo, Herpe, Savonarola y, sobre todo, Erasmo) y en España (Fray Luis de Granada, Avila, Borja), la vieja patrística (Durando, Cayetano, Orígenes, Tertuliano) y los escritores de la Antigüedad pagana (Luciano, Aristóteles, Demóstenes, Hipócrates, Séneca, Platón). Además, los libros de horas con supersticiones, los libros arábigos o hebraicos, los de nigromancia, los libros sin autor y los manuscritos que trataran de la Sagrada Escritura, de los sacramentos o de la religión cristiana. Todavía en 1559 la vigencia del manuscrito generaba la necesidad de su control. Pero el gran Indice prohibitivo del siglo XVI es el de Quiroga.

Las 562 prohibiciones de 1559 se amplían a 2.166 prohibiciones en 1583. Las innovaciones respecto al Indice anterior son abundantes.. Se amplía el concepto de hereje con la inclusión de las obras que contengan dogmas condenados o errores aunque sean sus autores no condenados y católicos. Se establece una jerarquización de herejes: primero, los protestantes heresiarcas, desde los medievales (Wiclef y Huss) a los clásicos Lutero, Zwinglio y Calvino, y los reformadores españoles Servet, Valdés, Casiodoro de Reina, Antonio del Corro, Cipriano de Valera...; segundo, el humanismo que no había contemplado el Indice de 1559, con Petrarca, Dante, Boccaccio, Maquiavelo, Valla, Aretino, Rabelais, Vives, Moro...; y, finalmente, el pensamiento científico con los Paracelso, Huarte, Fuchs, Gesner... Se introduce el miedo a la polémica o la confrontación ideológica: la polémica podía servir para dar a conocer el pensamiento del enemigo, lo que había que evitar ante todo. Se presta atención, asimismo, a los nuevos métodos de infiltración ideológica: imágenes, retratos, figuras, pasquines, canciones, coplas, monedas, medallas, lo que implica una ampliación considerable de los medios de difusión que ya no contempla sólo el libro. Se incluye un expurgatorio, sin duda importante por la presión de los libreros.

El primer expurgatorio fue el de Amberes de 1571. B) La segunda etapa: 1583-1616. El fenómeno censorio se complica, proyectándose el control más que sobre los autores, sobre los géneros o las corrientes de pensamiento. Destacan, al respecto, la obsesión inquisitorial por la literatura devota que deja traslucir el miedo al alumbradismo; la inmersión de la Inquisición en la problemática del pensamiento político en plena confrontación del regalismo y del poder eclesiástico. Aquí la Inquisición española sólo jugó a favor de los intereses de Roma en obras de autores extranjeros, pero colaboró con los intereses de la monarquía española en plena politización del Santo Oficio. Desde 1616 se abriría una nueva etapa marcada por la prohibición de que los autores españoles puedan imprimir fuera del país y, sobre todo, por la obsesión por la moral, al hilo del asentamiento de la Contrarreforma tridentina. Como balance de la cultura más afectada por la Inquisición, podemos decir que las prohibiciones de la Biblia fueron mucho más lejos que las del propio Concilio de Trento y los sistemas católicos de vigilancia de otros países europeos. Nunca se imprimió la famosa Biblia de Alba, versión del Antiguo Testamento por un rabino de Guadalajara hacia 1430, ni el Nuevo Testamento en la versión castellana de Martín de Lucena. Se quemaron todos los ejemplares impresos de la traducción de la Biblia al catalán que había hecho Bonifacio Ferrer.

