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En el jardín de Ermenonville, comenzado en 1766, obra y placer del marqués de Girardin, y el lugar de fábula en el que murió Jean-Jacques Rousseau, hay, entre otros paisajes y arquitecturas simbólicas, un templo dedicado a la Filosofía moderna. Se trata de una versión de la célebre ruina del Templo de Vesta en Tívoli, dibujado y estudiado obsesivamente por los arquitectos desde el siglo XVI. El Templo es una ruina construida, no una restitución completa e ideal del edificio antiguo.Además, es una cita que nos habla de la sólida cultura del marqués de Girardin. Una cita figurativa, imagen de un libro o nota a pie de página, a partir de la cual se pretende construir un nuevo texto que no nos habla de la Filosofía antigua, sino de la moderna. Dedicado a M. de Montaigne, tiene una inscripción de Virgilio en la puerta alusiva al conocimiento del principio de las cosas. Cada una de las seis columnas de orden toscano que se pusieron en pie estaba dedicada a la memoria de un gran hombre (Newton, Descartes, Voltaire, W. Penn, Montesquieu y Rousseau). En los alrededores del templo, el marqués de Girardin había dejado desordenadamente el resto de las columnas y elementos arquitectónicos con los que podría recomponerse enteramente la ruina, pero ese gesto debía ser completado en los siglos siguientes, cuando aparecieran nuevos hombres que hubieran sido capaces de "honrar a su patria e iluminar a sus semejantes".

Y habría que esperar incluso siglos para contemplar el templo completo que, como el propio marqués escribiera, "es más fácil obtener un puesto en la "Academie" que merecer una columna en el Templo de Ermenonville".Este jardín, pintoresco y erudito, como otros muchos que se realizan durante esa época, y, en concreto, el Templo de la Filosofía, plantea algunos de los argumentos fundamentales del arte y la arquitectura europeos del siglo XVIII. Desde las nuevas ideas sobre el jardín y la naturaleza, al nuevo valor concedido a la Antigüedad y a las ruinas y su evocación, pasando por el carácter pragmático y pedagógico de la cultura de la Ilustración. Arqueología, Historia y Academia parecen confluir, incluso críticamente, en ese Templo, a la vez, monumento a la filosofía, al racionalismo y a la sensibilidad.Sin embargo, el Templo de Ermenonville es una ruina falsa, apariencia que se viste con el lenguaje emblemático de lo antiguo, fragmento de arquitectura que encuentra su sentido en un espacio y lugar diferentes como es el del jardín, tan próximo, por otra parte, al del cementerio. No por casualidad uno de los rincones más célebres del jardín del marqués de Girardin es la isla de los álamos con la tumba de Rousseau. Como en el cementerio, también las arquitecturas de jardín luchan por no perecer en el olvido. Lo escribió Jaucourt, uno de los redactores de la "Encyclopédie" de Diderot y D'Alembert, en la palabra jardín de esa decisiva e influyente obra de la Ilustración: "No ocurre lo mismo en una nación vecina en la que los jardines de buen gusto son tan comunes cuanto son raros los palacios magníficos".

La observación de Jaucourt esconde uno de los problemas más representativos de las indecisiones de la cultura artística del siglo XVIII. Si el jardín, el libro, el dibujo, el grabado o el cementerio parecen anticipar discursos modernos o plantear rupturas sin retorno con respecto a la tradición clásica o barroca, la arquitectura y la ciudad histórica deben, mientras tanto, atender a otras exigencias de representación o funcionales. Ilustraciones de un libro de historia de la arquitectura, las construcciones de un jardín no son siempre prueba de eclecticismo o de ruptura con la tradición clásica, no se plantean en todas las ocasiones como un laboratorio de la modernidad ni son muestra privilegiada del nuevo concepto de progreso. Al contrario, congelan el tiempo y los lenguajes, aunque para su observación necesiten de un tiempo narrativo, detienen la historia para evocación del recuerdo y la cultura de su dueño. Esos jardines podrían ser el escenario ideal de la fiesta galante de la pintura rococó. Lugares heterotópicos, de consuelo, como diría Foucault, sus arquitecturas son simulacros de la construcción, maquetas que no quieren ser edificios. Ese carácter de los jardines encuentra su confirmación en los fantásticos jardines de cristal que salían de los talleres de Murano durante el siglo XVIII.En Ermenonville, además, se construyen cabañas primitivas y dólmenes: se reconstruye la propia historia de la arquitectura desde los orígenes y se trata de una propuesta que desde luego no es nueva.

