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"Bebo por nuestra común decisión de fusilar a los criminales de guerra alemanes apenas sean capturados. Debemos hacerlo con todos, sin ninguna excepción. Serán aproximadamente cincuenta mil". Stalin elevó su copa de vodka y la apuró de un trago, ante la mirada divertida del presidente Roosevelt y la visible irritación de Churchill. Estaban reunidos en la cumbre de Teherán, noviembre de 1943, los tres grandes aliados contra el Eje: URSS, USA y Gran Bretaña, y por vez primera se hablaba a ese nivel del futuro de los dirigentes nazis tras el fin de la guerra. - "¡Prefiero que me maten antes de ensuciar el honor de mi país y el mío con una abominación semejante!", replicó Churchill, y un espeso silencio se posó sobre la sala. Lo rompió el presidente norteamericano con una broma grosera: - "Hará falta hallar un compromiso. Podremos renunciar a la cifra de 50.000 y ponernos de acuerdo, por ejemplo, en 49.500..." Todo el mundo rió en la sala, mientras Churchill la abandonaba airadamente. Sin embargo el proceso de los futuros vencidos era propósito común de los países aliados. El propio Churchill había escrito un mes antes del encuentro de Teherán: "Las potencias aliadas perseguirán (a los culpables) hasta el último confín de la tierra y los entregarán a sus acusadores para que se haga justicia". La decisión de procesar a los responsables nazis una vez ganada la guerra era intención de todos los países que padecieron la agresión hitleriana.

La primera conferencia que la formuló se reunió en Londres, en 1942. En ella, los representantes de Bélgica, Francia, Holanda, Luxemburgo, Grecia, Yugoslavia, Noruega, Checoslovaquia y Polonia acordaron que: "Después del fin de la guerra los Gobiernos aliados castigarán a los responsables de los crímenes cometidos por ellos o a quienes hubieran participado. Los Gobiernos signatarios están firmemente decididos a 1) que los criminales de no importa qué nacionalidad sean buscados y conducidos ante el Tribunal para que les juzgue, y 2) que las sentencias sean cumplidas". Hasta la derrota alemana se produjeron nuevas declaraciones en similar sentido y cuando sobrevino el colapso del nazismo, con la firma de la rendición en Reims y Berlín, 7/9 de mayo de 1945, se comenzó a preparar el proceso, capturando como primera medida a los dirigentes hitlerianos, muchos de los cuales habían tratado de esfumarse en la confusión final y algunos, previendo el inevitable proceso, prefirieron, como Himmler o Ley, el suicidio. El 15 de abril de 1945, tres días después de la muerte de Roosevelt, su sucesor en la Casa Blanca, Harry S. Truman encargó a Robert H. Jackson, juez del tribunal Supremo de los 50 EE.UU., que comenzase a organizar el Tribunal e iniciase los preparativos para un gran proceso internacional. Jackson, que representó a su país como fiscal en el juicio, es conocido como padre del Proceso de Nuremberg.

Él, por ejemplo, eligió la ciudad destruida en un 85 por ciento, debido a que tenía un gran palacio de justicia y dependencias carcelarias anexas apropiadas para el caso, dándose por añadidura la revancha histórica de que esta ciudad fue sede de los grandes fastos nazis y que en ella se publicaron buena parte de las leyes antisemitas. A las 10.15 de la mañana del 20 de noviembre de 1945 entró el jurado internacional en la gran sala en forma de T. Los 21 acusados presentaban un aspecto bastante diferente del que les era habitual sólo medio año antes; en general estaban más flacos, demacrados, ojerosos, aunque vestían con pulcritud, incluso con afectación como era el caso del mariscal del Reich Hermann Göring. El hombre que suscitó mayor curiosidad fue Rudolf Hess, que voló a Gran Bretaña en una insensata tentativa para que Londres capitulara. Hess, que estaba loco según la mayoría de los psiquiatras que le trataron, y era o se hacía pasar por amnésico, se dirigió jovialmente a Göring - "Esté tranquilo, mariscal. Cuando estos fantasmas se disipen usted será nombrado Führer del Reich". Hubo algunas risitas, pocas, porque ya para entonces había comenzado el discurso de apertura a cargo del fiscal Jackson: - ."..la justicia ha de llegar hasta aquellos hombres que se arrogan un gran poder y que, basándose en el mismo y previa consulta entre ellos, provocan una catástrofe que no deja inmune hogar alguno de este mundo.