El Nuevo Testamento sólo fue conocido en la adaptación de fray Ambrosio de Montesinos. El Antiguo Testamento fue divulgado a través de los sermones. Sólo desde 1580 se traducen los Salmos. Nunca circularon por España las cuatro Biblias castellanas impresas fuera, en el siglo XVI, por heterodoxos españoles que aspiraban a acercar al pueblo lector la palabra de Dios. En el ámbito de las ciencias, es patente que nombres como los de Mercator y Munster, Libavius y Mizauld, Gesner, Muslerius, Kepler, Tycho Brahe, aparecen con significativos expurgos de algunas obras. No así Galileo, procesado por la Inquisición romana en 1633 y que no fue incluido en ningún Indice español. Tampoco Copérnico, cuya ausencia la ha explicado Pardo Tomás como un error en la confección del Indice de 1640. Las obras de nigromancia y astrología judiciaria fueron severamente prohibidas. En cuanto a la medicina, la Inquisición fue dura con sus aplicaciones extracientíficas, a veces rayanas en pura heterodoxia. Tampoco toleró doctrina alguna que pusiera en duda la inmortalidad del alma o sobrepasara los límites de las doctrinas escolásticas. El paracelsismo fue duramente perseguido. Desde esta perspectiva, mucho más significativos que la prohibición tajante de muchas obras del gran médico y botánico suizo Leonhard Fuchs (1501-1566), quizá sólo por ser protestante, y de prácticamente todas las obras del polifacético mallorquín medieval Arnaldo de Vilanova (1240-1311), resultan los sintomáticos expurgos decretados para obras de los cuatro médicos humanistas de mentalidad más abierta del siglo XVI español: el vanguardista Examen de ingenios para las ciencias, de Huarte de San Juan (expurgado en 1584), la Sacra philosophia, de Francisco Vallés (expurgada en 1612), la versión romance con notas del famoso Dioscórides, por Andrés Laguna (expurgado en 1632), y la Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, de Miguel Sabuco (expurgado en 1632).

También deben mencionarse las obras de Alonso de Freilas, Jerónimo Pardo, Sebastián de Soto y Juan Manzaneda. La literatura es el ámbito mejor conocido. Según Márquez, el total de escritores procesados por la Inquisición española fue de 24 (12 en el siglo XVI, 5 en el XVII, 5 en el siglo XVIII y 2 en el XIX). De estos autores sólo figuran con alguna obra prohibida o expurgada en los Indices de libros prohibidos Talavera, Valdés, Avila, Arias Montano, Pérez, Golínez y Molinos. Hubo procesados como fray Luis de León o Sigüenza que nunca tuvieron obras prohibidas o expurgadas en los Indices. Las ramas literarias más afectadas por la censura fueron los ensayos religiosos, seguidos del teatro, novelas y poesía por este orden (de poesía se censuraron 15 autores y de novela 18). La peligrosidad de los ensayos religiosos y del teatro a los ojos de los censores radicaría en su proyección popular. El ensayo, como señaló el inquisidor Valdés, "lleva a la mística a las mujeres de los carpinteros", y el teatro tuvo una constatada capacidad de penetración en las masas que no sabían leer. Entre las obras religiosas destacan las de Talavera, Valdés, Guevara, Granada, Avila, Cazalla, Gracián... En el teatro sobresalen Encina, Torres Naharro, Gil Vicente, Carvajal, Feliciano de Silva, Palau, Natas y Huete que se mantuvieron en los Indices de principio a fin.

La preocupación por el mercado consumidor es muy clara y se denota en diversos dictámenes sobre la prohibición de obras literarias, el más famoso de los cuales fue el de Zurita. Significativamente, éste propugna que se salven los escritos en lenguas clásicas, pero no accesibles al vulgo, y los que sobresalgan por su valor literario. De la literatura clásica estuvieron siempre prohibidos el Ars amandi de Ovidio y la desvergonzada Priapeia; efectos secundarios alcanzaron a otras varias obras. Entre las extranjeras hay que subrayar que la literatura italiana fue tratada en los Indices con llamativa dureza. De Dante prohíben su De la monarquía, algunos versos del Infierno y otros del Paradiso. De Boccacio, el Decamerón fue prohibido en 1559, y más tarde lo serían, la Fiametta y el Corbaccio. Petrarca ve tachados algunos sonetos y frases de Remedios y de Triunfos; Poggio Braciolini, prohibidas sus Facetiae, colección de atrevidos cuentos; Massuccio Salernitano, todas sus Novelle. Entre otros autores italianos del Renacimiento, prohibidos o expurgados, hay que contar también a Maquiavelo, a Sannazaro, a Guicciardini, a Manetti, a Ludovico Pulci, al Ariosto. De la literatura española, el género que salió más malparado resultó ser el teatro del XVI. Gil Vicente es prohibido con casi todas sus obras; Encina, con Plácida y Victoriano; Torres Naharro, con dos comedias.

