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Barroco14

Desarrollo


La pintura del siglo XVII es sin duda una de las aportaciones españolas más importantes al Arte europeo, por la gran calidad de su conjunto, por la genial personalidad de algunos de los pintores del momento y por sus especiales cualidades, que la hacen poseer, por vez primera y única, una entidad propia frente al resto de las escuelas pictóricas del continente.Inciden en su génesis y desarrollo los factores históricos y sociales que ya han sido apuntados, los cuales la confieren una peculiar forma de expresión, en la que la nota predominante es un marcado realismo que, aunque coincidente con la tendencia naturalista creada por Caravaggio en Italia, presenta en España un sentido y una interpretación en cierto modo independientes, porque se fundamentan, no en influencias foráneas, sino en una sensibilidad artística tradicionalmente atenta a lo real y en una expresión vital inmersa en la decadencia política y económica del país, pero profundamente condicionada por el mundo religioso.Precisamente los sentimientos religiosos son los que impulsaron la sencillez, credibilidad e intensidad expresiva que caracterizan a la pintura de la época, pero no sólo en cuanto a la elección o interpretación de los temas, sino sobre todo en relación con la jerarquía de valores que la inspiraron. Por un lado los modelos individuales, la descripción del detalle y las expresiones inmediatas formaban parte de un lenguaje destinado a conmover e impresionar el alma de los fieles, para atraerles así a la auténtica fe como propugnaban los ideales contrarreformistas, pero por otro lado respondían también a un fin simbólico: "descubrir tras de todo, su existir y depender del Creador", en palabras de Orozco.

Tanto este autor como Gállego han puesto de manifiesto en sus escritos el carácter trascendente del realismo español, para ambos de significado dual, ya que la apariencia concreta, que posibilitaba la lectura para todos, era a la vez un medio para expresar ideales más profundos, al alcance sólo de unos pocos.Espiritualizar lo sensible y hacer sensible por medio de lo alegórico lo espiritual, es decir, fundir lo milagroso con lo cotidiano, constituye la esencia del realismo español, que sirvió sobre todo a los intereses de la Iglesia Católica, principal cliente de los pintores de la época.La hegemonía religiosa en la vida del país, la confesionalidad de la Corona, la vinculación de la nobleza al mundo eclesiástico y la inexistencia de una auténtica clase burguesa, determinaron que la temática imperante en el siglo XVII español fuera de carácter religioso, encargada principalmente por monasterios, conventos y parroquias, pero también por los monarcas y los grandes señores, que ejercieron un importante papel de mecenazgo hacia las instituciones eclesiásticas y por ende a la pintura dedicada a estos asuntos.El retrato ocupa, aunque a distancia, el segundo lugar dentro de la temática del barroco español. Concebido con gran sencillez y sobriedad, refleja también la ideología de la época, porque su intención principal era la de representar imágenes llenas de dignidad y nobleza, fijándolas para la eternidad en un momento de su existencia, con esa sed de inmortalidad personal que según Unamuno es resorte de todo lo español.

Las nuevas aportaciones del Barroco -género, paisaje, cuadros de flores, bodegón, etc.-, no hallaron en España el ambiente propicio para su desarrollo, debido a la singularidad de la clientela. Sólo el bodegón, a pesar de su escasa presencia, alcanzó una tipología personal y característica, basada en un lenguaje extraordinariamente realista y preciso con el que se realzaba la sencillez y la calidad material de los elementos representados. Al menos en su origen y de la mano de Sánchez Cotán, esta intención respondía también a planteamientos religiosos, puesto que buscaba la acción creadora de Dios a través de los objetos más humildes, dando una visión trascendente de la naturaleza.Las mismas circunstancias que imposibilitaron el desarrollo de otros temas, motivaron también la escasa dedicación de los artistas españoles a la mitología, cuyas cualidades -presencia del desnudo y carácter intelectual y profano- eran evidentemente ajenas a los intereses de la clientela dominante.Sin embargo, cuadros dedicados a estos asuntos, aunque ejecutados por pintores italianos y flamencos, formaban parte de las principales colecciones de la época, no muy numerosas pero sí de gran riqueza, entre las que destacan la del propio Felipe IV, las de los condes de Monterrey y Benavente y las de los marqueses de Leganés y Heliche. Este hecho demuestra que en los ambientes más cultos y socialmente elevados del país, en especial entre aquellos que en virtud de sus cargos políticos y circunstancias personales viajaban por el continente, la pintura mitológica fue aceptada y admirada, pero sólo desde el punto de vista privado y para decorar los salones de las residencias palaciegas, lo que llevaba implícito la elección de las más prestigiosas firmas y escuelas europeas, quedando así al margen la mayoría de los pintores españoles del momento que, en general, no podían competir con los maestros foráneos a la hora de realizar este tipo de obras, debido a su tradicional dedicación al mundo religioso.

Sin embargo, las colecciones facilitaron al artista hispano del XVII el acercamiento a algunos de los grandes maestros del Renacimiento y a las novedades de la pintura europea del momento, sobre todo a aquellos que trabajaron próximos a la corte, puesto que la colección real atesoraba el más relevante y rico conjunto de obras. Este protagonismo de la capital como principal foco receptor de invenciones foráneas, se vio también incrementado gracias a la actividad que en ella ejercieron ilustres pintores europeos, como Rubens y Lucas Jordán, sin olvidar a los boloñeses Mitelli y Colonna, que introdujeron en la pintura española de los años centrales del siglo las fórmulas de la quadratura (decoración mural de arquitecturas fingidas).

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