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Berlín

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El nuevo jefe de gobierno, Dönitz, carecía de capacidad de maniobra para intentar una política coherente de rendición. Por eso se dejó llevar por la corriente suponiendo que cada comandante militar haría lo imposible por salvar los restos de sus tropas entregándolas a los aliados occidentales, tal como de hecho sucedió. Pero el día 3 hubo de adoptar una política oficial y envió al almirante von Friedesburg a iniciar negociaciones con el enemigo que hasta el momento había sido más comprensivo, Montgomery. El tres de mayo se entrevistaron ambos militares y el británico se mostró dispuesto a aceptar la rendición de todas las fuerzas de su sector, así como las de Holanda, Dinamarca e islas de la zona y los de la marina, pero se negaban a recoger la capitulación de las fuerzas de Alemania del Norte, pues esencialmente se habían enfrentado a los soviéticos y era a éstos a quienes debían rendirse (8). El Gobierno Dönitz quedó bastante decepcionado con la respuesta británica, sobre todo porque al rendir a la Marina y al entregar Dinamarca se perdería el medio para transportar a las guarniciones alemanas dispersas por el mar Báltico y se carecería de un lugar al que conducirlas. Sin embargo, cedió, mientras la Marina hacía un desesperado esfuerzo para evacuar Hela, Carisia y cuanto se pudiera del ejército de Curlandia. El día 4 de mayo, a las 18,20 horas, se firmó en el cuartel general de Montgomery la primera de las rendiciones oficiales alemanas, aunque sólo comprendiera a las fuerzas armadas del norte de Alemania, Holanda y Dinamarca.

La víspera, en Flensburgo, capital de lo que quedaba del III Reich, se había producido una patética reunión con los representantes de los núcleos más grandes de tropas que aún se mantenían en combate: los grupos de ejércitos de Curlandia y de Checoslovaquia. Estudiaron la forma de retirarse para capitular ante los occidentales y no se halló solución alguna. Para los de Curlandia, únicamente cabía evacuar los heridos y algunos millares de hombres de cada división. Para los de Checoslovaquia, a las órdenes de Schoerner, la retirada escalonada hasta alcanzar las líneas occidentales era igualmente desesperada. Un cálculo apresurado estimó que esas tropas, cerca de un millón de hombres, necesitaría 15 días como mínimo para alcanzar las líneas americanas... A todos los reunidos les pareció improbable que los aliados permanecieran tanto tiempo inactivos, pero se acordó intentar el repliegue. Los temores del almirante Dönitz se convirtieron en realidad horas después. Desde el sur de Alemania le llegaba la información de Kesselring según la cual el generalísimo de los ejércitos aliados occidentales, Eisenhower rechazaba la capitulación de sus tropas, exigiendo la rendición incondicional de todos los ejércitos alemanes. Pese a conocer las estipulaciones de Yalta, Dönitz no podía entender la intransigencia del general norteamericano. Supuso que Kesselring no habría negociado convenientemente o que Eisenhower no quería tratar con un general enemigo, prefiriendo hacerlo con un gobierno.

Así envió al cuartel aliado, en Reims, al almirante von Friedesburg. El 5 de mayo, por la tarde fue recibido por el general Bedel-Smith, jefe del Estado mayor de Eisenhower. El almirante no tuvo ocasión de abrir la boca para exponer sus pretensiones, porque Smith le entregó un pliego de condiciones exigidas por su jefe: "capitulación incondicional ante todos los aliados de todas las fuerzas armadas alemanas aún combatientes". Las argumentaciones de von Friedesburg sobre las brutalidades de los ejércitos soviéticos, sobre los peligros que correrían fuerzas desarmadas en los países que habían ocupado a merced de la furia popular o de los partisanos, fueron inútiles. Bedel Smith le puso ante la única alternativa existente: decir sí o no al pliego de condiciones... Aún insistió el almirante, poniendo ante el norteamericano los acuerdos logrados 24 horas antes con Montgomery... Todo fue en vano. Smith resolvió la cuestión preguntando si von Friedesburg tenía poderes para firmar o rechazar las condiciones expuestas. Friedesburg no era un negociador plenipotenciario, de modo que hubo de informar a Dönitz de la situación. El jefe de estado alemán, lleno de amargura, envió a Reims al general Jodl. Fue, probablemente, un mal representante para los intereses alemanes. Aquel militar distante y frío no era consciente de los sufrimientos de los soldados y civiles del Este.