Un antecedente directo se encuentra en Fischer von Erlach y su "Entwurff einer historischen Architektur", publicada, en Viena, en 1721. La tradición barroca, el rococó, la Antigüedad clásica, el Renacimiento y el Manierismo, el racionalismo, todos parecen tener un lugar en el arte del siglo XVIII y, sin embargo, el proyecto filosófico, teórico, moral, social, político y científico de la Ilustración carece de un lenguaje, o tal vez el problema resida en que se puede expresar a través de varios. Demasiado a menudo se tiende a identificar Ilustración, Neoclasicismo y Academia cuando esa ecuación no soporta el más superficial de los análisis históricos.Casi contemporáneo de las arquitecturas del jardín de Ermenonville es el Altar de la Buena Fortuna proyectado por Goethe para el parque de Weimar en 1777. Se trata de una esfera inmóvil sobre un cubo. Ejercicio geométrico y poético, también se refiere al principio de las cosas, combinando figuras perfectas en un difícil equilibrio físico y conceptual. Quietud del cubo e inestabilidad de la esfera que ilustran bien un complejo período de la historia del arte como el del siglo XVIII que R. Wittkower caracterizó como de caos estilístico.En 1751, durante su estancia en Italia, el pintor y teórico inglés Joshua Reynolds realizó una obra que es caricatura y crítica de un ambiente enormemente característico de esos años centrales del siglo XVIII.

Se trata de la Parodia de la Escuela de Atenas de Rafael, en la que en un escenario gótico, que no clásico, incluso podría tratarse de un café romano, se ve ridiculizado un típico grupo de ingleses, en el curso del viaje del Grand Tour. Diez años después otro gran pintor inglés, William Hogarth, editaba una estampa en la que criticaba la manía contemporánea por la Antigüedad y los viajes arqueológicos, midiendo hasta el más mínimo detalle ornamental de cualquier edificio griego o romano. El grabado tiene por título Los cinco órdenes de pelucas que fueron llevados en la última coronación medidos arquitectónicamente.Las célebres láminas de la tratadística arquitectónica con los cinco órdenes, del toscano al compuesto, encontraban así, un fin paródico, al menos en la óptica de un pintor. Es decir, a la vez que se redescubría una nueva Antigüedad se ponían en crisis los principios de la arquitectura clásica y vitruviana, a la vez que se criticaban el barroco y el rococó aparecían las primeras valoraciones del gótico. Es más, mientras los pintores mantenían la jerarquía clásica de los géneros, los teóricos y diletantes, los filósofos y estetas, se preocupaban más de la recepción de la obra de arte que de su realización. El público aparece como un componente básico de la teoría y, también, de la crítica de arte, cuyo representante más célebre sería Diderot. No es casual, en este sentido, que un muy famoso tratado científico sobre la fisonomía, como el de J. G. Lavater, "Essai sur la physiognomonie" (1781), ilustrase los cuatro temperamentos (sanguíneo, colérico, melancólico y sabio) con las diferentes reacciones de cuatro personajes (el público) ante una pintura sobre un caballete. El valor científico y moral del arte es, sin duda, uno de los aspectos más novedosos y contradictorios de este problemático período. Y en ese criticismo ilustrado, que acompaña el nacimiento mismo de la crítica de arte, jugaron un papel fundamental filósofos, escritores y artistas. No trataban de imponer un a priori teórico para la práctica del arte, sino deducir hipótesis, artísticas y morales, desde el análisis mismo de las obras.

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