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Aunque, como tendremos la ocasión de comprobar, una buena parte de los conflictos del Oriente Medio se debieron a la peculiar combinación de religión y política en el mundo islámico, la conflictividad en la zona tenía un largo pasado que permitía que las crisis estallaran sin necesidad de este factor. Además, en el Mediterráneo oriental esta potencial situación explosiva se vio multiplicada a comienzos de los setenta por el hecho de que la situación estratégica había cambiado merced a dos factores: la existencia de una mayor paridad en el peso relativo de las dos superpotencias después de establecida la presencia de la flota soviética y la actitud de algunas potencias árabes revolucionarias. La persistencia de una conflictividad venida de antiguo se aprecia en el caso de Chipre. Dada su composición étnica y cultural la muy compleja Constitución de este país contenía una serie de apartados que no eran revisables y otros que lo podían ser tan sólo con una mayoría muy cualificada. La presidencia del arzobispo Makarios permitía un delicado equilibrio constitucional pero en el verano de 1974, cuando éste propuso a los dirigentes del Gobierno dictatorial militar griego que los oficiales de esta nacionalidad que encuadraban a las fuerzas militares chipriotas dejaran de hacerlo, tuvo lugar un golpe de Estado. Makarios debió refugiarse en una base británica y Turquía respondió con un inmediato desembarco en la isla ante la perplejidad de los grecochipriotas y del Gobierno helénico que había provocado la operación y que tuvo que acabar por abandonar el poder.

Cuando, al final de 1974, Makarios recuperó el poder fue ya imposible restablecer la peculiar situación constitucional existente. Grecia y Turquía, dos miembros de la OTAN, habían estado a punto de enfrentarse en un conflicto armado y la primera abandonó durante unos años la organización militar de la OTAN a la que no se reintegraría sino en 1980. Por su parte, Turquía acabó reconociendo una República turca del Norte de Chipre en 1983; aunque fue el único país que lo hizo, en la práctica la unidad política de la isla no volvería a reconstruirse. También en el Mediterráneo Libia pareció contribuir a debilitar la tradicional hegemonía del mundo occidental. Convertida en una potencia poderosa por sus recursos petrolíferos y durante algún tiempo cercana a la URSS, durante estos años parece también haber auspiciado la actividad de movimientos terroristas. En abril de 1986 los norteamericanos bombardearon Libia en una operación que estuvo a punto de acabar con la vida de su dirigente El Gadafi. De todos modos, el centro de gravedad de la tensión internacional en Oriente Medio era otro. Aunque el conflicto entre Israel y los países árabes estuvo lejos de solucionarse, la evolución en Medio Oriente propiamente dicha resultó, en un primer momento, más favorable para el mundo occidental, aunque sólo fuera por la marginación que la URSS sufrió en Egipto. En realidad, esta región del mundo desde 1956 había sido lugar preeminente de la confrontación entre las grandes potencias que prodigaron su apoyo militar y diplomático a sus aliados regionales.

Pero no siempre las superpotencias obtenían los resultados previstos y, sobre todo, la evolución de las circunstancias fue siempre impredecible y a menudo paradójica. La guerra, por ejemplo, supuso la elevación de los precios del petróleo y el alineamiento de todos los países árabes contra Israel (Egipto y Siria consideraron a partir de 1974 a la OLP como única y legítima representante de la población palestina). Pero ya sabemos que la presión a través de los productos energéticos duró poco; en realidad, el gran cambio producido en la panorámica internacional de la región fue el desplazamiento de Egipto desde una actitud de cerrada oposición al Estado de Israel y a los norteamericanos hasta convertirse en colaborador de los segundos y firmar la paz con los primeros. A este resultado se llegó como consecuencia de dos realidades coincidentes. Kissinger, el secretario de Estado norteamericano, fue un hábil negociador de conflictos en caliente mediante una diplomacia de pequeños pasos que evitaba que un momento de grave tensión local se convirtiera en guerra universal. De este modo consiguió detener la guerra en un momento en que la situación de las fuerzas egipcias era muy complicada. Pero un papel más importante le correspondió al presidente egipcio Sadat, capaz de darse cuenta, como una parte de la clase dirigente de su país, de que no le interesaba a su país mantener una situación sin solución ni futuro previsibles.