Algunas de las mencionadas en el Indice de Valdés no se han podido identificar, pues se han perdido todos sus ejemplares; de otras queda uno, o dos, casi siempre fuera de España. La generación teatral más afectada fue la antecesora de Lope de Vega. Párrafo especial merecería el trato dado a La Celestina: publicada en 1499 fue afectada por la censura en el siglo XVI, se expurgaron unas cincuenta líneas en el Indice de 1632 y sería prohibida en 1793, pese a que no se había publicado en España desde 1634. La Cárcel de amor, publicada en 1492, no sería prohibida hasta el Indice de Zapata de 1632. ¿Cómo fue el trato inquisitorial a la poesía y la novela españolas? Algunos poemas o colecciones de ellos, como la glosa de B. Díaz, el romance del Conde Arnaldos, las Obras de Burlas del Cancionero General, la Peregrinación a Jerusalem, de P. M. Ximénez de Urrea, otros varios romances, todos han desaparecido en virtud de su prohibición o nunca pudieron ser editados. Otras prohibiciones afectan a cancioneros espirituales de dudosa ortodoxia. Sobresalen los numerosos expurgos decretados en el Indice del Inquisidor general Valladares, de 1707, de la obra poética de Quevedo, y asimismo los impuestos por el jesuita Pineda a Góngora. También algunas novelas prohibidas por la Inquisición han desaparecido. Otras, populares en su tiempo, dejaron de serlo antes del nuestro. La clave del anonimato de El Lazarillo quizá se encuentra en algún no-identificado expediente inquisitorial.

El Lazarillo fue prohibido en 1559; cuando apareció en 1573 en edición expurgada, le faltaban varios capítulos. Y no volvió a ser editado completo hasta después del final de la Inquisición. Es posible que ello influyera en que la picaresca tardara cuarenta años en reaparecer con el Guzmán de Alfarache. En cualquier caso, es difícil encontrar una lógica en los criterios represivos del Santo Oficio. Los tan denostados libros de caballerías podían circular con bastante libertad. La misma amplitud de criterio denota la censura de las novelas picarescas (aunque fue expurgada la novela de Espinel sobre Marcos de Obregón). Cotejando las ediciones originales de la Propalladia de Torres Naharro con la edición expurgada de 1573 se observa que las modificaciones no afectaban a la sustancia... En cambio, Jorge de Montemayor encontró dificultades cuando intentó publicar su Cancionero Espiritual: le dijeron que no estaba preparado para escribir libros de espiritualidad y teología. Cervantes, a pesar de su indiscutible espíritu religioso, no se distinguió precisamente por su beatería, y sin embargo apenas hubo de sufrir molestias por parte de la Inquisición, que sólo puso reparos a un pasaje del Quijote en el que se dice que las obras de caridad son inútiles, idea ésta que se asociaba con alumbrados y protestantes. El control social de la literatura amena en el siglo XVI influyó poco en el desarrollo de ésta.

La censura, sobre todo en el teatro, se hizo más severa a partir de 1600. Escritores de la altura de Quevedo y de Tirso tuvieron sus roces con la Inquisición. Particularmente vigilante fue ésta con el teatro "a lo divino" por su manipulación, un tanto frívola, de las figuras bíblicas. Así se censuró rigurosamente en 1658 Los tres portentos del cielo de Vélez de Guevara. El Indice de 1633 fue mucho más duro que el de 1612: se le añadieron muchos autores censurados, y ello por la incansable labor controladora del padre Juan de Pineda. Desde 1667 se publicaron los Indices con un rigor formal del que habían carecido: se intercalaban los Decretos específicos de cada tribunal, se adoptaba el orden alfabético, se precisaban las licencias para leer. En este Indice Quevedo aparece particularmente controlado. Se permite la Política de Dios, Govierno de Christo, impresa en Madrid en el año 1626 por la viuda de Alonso Martínez, y no otra impresión. El propio Quevedo pidió a la Inquisición que recogiera obras suyas cuya edición él alegaba no haber controlado. El Indice permite la publicación de algunas obras y precisa taxativamente: "Todos los demás libros, tratados impresos, y manuscritos, que corren a nombre de dicho autor, se prohíben, lo cual ha pedido por su particular petición, no reconociéndolos por propios".

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