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Vida cot fin XX

Desarrollo


Si Pierre de Fredi, barón de Coubertin, levantase la cabeza, sería para sujetarla entre sus manos de asombro. El renovador del espíritu olímpico moderno concibió una reedición de la Olimpiada griega como la fiesta de la paz, la amistad y la comunicación entre los pueblos, sustentada en una independencia absoluta de la política y la perpetuidad del deporte aficionado. La política se deja ver con insistencia en el palco de los estadios, y el amateurismo se ha convertido en una forma más de ganar mucho dinero.En la primera mitad del siglo XX varios campeones olímpicos fueron desposeídos de sus medallas e inhabilitados para participar en sucesivos Juegos por haber percibido remuneraciones económicas que se consideraron excesivas. Era un intento vano por mantener a los deportistas olímpicos lejos del dinero. Hoy, nadie se atrevería a quitar sus ocho medallas de oro a Carl Lewis por haber cobrado por ello. Los tiempos han cambiado. El deporte es un fabuloso espectáculo de masas, una fiesta esperada por muchas personas, de la que dependen también muchas personas. Es un gran negocio, una ingente industria que genera dinero más allá del terreno de juego. Algunos estudios norteamericanos valoran el volumen de negocio anual que representa el deporte en 150.000 millones de dólares (unos 20 billones de pesetas). El presidente del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch, reconoce esa dependencia del deporte moderno: "La amenaza mercantilista a las Olimpiadas no procede de los atletas, tanto si reciben 10 dólares como 50.

000 durante su carrera deportiva regular. El peligro está en que las federaciones deportivas pierdan independencia ante las televisiones, los promotores y los agentes". En efecto, del deporte dependen, por ejemplo, empresas de material y equipamiento deportivo, de comunicación, constructoras, agencias de publicidad y otras muchas áreas que de forma directa o indirecta están vinculadas al deporte. De un gol o un record dependen las ilusiones de muchos millones de personas, y el acierto de un árbitro puede justificar una campaña de publicidad. Los artistas del deporte, los ídolos, se han convertido en hombres-anuncio que generan pingües beneficios. Hoy, el deportista puede vivir, y muy bien, de su privilegiada forma física. Pocos son los que abandonan su especialidad a los treinta años para sacar adelante a su familia. Se eternizan en el vestuario exprimiendo su talento. Algunos ganan tanto dinero que se permiten protagonizar episodios insólitos. El norteamericano Michael Jordan, por ejemplo, abandonó la NBA, la liga profesional de baloncesto, en 1993, cuando sólo tenía treinta años. Para unos era el mejor jugador de la historia. Sumido en una depresión desde el asesinato de su padre, renunció a las posibilidades de engordar su cuenta corriente y su vanidad: encabezaba, por segundo año consecutivo, el ranking que la revista norteamericana Forbes elabora anualmente sobre las ganancias de los deportistas de elite: en su último año profesional, se embolsó 5.

040 millones de pesetas, 4.480 de ellos procedentes de la publicidad. Después, mató su insaciable vocación deportiva en los Medias Blancas de Chicago, un equipo de béisbol profesional que lo mantuvo de suplente, hasta que regresó de nuevo a la NBA. La mercantilización del deporte de masas ha cambiado muchas cosas también en el deporte aficionado, no sólo en disciplinas superprofesionalizadas como la NBA. El atletismo, máxima expresión de la lucha del hombre contra los elementos naturales (correr, saltar y lanzar son una constante en la historia humana), dista mucho de ser lo que fue en tiempos de la Grecia clásica. El nuevo concepto del deporte ha hecho a Carl Lewis, el mejor atleta de todos los tiempos y el más profesional de los atletas aficionados, ganar nada menos que 420.000 pesetas por zancada. Los organizadores de una carrera que le enfrentó en la prueba de los 100 metros lisos a su máximo rival, el británico Linford Christie, en julio de 1993 en Gateshead (Inglaterra), ofrecieron bolsas de 21 millones por barba. No es mucho. En Yakarta (Indonesia), una carrera urbana de 10 kilómetros premia con 70 millones de pesetas el record del mundo de la distancia. Pero ambos ejemplos no son los únicos que ruborizarían al barón de Coubertin por la profesionalización del amateurismo, término importado que define -o trata de definir con dudoso éxito- el deporte aficionado, sobre todo el olímpico. Incluso en países más austeros como los del extinto Telón de Acero, se empieza a sacar partido del sudor, más allá de las medallas.