Tras el último período bélico Sadat había probado que era capaz de iniciar la guerra contra el adversario secular utilizando a los soviéticos e indirectamente el arma del precio del petróleo. En años sucesivos, en cambio, utilizó a Washington para obtener un acuerdo satisfactorio para su país con los israelíes. También se debe tener en cuenta que si la diplomacia de Carter pudo pecar de incoherente y confusa en otros aspectos, al mismo tiempo supo también ser paciente en la búsqueda de la paz convirtiéndose en esto en paradójico heredero de Kissinger, su antítesis en lo que respecta a los principios determinantes de la acción exterior. Carter, por ejemplo, inició la aproximación a una solución por el procedimiento de pedir que Israel tuviera fronteras defendibles pero se retirara de una parte de los territorios ocupados y reconociera que la OLP representaba por lo menos a una parte considerable de los palestinos. La decisión más crucial, que demostró la valentía de Sadat, fue su viaje a Jerusalén en noviembre de 1977. Ante el propio Arafat la había anunciado en el Parlamento egipcio y le costó no sólo la dimisión de sus responsables de política exterior propia sino también unos inicios de los contactos que resultaron muy decepcionantes. Ante el Parlamento israelí afirmó Sadat que los antiguos antagonistas estaban de acuerdo en dos cosas: la necesidad de garantías recíprocas y la evidencia de que la guerra anterior debía ser la última.

De hecho, las minucias de la negociación le interesaban muy poco y estaba dispuesto a librarse de la hipoteca palestina que pesaba sobre la política exterior árabe y mediatizaba cualquier posibilidad de desarrollo económico estable. Occidentalista, impaciente y anticomunista, su interés primordial radicaba en recuperar el Sinaí pero chocó con una fuerte oposición interna a la hora de seguir este rumbo. Tras trece días de encuentro en Camp David entre Beguin, el primer ministro israelí, y Sadat en septiembre de 1978 se llegó a un acuerdo que fue suscrito en marzo de 1979 en Washington. Gracias a él Israel, tras treinta años de guerra, firmó la paz con el más poderoso de sus vecinos árabes y Egipto logró la restitución de los territorios que había perdido en 1967 tras un plazo de tiempo que dilató el proceso hasta 1982. Para entonces Sadat había sido ya asesinado en octubre de 1981, víctima de los integristas que desde mediados de los años setenta venían constituyendo un peligro creciente para el Estado egipcio. Desde antes, sin embargo, el aislamiento de éste del conjunto de los países árabes se había hecho casi total alineándose contra él no sólo los países más próximos a la Unión Soviética sino también los conservadores como Arabia Saudita y Jordania. Egipto fue excluido de la Liga Árabe cuya capitalidad se trasladó en adelante a Túnez y sólo dos países árabes -Sudán y Omán- mantuvieron sus relaciones diplomáticas con él.

La paz entre Egipto e Israel no sólo no liquidó el conflicto iniciado en 1948 sino que en cierto sentido lo agravó. De la cuestión palestina no se había tratado más que en un intercambio de cartas que pronto se demostró incapaz de resolver nada. Fue el testimonio de la desgana de Sadat por seguir haciendo depender los intereses propios de las reivindicaciones palestinas. Pero los israelíes no hicieron nada por avanzar en solucionar el problema. En 1977 por vez primera ganó las elecciones el Partido religioso Likud, en gran parte por la corrupción laborista ligada a su larga permanencia en el poder pero también por la creciente inmigración de judíos procedentes del mundo árabe y más confrontados con él. El líder del Likud, Menahem Beguin, que había participado en atentados terroristas contra los británicos, pronto dejó claro su propósito de, en la práctica, incorporar Gaza y Cisjordania al Estado de Israel. Por otro lado, fue aumentando la distancia entre los dirigentes políticos israelíes y el contexto internacional. A fines de 1974, Arafat intervino por vez primera en la ONU en defensa de la instauración del Estado palestino; ya no se hablaba, por tanto, tan sólo de la cuestión de los refugiados. Los Estados Unidos se decían ya partidarios de una patria palestina que incluyera Cisjordania y Jordania. La Comunidad Europea llegó a más pidiendo que al proceso de paz se incorporara la OLP; en 1980 Austria e Italia la reconocieron desde el punto de vista diplomático.