Tras haber vivido a la sombra de Hitler durante toda la guerra, estaba imbuido en la terrible idea de que la derrota era consecuencia de la falta de valor y de sacrificio del pueblo alemán, que bien merecido se tenía su desastrosa situación; por los mismos motivos, creía inminente la ruptura entre los aliados del este y del oeste y fue a Reims con la intención de ganar un poco de tiempo. Evidentemente fracasó. Hubiera sido dificilísimo mover a Eisenhower de sus posiciones, pero sólo acudiendo a los horrores que estaba padeciendo una población inocente se hubiera podido lograr algo de él. Su juego fue tan claro que Smith, poniéndole ante las consabidas condiciones, le dijo que no iniciara maniobras dilatorias, porque no iban a romperse los acuerdos establecidos por los aliados. Jodl se retiró a deliberar con sus consejeros y regresó poco después con una contrapropuesta, que aceptaba los planteamientos norteamericanos, pero que posponía la firma de la capitulación hasta el día 10-11; entre tanto se suspendían las hostilidades. Bedel Smith trató de echar una mano a los negociadores alemanes y no se negó a la transacción, sino que acudió a consultar con Eisenhower. La delegación alemana comenzó a tener esperanzas. Ganar cuatro días no era mucho, pero hubiera permitido repatriar a muchos millares de soldados desde los Balcanes, el Báltico y Checoslovaquia... Su alegría duró poco. Eisenhower rechazaba la contrapropuesta alemana.

La capitulación debería firmarse allí mismo y entraría en vigor a las 0 horas del día 9 como fecha tope. Si los alemanes no firmaban, los aliados reanudarían los bombardeos y cerrarían sus líneas civiles y militares, obligándoles a tratar sólo con los soviéticos. Jodl hubo de solicitar permiso al gobierno de Flensburgo. Horas después a las 1,30 horas del 7 de mayo, llegó la respuesta: "Plenos poderes para la firma según las condiciones comunicadas, concedidos por el gran almirante Dönitz. Firmado Keitel". Una hora más tarde tuvo lugar la ceremonia de la capitulación. En una sencilla habitación, cuyas paredes estaban cubiertas de mapas militares, aguardaban a los alemanes representantes de las potencias vencedoras, con el general Eisenhower a la cabeza. El general en jefe de las fuerzas aliadas occidentales preguntó a Jodl por medio de un interprete si había leído las condiciones y si estaba de acuerdo. A las 2,41 horas de aquella madrugada firmaron la capitulación por parte de Alemania el coronel-general Jodl, el almirante von Friedesburg y el mayor Oxenius, representando respectivamente a la Wehrmacht, la Kriegsmarine y la Luftwaffe. Eisenhower, serio y con un gesto de desprecio que no borró ni un instante durante todo el acto, se limitó a decir a Jodl por medio del intérprete: "Queda usted ligado oficial y personalmente a la responsabilidad de que no se contravengan los puntos de este documento de capitulación, así como por lo que se refiere a la entrega oficial a Rusia, para lo cual deberá comparecer en Berlín el comandante en jefe alemán en el momento en que lo determine el mando supremo soviético".

Concluidas las firmas, Jodl se levantó y, dirigiéndose a Eisenhower, dijo: "General, con esta firma el pueblo alemán y las fuerzas alemanas han sido entregadas al vencedor, para su provecho o para su perdición. En esta guerra que ha durado cinco años, ambos han padecido y sufrido más que ningún otro pueblo en el mundo; en esta hora no me queda más que confiar en la magnanimidad del vencedor". Nadie le respondió. Recorrió con sus ojos el grupo de rostros severos distantes o abiertamente hostiles y, como nadie dijera nada, abandonó la habitación. Cuando la comisión firmante en Reims regreso a Flensburgo, aquel "gobierno de opereta", como le calificó AIbert Speer, uno de sus ministros, se sintió por algunas horas agobiado de trabajo. Hubo que mandar cientos de telegramas, de enlaces, de mensajes, de órdenes... Por un momento aún se sintió el régimen de Dönitz pleno de autoridad y actividad. Había que explicar lo firmado y enseñar cómo aprovechar los resquicios que concedía la capitulación incondicional para seguir marchando hacia el oeste y rendirse a los occidentales. También hubieron de reunir la delegación que firmaría la capitulación definitiva en Berlín: el mariscal Keitel, al almirante von Friedesburg y el general de la fuerza aérea Stumpff. El ocho de mayo recibió Dönitz una de las escasísimas muestras de que los aliados le reconocían como autoridad suprema del pueblo alemán: se le avisó de que la delegación plenipotenciaria para dar fin a la guerra debería estar en Berlín con toda urgencia.

La delegación hizo el viaje por vía aérea. Al sobrevolar Berlín pudieron contemplar aterrados la inmensa destrucción de la ciudad, aún plagada de incendios y sobre la que se elevaban densas columnas de humo. Fueron conducidos en automóvil hasta el distrito de Karlshotst, donde firmaron los tres jefes representando a sus armas respectivas y en conjunto por el mando supremo de las fuerzas armadas alemanas. Eran las 0,15 horas del 9 de mayo. Por parte aliada estuvieron presentes el mariscal soviético Zhukov, el británico Tedder y los generales Spaatz y De Lattre de Tassigny de los EE.UU. y de Francia respectivamente (9). Había llegado la paz. Una paz militar porque los aliados no se molestaron en una capitulación política, de gobierno.

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