El hombre que más salta ayudado de una pértiga, el ucraniano Sergei Bubka, dosifica sus records mundiales para obtener su jugo, centímetro a centímetro: cada vez que lo consigue, y lleva más de 30 desde 1985, su bolsillo engorda al menos en cinco millones de pesetas. En otros deportes genuinamente olímpicos y en teoría aficionados, como la natación, la evolución de esa hegemonía del pecunio sobre el podio es más lenta, pero también se impone. Los norteamericanos Matt Biondi y Tom Jager han cambiado a base de plantes el concepto estrictamente deportivo de la competición. Primero consiguieron incluir la prueba de los 50 metros libres en el programa olímpico, en la que ambos eran especialistas. Luego idearon el fijo económico de salida, que ya existía en otros deportes. El nadador profesional entrena al menos seis horas diarias -tres veces más que el futbolista más sacrificado-, nunca nada menos de 10.000 metros cada día, y eso, dicen, hay que pagarlo. Ambos encabezan el ranking de caché que exigen sus representantes por participar en encuentros amistosos. Se les contrata, como al atleta Carl Lewis, como al cantante Frank Sinatra, para dar espectáculo, y su presencia es garantía de fuertes ingresos en taquilla para el organizador. El dinero ya no es, por tanto, exclusivo del fútbol, aunque en esto también sigue siendo el deporte rey. Diego Armando Maradona, para muchos el mayor virtuoso del balón de la historia, cobró casi 600 millones de pesetas en su última temporada en activo, en el Sevilla.

Los dirigentes del club andaluz reconocen que la operación, con ser costosa, les reportó beneficios: la sola presencia del astro argentino se tradujo en llenos en el estadio domingo tras domingo. Y las televisiones preferían en ocasiones retransmitir cualquier encuentro de la jornada. En concepto de fichajes, en cambio, el de Maradona por el Barcelona hace doce años, no es hoy más que una reliquia estadística. Los 800 millones, de los de 1982, que pagó el club catalán por el entonces emergente Pelusa, resultan hoy irrisorios frente a los 4.000 que pagó el Milan del magnate italiano Silvio Berlusconi en 1992 por el futbolista turinés Gianluigi Lentini. O los cerca de 10.000 que pagó el Real Madrid por Luis Figo. Dinero llama a dinero. No hay partidos amistosos, ni exhibiciones benéficas, ni intentos de batir records por amor al arte. Esa espiral económica ha afectado al estado de salud del deporte y a su espíritu fundacional. La importancia del dinero para los clubs de fútbol y baloncesto ha obligado a las autoridades deportivas españolas a redactar una ley que convierte los clubs deportivos profesionales en sociedades anónimas (SA), para que los propios directivos y empresarios representados en su consejo de administración respondan con su patrimonio de la deuda creciente de ambos deportes. En el caso del fútbol, el 30 de junio de 1992, cuando expiraba el plazo de conversión en SA, el fútbol español tenía un pasivo de 30.

000 millones de pesetas. La contratación de jugadores extranjeros superpagados, la costosa construcción de instalaciones deportivas, la gestión basada en criterios del deporte aficionado, y los escasos ingresos de taquilla, llevaron a muchos clubs al borde de la desaparición. La financiación del fútbol procede de las taquillas, los derechos de televisión y el patrocinio comercial de empresas privadas. Una pequeña aportación de la popular quiniela redondea el presupuesto de los clubs. No siempre es suficiente. En baloncesto, el problema ha sido en algunos casos más acuciante. La americanización de las normas, en una presunta búsqueda del espectáculo, ha permitido contratar más jugadores extranjeros -comunitarios o no-, y la disputa de una liga más igualada ha incrementado la emoción en países como Grecia, Italia, Turquía y España. En este país, grandes clubs como el Real Madrid y el Barcelona, con secciones dentro del club matriz de fútbol, han homologado los sueldos de los jugadores de ambos deportes, y a sus directivos no les salen las cuentas: el mejor aforo concentra a 12.000 espectadores. El incremento del presupuesto destinado a este deporte ha permitido a los clubs contratar también a entrenadores de prestigio, americanos y europeos. La fórmula casi siempre da sus frutos. Gracias al dinero, España también consiguió preparar con garantías los Juegos de Barcelona, en el quinquenio previo a 1992. La presencia de técnicos yugoslavos, rusos, lituanos, cubanos, húngaros, chinos, para deportes minoritarios que tenían poca opción en la gran cita olímpica, ayudó a conseguir las 22 medallas de los deportistas españoles.