Mientras tanto, perduraba el terrorismo propiciado por esta organización y Menahem Beguin, tras firmar la paz con Egipto, como para compensar cesiones anteriores, trasladó la capital de Israel a Jerusalén (1980), se anexionó el Golán (1981) y fomentó la colonización judía en los territorios ocupados, en parte por razones estratégicas pero también con un propósito de ampliación de la tierra reclamada de forma permanente. En esta tarea jugó un protagonismo muy importante su ministro de Agricultura Ariel Sharon. Pero lo más grave desde el punto de vista del derramamiento de sangre durante este período fue, sin duda, el estallido de una auténtica guerra civil en el Líbano. Éste había sido en el pasado un modelo de convivencia intercultural gracias a un sistema complicado de equilibrios político-constitucionales. La presidencia, por ejemplo, quedaba reservada a un cristiano maronita mientras que el primer ministro debía ser un musulmán sunita. De esta manera, se podía mantener una apariencia de Estado democrático occidentalizado cuando la población musulmana, sin duda, hubiera preferido la vinculación con Siria que, por otra parte, estaba justificada desde el punto de vista histórico pues ya se había producido durante la colonización francesa. Pero dos cambios decisivos hicieron inviable este Estado, considerado antes como un oasis de paz en una región del mundo frecuentemente convulsa. En primer lugar, el peso demográfico creciente de la población musulmana parecía quitar justificación al predominio o, al menos, al poder compartido con los cristianos.

Pero, sobre todo, en 1968-1969 y más aún en 1970, cuando los palestinos fueron expulsados de Jordania, su implantación en el Líbano supuso la creación de un Estado dentro del Estado con los campos de refugiados convertidos a menudo en fortalezas desde las que actuaban las guerrillas de castigo a los israelíes. Éstos llegaron a decir que los palestinos disponían de 80 tanques en el Sur del Líbano y otros tantos lanzadores de misiles. En abril de 1975, tras un desfile de las fuerzas palestinas por las calles de Beirut dotadas incluso de armas pesadas, tuvo lugar el asesinato de un líder musulmán por parte de las "Falanges" cristianas y desde este momento ya resultó inviable un Estado que acabó por disolverse en una serie de comunidades autónomas que combatían entre sí. A partir de 1976 las potencias vecinas intervinieron mediante actos de fuerza para defender sus intereses o para intentar una paz precaria. Lo hizo Siria a partir de 1976 para ejercer un papel de árbitro pero también para testimoniar su pretensión hegemónica en el seno del mundo musulmán. La ambigüedad de esta actuación se aprecia también en que si, por un lado, una misión de esta intervención era procurar moderar el entusiasmo revolucionario de los palestinos, también los sirios contribuyeron a facilitar la expansión de la influencia integrista iraní. Por su parte, Israel, que había llevado a cabo operaciones de castigo en el Sur del Líbano en junio de 1982, realizó una operación militar -"Paz en Galilea"- que afirmó querer desalojar al adversario palestino.

Pero aunque ésos eran los objetivos declarados, pronto se ampliaron pretendiendo establecer un poder fuerte en Líbano. Hasta 80.000 israelíes intervinieron con unos 1.300 tanques; sufrieron más de un centenar de muertos y consiguieron un éxito espectacular pero a cambio de no pocos inconvenientes. Después de prometer que la operación no tendría más que un carácter limitado, llegaron hasta Beirut y se enfrentaron con la aviación siria, a la que redujeron a la impotencia. Pronto la operación provocó la profunda desunión en la propia opinión pública israelí. Israel logró el abandono del Líbano por la OLP pero no la reconstrucción de este Estado: a los pocos meses fue asesinado Bechir Gemayel, el dirigente de las milicias cristianas, que debía cumplir esta misión. En septiembre de 1982 los "falangistas" libaneses asaltaron dos campos de refugiados palestinos cercanos a Beirut en Shabra y Shatila produciendo una auténtica carnecería. Un informe independiente de origen israelí culpó a su propio Ejército -Sharon incluido- de, al menos, no haber tomado más medidas oportunas para evitar que un suceso así, previsible, tuviera lugar. 400.000 israelíes -más del 10% de la población de este país- se habían manifestado en protesta por lo sucedido. Finalmente, las tropas israelíes se retiraron aun conservando una franja de protección en el Sur del Líbano; en el ínterin sus relaciones con el aliado norteamericano habían empeorado mucho.

Tampoco la intervención de una fuerza internacional resolvió la cuestión. Formada por contingentes de cuatro países occidentales acabó siendo víctima de atentados por parte de grupos terroristas -como el de octubre de 1983 que costó casi trescientos muertos entre norteamericanos y franceses- mientras que la presencia siria, que los apoyaba o al menos tenía alguna conexión con ellos, seguía siendo predominante en el interior. En definitiva, la irresolución del conflicto palestino había tenido como consecuencia el traslado de la crisis a un país vecino que había sido ejemplo de convivencia. Líbano no se recuperaría de esa situación sino mucho tiempo después cuando empezó a encauzarse la situación en el conjunto de Oriente Medio.

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