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La idea de reconstrucción y de renovación de los modelos clásicos como modelo del arte y de la arquitectura será uno de los aspectos definidores de la cultura del siglo XVIII, aunque haya que advertir que la Antigüedad no fue siempre interpretada en una sola dirección.En la imitación de lo antiguo como medio de realizar la belleza ideal cabía también el concepto de reproducción, de simple copia, e incluso de falsificación. La falsificación de obras de arte antiguo fue muy frecuente en Roma en esta época y representa significativamente las aspiraciones culturales de una época. Los coleccionistas y los viajeros del Grand Tour buscaban afanosamente poseer testimonios de lo que anticuarios y arqueólogos encontraban en las excavaciones, de lo que historiadores, filósofos y artistas consideraban modelos de una belleza inalcanzable o, cuando menos, ejemplos históricos de lo antiguo.Un fresco antiguo, encontrado en 1759-60, que representaba a Júpiter y Ganímedes, hoy en la Galería Corsini de Roma, motivaría el siguiente comentario de uno de los personajes centrales de la cultura artística del siglo XVIII como J. J. Winckelmann: "El amante de Júpiter es ciertamente una de las figuras más extraordinariamente hermosas que nos hayan sido legadas por la Antigüedad, y yo no sabría encontrar nada comparable a su rostro; de él emana tanta voluptuosidad que toda su alma parece volcarse en aquel beso". En realidad, el fresco era una invención de su amigo A.

R. Mengs
, que se llevó a la tumba (por cierto, en el Panteón de Roma, al lado de la de Rafael y con inscripción de José Nicolás de Azara) el secreto de la falsificación.No era la primera vez que Winckelmann sufría semejantes espejismos. En su famosa "Geschichte der Kunst des Altertums" (1764), había dos pinturas antiguas falsificadas por Giovan Battista Casanova, hermano del célebre Giacomo e ilustrador de su libro. Mientras Casanova con ese gesto pretendía divertirse y ridiculizar a los eruditos y, sobre todos, a Winckelmann, ya que, como él mismo decía, solía ocurrir "todos los días en Roma y el modo de engañar a los forasteros atestigua la habilidad de los artistas y la sinceridad e ignorancia de los anticuarios", las razones que llevaron a Mengs a engañar a su amigo y mentor son más difíciles de explicar. Azara, editor de sus escritos, justificaba la acción de Mengs como una muestra de su habilidad en la imitación de los antiguos, incluida la técnica, y en los procedimientos de restauración de pinturas.El siglo XVIII se identifica habitualmente con el rococó y el neoclasicismo y si es cierto que ambos fenómenos estilísticos parecen gozar de un ámbito específico en ese período cronológico, también lo es que no puede reducirse a la constatación de esa presencia y los conflictos que su colisión pudiera plantear. Hace algunos años P. Francastel escribía: "Dejaremos de considerar como un hecho adquirido la validez de términos como neoclásico o rococó.

En adelante no admitiremos que toda la vena creadora del siglo XVIII transcurra entre estos dos términos".La fiesta galante y el erotismo del rococó han sido enfrentados al valor moral y cívico de la iconografía del neoclasicismo. Sin embargo, el gran teórico del arte neoclásico, el ideólogo del gusto griego, escribía en sus célebres "Gedanken über die Nachahmung der griechischen Werke in der Malerei und Bildhauerkunst" (Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en pintura y escultura), publicadas en 1755, que los "más bellos adolescentes danzaban desnudos en el teatro y Sófocles, el gran Sófocles, fue el primero en dar, en su juventud, este espectáculo a sus conciudadanos... Así pues, cada fiesta era en los Griegos, para los artistas, una ocasión de conocer de la forma más exacta la bella naturaleza".El neoclasicismo también ha sido considerado como una respuesta crítica frente a los excesos de la cultura barroca. Sin embargo, como escribiera Argan, "encuentra la idea de lo clásico no prescindiendo del barroco: no quiere destruir la emotividad del arte, sino encuadrarla en un orden racional".Del rococó al neoclasicismo pasan demasiadas cosas. Lo que ocurre entre ambos ámbitos estilísticos, que no cronológicos, es el objetivo de este volumen. Es más, la dificultad de identificar el neoclasicismo durante el siglo XVIII ha llevado a algunos historiadores a denominarlo clasicismo romántico. Confundido entre la crítica al pasado, la valoración ahistórica de la Antigüedad y la anticipación de la modernidad ha sufrido una incomprensión constante.