Tiro con arco, boxeo, piragüismo, waterpolo, judo... contaron con presencia extranjera en el banquillo y con instalaciones apropiadas. Un total de 12.000 millones de pesetas destinó el programa ADO (Asociación de Deportes Olímpicos) en la financiación de la preparación de los deportistas españoles para los Juegos de 1992: un peculiar sistema de mecenazgo atribuyó cada especialidad a una empresa, que se ocupó de su respaldo económico. La cita olímpica española era un reclamo interesante para la firma, y la repercusión se traducía en la cuenta de resultados.El deporte aficionado que preconizaba el aristócrata Coubertin no conserva, por tanto, sus principios inmaculados. Su importancia publicitaria no sólo es aprovechada por las firmas comerciales. Muchos políticos también han adivinado a lo largo del siglo XX el suculento beneficio que podía representar para su carisma la utilización de grandes acontecimientos deportivos con fines más o menos perversos. Silvio Berlusconi ha utilizado el equipo de fútbol del Milan para presentarse a las elecciones italianas. Jesús Gil, presidente del Atlético de Madrid, nunca ha negado que la popularidad de su cargo lo catapultó a la alcaldía de Marbella (Málaga). El interés no es nuevo. Desde su origen en Grecia, los Juegos de la antigüedad trataron de discernir entre deporte y política: una "tregua de los dioses" prohibía atacar a la ciudad-estado que organizaba los juegos. Así se preservaba la inviolabilidad de la sede y su aislamiento de todo interés bélico y político.

Pero el interés propagandístico, la condición de escaparate que siempre ha acompañado a cada edición de los Juegos ha activado la codicia de los especuladores. Un ejemplo cercano en la historia es Adolf Hitler, que pretendió utilizar los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, como aldabonazo de la raza aria. Un atleta negro norteamericano, Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro sobre pistas de ceniza, echó tierra al intento del Führer de llenar los podios de rubios alemanes. Hay múltiples vertientes de esa acepción. En España, el régimen de Franco aprovechó goles como el de Marcelino a Rusia, en 1964, o el de Zarra a Inglaterra, en 1950, para exaltar la furia española y el concepto de patria. La victoria de Paquito Fernández Ochoa en los Juegos Olímpicos de Sapporo, en 1972 tan inesperada como fructífera para el régimen, representó el mejor "slogan" sobre el esquí para las autoridades deportivas españolas. Las dictaduras no desestiman la oportunidad que representa un acontecimiento deportivo para consolidar su legitimidad. El gobierno del general Jorge Rafael Videla se apropió del éxito de la selección argentina de fútbol de Mario Kempes, con tanto entusiasmo como en la calle los aficionados aprovecharon el trasfondo social de la victoria. El objetivo de ambas celebraciones era bien distinto. Fidel Castro, el presidente de Cuba, aprovecha los éxitos del atleta Javier Sotomayor, "recordman" de salto de altura, y de sus jugadores y jugadoras de voleibol y baloncesto, embajadores principales del deporte cubano en el mundo, para diluir las penurias económicas que atraviesa la isla caribeña, entre el embargo exterior y el aislamiento interior.

El fenómeno no escapa a los regímenes democráticos. Con el gobierno socialista ya maduro, en 1986, en la repetición de los goles de Butragueño contra Dinamarca en el mundial de México apareció, sobreimpresionado de forma casual en Televisión Española, el puño y la rosa del logotipo del partido, lo que algunos interpretaron como manipulación propagandística. Es el fútbol un fenómeno goloso que trasciende el pitido del árbitro. En 1969, un partido entre Honduras y El Salvador por la clasificación para el Mundial de México 70 suscitó incluso un conflicto bélico: ganó El Salvador, y los hondureños invadieron el país vecino. La guerra duró una semana, gracias a la intervención de la Organización de Estados Americanos.Cuanto más importante es el acontecimiento, mayor es la posibilidad de altercado, por los intereses políticos y comerciales que giran en torno al deporte. Los trabajadores en huelga interrumpen la Vuelta Ciclista a España; simpatizantes de ETA irrumpen en espectáculos deportivos; las giras del equipo surafricano de rugby fueron seguidas por manifestantes que oponían al régimen de "apartheid" (de segregación racial) impuesto en su país. El deporte es un buen escaparate para algunos objetivos: en los años de la transición española, entre 1975 y 1982, hubo dos amenazas de bomba en partidos de baloncesto celebrados en Vitoria, y dos atentados, en Valencia y Tolosa, en partidos de fútbol.