.. El último recurso para impedir que las guerras se repitan periódicamente y se hagan inevitables por desprecio de las leyes internacionales, es hacer que los estadistas sean responsables ante estas leyes". Se acababa de sentar el principio -no seguido después en el acontecer de las relaciones internacionales- de que los estadistas podrían ser juzgados por las guerras que provocasen. Cínicamente podría añadirse que las responsabilidades alcanzarían sólo a los perdedores, pues nunca fue juzgado un vencedor. Desde ese punto de vista, aun aceptando la terrible culpabilidad de los hombres acusados en Nuremberg, puede decirse que fue un proceso de vencedores contra vencidos. En Nuremberg no pudo hacerse valer por la defensa, a la hora de hablar de las responsabilidades en Polonia, el Pacto germano-soviéticos de 1939 y, como ejemplos claros de maniqueismo, se acusó a los militares alemanes de que sus submarinos no recogían supervivientes y de que sus subordinados disparaban sobre los pilotos que se lanzaban en paracaídas... justamente lo mismo que hicieron los países que presidían el proceso... ¡Vae victis! Cuando se habla de Nuremberg casi siempre se hace referencia a este primer proceso, el más famoso por la notoriedad de los encausados. Sin embargo en Nuremberg se celebraron trece juicios consecutivos, que llevaron ante los tribunales a 199 importantes colaboradores de Hitler. En este primero se encausó a 22 grandes jerarcas del III Reich, uno de ellos en rebeldía, Martin Bormann, eligiendo bien los nombres para que hubiera representación de cuanto se deseaba juzgar allí: militares, miembros del partido, funcionarios civiles nazis, exterminadores y genocidas.

El primer grupo formado por Dönitz, almirante, jefe de la flota y sucesor de Hitler al frente del Reich; Raeder, almirante, jefe de la Kriegsmarine hasta 1943; Jodl, general, jefe del Estado Mayor; Keitel, mariscal, jefe del alto mando de la Wehrmacht. El segundo era el apartado más espectacular. Allí estaba el mariscal del Reich, H. Göring, amigo y sucesor de Hitler, caído en desgracia a última hora, jefe supremo de la Luftwaffe; Alfred Rosenberg, el filósofo del partido; Julius Streicher, el mayor enemigo de los judíos; Joachim von Ribbentrop, ministro de Asunto Exteriores de Hitler durante siete años; Baldur von Schirach, responsable de las juventudes hitlerianas y Gauleiter de Viena; Arthur Seyss-Inquart, nazi austríaco y delegado de Hitler en los Países Bajos, conocido como "el verdugo de Holanda"; Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler hasta 1942. Funcionarios eran Hjalmar Schacht, que planificó el resurgimiento económico de la Alemania nazi; Franz von Papen, que como canciller apoyó a Hitler para que llegase al poder; Albert Speer, arquitecto, que planificó la producción alemana de armamentos; Hans Fritsche, jefe de radiodifusión en el ministerio de Propaganda; Walther Funk, ministro de Economía y presidente del Reichsbank.

Exterminadores y genocidas eran Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo y controlador de la "solución final"; Wilhelm Frick, furibundo antisemita, ministro del Interior y protector del Reich en Bohemia y Moravia, donde deportó a todos los judíos hacia los campos de exterminio; Hans Frank, gobernador de Polonia, -"el verdudo de Polonia"-, responsable de la esclavización de la mano de obra polaca y corresponsable del exterminio de polacos y judíos en los campos de concentración; Fritz Saukel, alto responsable para Turingia, donde reclutó a cinco millones de obreros en condiciones de esclavitud; Konstantin von Neurath, diplomático, ministro de Asuntos Exteriores desde 1932 a 1938, y protector del Reich en Bohemia y Moravia, culpable de las primeras represalias, aunque dimitió cuando Hitler le acusó de poca dureza. Doscientos cincuenta y ocho días duró el juicio, durante los cuales los 21 procesados hubieron de soportar una avalancha de acusaciones clasificadas en cuatro apartados: crímenes contra la paz (preparar e iniciar la guerra); crímenes de guerra (malos tratos a población civil o a prisioneros durante las operaciones militares); crímenes contra la humanidad (genocidios, esclavización y explotación contra población civil); conspiración (preparativos para cometer uno o varios de los delitos anteriores). Las acusaciones del ministerio fiscal se prolongaron hasta el mes de marzo del año siguiente; la defensa duró hasta julio.