De ahí que, para mitigarla, se inventara ese término. La frialdad, el carácter seco y distante de las obras neoclásicas podían disculparse o bien valorando las ideas y bocetos previos a la obra terminada o incorporando el neoclasicismo como una parte de un fenómeno más amplio como el del romanticismo.De ahí que buscando los orígenes de este último, los historiadores se hayan remontado hasta tiempos insólitos, en los que el palladianismo y el jardín inglés de la segunda década del siglo XVIII constituirían el primer capítulo del romanticismo. Wittkower lo señaló acertadamente: "En base a esta interpretación los personajes aquí examinados" se refiere a Lord Burlington, Shaftesbury, W. Kent y A. Pope, entre otros "resultarían esquizofrénicos, en cuanto estaríamos inducidos a creer que abjuraron de sus profundas convicciones clasicistas".Conviene recordar que, en este momento, se editan las más eruditas ediciones del "De Architectura" de Vitruvio, a la vez que el arquitecto romano sufre las más despiadadas críticas. Viel de Saint Maux, por ejemplo, podía, en 1787, no sólo afirmar que su tratado sólo sería útil en la isla de Robinson, sino incluso considerarlo un apócrifo.La incomprensión de este período de la historia del arte, o su implícita complejidad, han permitido la aparición de los análisis históricos más inverosímiles. Al situar el momento del cambio del rococó al neoclasicismo en los años centrales del siglo XVIII se tiende a identificar este período como un momento de transición, cuando, tal vez, sea posible entenderlo desde su misma autonomía histórica, tanto del rococó como del neoclasicismo.

No se trata de negar la relación, casi un imperativo categórico, en sentido kantiano, que existe entre Ilustración y Revolución (lo dijeron los rosacruces del siglo XIX la arquitectura murió en 1789), sino de explicar una época llena de contradicciones y que no puede ser reducida a un conflicto entre estilos. De hecho, los lenguajes más antagónicos conviven y los que parecen anticipar la modernidad del neoclasicismo o del romanticismo están, en muchas ocasiones, más pendientes de la tradición que de lo nuevo. Según Francastel, "hacia 1750, el primer estilo de las luces, el estilo del rococó, cedió bruscamente el paso a esas formas distintas del clasicismo".Piranesi, por ejemplo, es utilizado por Durand a principios del siglo XIX como intérprete de la simetría compositiva de la arquitectura de los romanos. Nada más lejano a las intenciones del arquitecto veneciano. Un Piranesi del que también se ha destacado su actitud romántica ante las ruinas de la magnificencia arquitectónica de Roma. Un Piranesi que admiraba, como él mismo lo denominara, al grande Juvara, a Salvi, a Vanvitelli... Los ejemplos podrían multiplicarse.Sin embargo, el objetivo de este breve texto no es el de hablar del conflicto entre rococó y neoclasicismo, ni el de descubrir las anticipaciones prerrománticas o neoclásicas, ya que esos términos ocultan más que desvelan. Se trata de contemplar, sin ofrecer certezas porque el debate sigue abierto, un período de la historia del arte en el que coinciden las tradiciones renacentistas, manieristas, barrocas y rococós con las poéticas de lo pintoresco o de lo sublime, la tradición clasicista académica con las novedades arqueológicas, la Ilustración con el jansenismo, el racionalismo con el nacimiento de una nueva sensibilidad.

Se trata de describir la modernidad del rococó y de poner en duda la existencia del neoclasicismo en estos años, de analizar el peso de la tradición en un momento de cambio, de contemplar el cambio en su especificidad histórica y disciplinar. Y no se trata de contraponer la rocalla a la simplicidad, lo nuevo a lo viejo, sino de desvelar la modernidad de Piranesi, por ejemplo, en su atenerse a la tradición y no en anticipar otros fenómenos que sólo tangencialmente tienen algo que ver con él, de descubrir en Ledoux que sus Salinas de Chaux no son la primera ciudad industrial sino la última utopía del Antiguo Régimen. Es más, podrá confirmarse que la arquitectura de la revolución se produjo antes que la propia Revolución francesa y que no la secundó. Y, a pesar de todo, se trata de subrayar la nueva actitud, moderna y tradicional, que preside todas esas contradicciones.Frente a la consideración tópica de los años centrales del siglo XVIII como una época imprecisa que sólo sirve para atestiguar el fin de una concepción del mundo y el nacimiento de otra nueva, cabe plantear la posible autonomía del período, rico y polémico de soluciones, donde lo nuevo puede vestir los hábitos de lo antiguo y lo viejo apurar la crítica de la tradición hasta el punto de plantear los más importantes problemas del arte moderno.

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