El ritmo ha decrecido con los años, aunque aún en 1993 se desactivó un coche-bomba de ETA en las proximidades del estadio Vicente Calderón, del Atlético de Madrid. Pero a veces el deporte consigue lo que no logran los votos. Más allá del Telón de Acero, desde la Segunda Guerra Mundial no sólo ha sido una forma de legitimar gobiernos más o menos totalitarios. También fue un instrumento de ascenso social. Para las mujeres, casi el único. Para una joven de Chescoslovaquia o la URSS, el deporte era una forma de vida, una dedicación exclusiva que perseguía el éxito, a veces a cualquier precio. Muchos atletas preferían ingerir sustancias prohibidas para mejorar sus marcas con tal de conseguir un apartamento. Todavía continúa hoy el goteo de casos de "dopaje", hasta hace poco sólo sospecha, promovido por entrenadores de postín de campeones olímpicos o mundiales, en las extintas RDA o la URSS. Los dirigentes comunistas vieron en el deporte una forma más de triunfo sobre Occidente. El bloque del Este no entró a formar parte en los Juegos Olímpicos hasta los de 1952, en plena guerra fría. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, en la URSS se consideraba a los Juegos Olímpicos como un acontecimiento burgués, que era preciso humillar. En 1952, la URSS perdió con Yugoslavia en el campeonato de fútbol de los Juegos, lo que llevó a Stalin a pedir explicaciones a Tito. La URSS acabó con el mismo número de medallas que Estados Unidos, y la ceremonia de celebración para el equipo soviético fue cancelada.

Muchos años después algunos miembros del equipo olímpico de 1952 no habían recibido su medalla. El poder del deporte lo ha convertido incluso en la única forma de acercamiento entre los dos bloques en varias etapas del siglo XX. Pero también de distanciamiento. Dos de los episodios más tristes en la historia del olimpismo son recientes: los boicots de Moscú 80 y Los Angeles 84 entre las superpotencias y sus aliados. En Moscú no estuvo la delegación de Estados Unidos, que pretendía obtener una respuesta política a la invasión de Afganistán por los soviéticos. El asunto encerraba también uno de los más estrepitosos síntomas de ignorancia de la clase política sobre el deporte. A comienzos de 1980, apenas seis meses antes del comienzo de los Juegos, el presidente norteamericano James Carter, y la primera ministra británica Margaret Thatcher, sugirieron cambiar de sede la organización olímpica, que en esa edición tenía a 10.000 atletas de 160 países inscritos. Hay quien insinúa que Estados Unidos y Gran Bretaña no se echaron atrás en su decisión de boicot por no admitir lo descabellado de su proposición. Cuatro años después, en Los Angeles, no estuvieron la URSS y sus países aliados, aduciendo razones de seguridad, aunque el trasfondo era propagandístico: la revancha política de la edición precedente. El boicot es una figura tristemente frecuente en la historia próxima. Nadie ha hecho boicot al movimiento olímpico o sus fundamentos, pero son varias las renuncias por motivos políticos.

El país o grupo de países que no comparece pretende poner de manifiesto las contradicciones del país anfitrión con el ideal olímpico de paz y convivencia que se presupone al acontecimiento. Así tratan de contrarrestar el impagable componente propagandístico que revierte en el organizador. España, el Gobierno de la República, decidió no acudir a los Juegos nazis de Berlín, en 1936. Y tampoco a los de Melbourne, en 1956 (junto con Suiza y Holanda), por la invasión soviética de Hungría. Egipto, Irak y Líbano, en cambio, no fueron en protesta por la ocupación del canal de Suez. Indonesia y Corea del Norte se retiraron en Tokio 64 porque China fue invitada a competir en Yakarta. Y Corea del Norte y Cuba, reductos comunistas en el planeta, no desfilaron en Seúl 88. Hay otras versiones de renuncias, de las que también existen ejemplos. El boicot racial ha sido el único prejuicio estatal que ha llevado al Comité Olímpico Internacional a excluir de unos Juegos a un país. Sudáfrica ha estado excluida de la mayor fiesta del deporte por practicar el "apartheid". Los desagravios raciales también motivaron el boicot que los partidos africanos, árabes y del Caribe hicieron a los juegos de Montreal, en 1976, en protesta por la participación de un equipo de rugby de Nueva Zelanda en Sudáfrica. Aunque el rugby no es deporte olímpico, los países negros protestaban porque el país oceánico no fue excluido de los Juegos.

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