Discursos finales y conclusiones, más proceso a organizaciones nazis, terminaron el 31 de agosto, y el 30 de septiembre se acordaron las sentencias, que fueron comunicadas a los encausados el uno de octubre. El primero en entrar en el salón para escuchar su veredicto fue Göring: "muerte en la horca". El corpulento mariscal abandonó el recinto musitando: "la muerte, la muerte". Cuatro minutos de promedio costó leer la sentencia a cada uno de los acusados. Unos quedaron abatidos, otros en desafiante actitud, otros se desmoronaron y otros, como Funk, que esperaba la horca, lloraron de emoción al librarse con una larga condena. En resumen, tres fueron absueltos: Von Papen, Fritzsche y Schacht; uno condenado a 10 años: Dönitz; otro a 15: Neurath; dos, a 20: Speer y Schirach; tres, a cadena perpetua: Funk, Hess y Raeder. Los otros once (más Bormann, en rebeldía), a muerte. Cuatro días tuvieron para una apelación inoperante y, luego, once días más... fue el plazo necesario para montar una ejecución de lujo. Harry Moaks, un viejo artesano londinense, preparó las cuerdas, parcialmente forradas delante para que fuesen más resbaladizas; los nudos corredizos fueron de exposición. Como verdugo oficiará un brigada del Ejército norteamericano, John C. Woods, tipo duro de origen irlandés que andaba en la cuarentena y que durante la guerra había ejecutado a 364 personas en la horca.

El 15 de octubre, por la tarde, llegaron a Nuremberg las denegadas peticiones de indulto. La ejecución debería ser inmediata. Hace una noche de perros, húmeda y ventosa. Aunque no se les haya comunicado, los condenados saben ya que esas son sus últimas horas. Hacia las 22.15 se permite visitar la zona de los condenados a ocho periodistas que han obtenido permiso para presenciar la ejecución. Ante cada celda un policía militar monta guardia; los condenados están despiertos, salvo Göring que duerme o finge hacerlo. El director de la cárcel seguía su ronda con los periodistas cuando sonó la alarma. Eran las 22.30 horas. Göring se había suicidado con una ampolla de cianuro. Hacia las 0.20 horas del miércoles, 16 de octubre, se comunica a cada condenado que su petición de indulto ha sido rechazada y se le confirma la sentencia. El patíbulo se ha erigido en el gimnasio, que se halla abarrotado. Comisiones de los países vencedores, soldados, funcionarios judiciales, ocho periodistas, fotógrafos, oficiales, mecanógrafos, sepultureros, verdugo y ayudantes... Poco después de la una de la madrugada se abre la puerta del gimnasio y entra Ribbentrop, con las manos esposadas a la espalda. Sube los trece peldaños del cadalso. - "¿Tiene usted algo que decir?" -le pregunta un oficial. - "¡Dios salve a Alemania! Deseo que Alemania recobre su unidad, que el Este y el Oeste se alíen y que la paz pueda reinar en el mundo". Le ataron las piernas y lo encapucharon.

Después le pasaron la cuerda por el cuello. A la 1.14 minutos se abrió la trampilla y Ribbentrop se coló a plomo por el agujero. La misma escena se repitió diez veces en 103 minutos. Todos los condenados -salvo Streicher y Sauckel, que opusieron alguna resistencia- afrontaron la muerte con docilidad y gallardía. El último de ellos fue Seyss-Inquart, bajo quien se abrió la trampa a las 2.48 minutos, mientras gritaba: "¡Yo creo en Alemania!" Seguidamente los cuerpos de los ejecutados, metidos en los féretros previstos, llegaron al campo de concentración de Dachau, cerca de Munich. Desde hacía horas ardía allí el fuego en uno de los hornos crematorios que sirvió para asesinar a docenas de miles de judíos. En dos horas quedaron reducidos a cenizas que fueron recogidas y arrojadas al río Isar, más arriba de la capital bávara. Los siete condenados a penas de prisión quedaron recluidos en la cárcel de Spandau, que por turnos es vigilada por las cuatro potencias ocupantes de Alemania. Cumplieron sus condenas y volvieron a la libertad Dönitz, Speer y Schirach. Murieron excarcelados por motivos de salud Raeder, Funk y Neurath. Otro, Rudolf Hess, enfermo y, al parecer, absolutamente loco, murió en la cárcel de Spandau en 1987.

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