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Inestable coexist

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El hecho de que el mundo se encaminara desde la guerra fría a una coexistencia competitiva no implica que no existieran tensiones, incluso muy graves hasta el punto de que una de ellas, la crisis cubana de 1962, pudo provocar, en mayor grado que cualquier otro conflicto anterior, el estallido de una nueva Guerra Mundial. Lo cierto es, sin embargo, que en las crisis se empezó a gestar una nueva forma de ponerse en relación las dos superpotencias que evitaron una confrontación que pudiera desembocar en la guerra. Desde mediados de los cincuenta hasta comienzos de los sesenta hubo tres ocasiones en las que las tensiones existentes en el mundo se multiplicaron y pareció poder producirse la conflagración. De la primera -la Guerra de Suez en 1956- se tratará más adelante puesto que no puede desligarse del proceso de descolonización. Las dos posteriores -la crisis de Berlín en 1958-1963 y la de los misiles cubanos en 1962- fueron el producto de la confrontación ideológica y, al mismo tiempo, de la delimitación de áreas de influencia de las dos grandes superpotencias. Como sabemos, desde el momento del bloqueo de 1948, Berlín se había convertido en permanente punto de fricción entre la URSS y los Estados Unidos. Por un lado, la capital alemana constituía el mejor testimonio de la voluntad de los occidentales de mantener una defensa decidida de la libertad y la democracia.

Al mismo tiempo, la existencia misma de esta ciudad tendía a poner en cuestión la validez misma de los principios comunistas, tal y como creían en ellos los dirigentes soviéticos. Kruschev y el equipo dirigente de la URSS estaban, sin duda, convencidos de la manifiesta superioridad del comunismo y de su victoria a largo plazo, pero en quince años tres millones de alemanes del Este habían logrado cambiar de zona merced al estatuto de Berlín que mantenía un sistema de ocupación militar que ya había desaparecido en Alemania occidental. A este problema permanente en las relaciones entre las dos superpotencias el líder soviético le dio una respuesta muy característica. En realidad, no parece haber buscado de forma coherente ni la confrontación ni la negociación, sino que se lanzó a un ejercicio de amenazas y de presiones que pudieron dar la sensación de lo primero para luego dejar pasar el tiempo sin tampoco llegar a una solución. En todo ello jugó un papel muy importante la actitud de las autoridades de Alemania oriental, que vivían de forma más angustiada la debilidad a la que la sola existencia de Berlín les condenaba: fueron probablemente ellas las responsables de la erección del Muro de Berlín. Pero ni siquiera éste fue una solución y una vez pasado el primer momento de tensión mundial la cuestión quedó sobre el tapete largos años. Kissinger afirma que en la crisis de Berlín y en la posterior de Cuba, Kruschev dio la sensación de actuar como un maestro de ajedrez que después de hacer una apertura brillante se limitara a esperar que su contrincante se rindiera.

En realidad, de ambas crisis el dirigente soviético salió derrotado o, por lo menos, no victorioso. Cualquier interpretación con un mínimo de imparcialidad debe admitir que deterioró su prestigio mundial. La cuestión de Berlín fue replanteada en noviembre de 1958 cuando Kruschev asumió la tesis defendida por la Alemania del Este denunciando el estatuto de ocupación cuatripartita de la ciudad. Para el dirigente del PCUS Berlín debía quedar incorporado a la Alemania del Este o internacionalizado bajo la responsabilidad de las Naciones Unidas. Pero lo grave de esta declaración soviética no residió en la defensa de esta tesis, sino en el hecho de que se daba a las potencias occidentales un plazo de seis meses para aceptar esta propuesta; de no hacerlo, la URSS firmaría un tratado de paz con la Alemania Oriental, la cual de esta manera tendría el control de todas las vías de acceso a Berlín. De este modo, las potencias occidentales se encontraron con el dilema de poder llegar a enfrentarse en una guerra nuclear con los soviéticos en el caso de no aceptar, mientras, si lo hacían, parecían renunciar a la defensa de sus propios valores democráticos de cara a los alemanes de Berlín. Muy pronto se descubrió que la contrapropuesta occidental de tratar de resolver globalmente el problema de Alemania tampoco proporcionaba ninguna vía de salida al conflicto. Así se demostró en la conferencia de los ministros de Asuntos Exteriores de los cuatro grandes reunidos en Ginebra durante el verano de 1959.

El posterior viaje de Kruschev a Estados Unidos en septiembre de 1959 dio la sensación de permitir un aflojamiento de la tensión y, además, trajo como consecuencia la convocatoria de una conferencia de las máximas autoridades de las cuatro potencias vencedoras de la Alemania nazi en París en mayo de 1960. Sin embargo, en esta ocasión, de un modo de nuevo muy característico del estilo político de Kruschev, se produjo un nuevo fracaso cuando el secretario general del PCUS exigió con carácter previo a los norteamericanos que pidieran excusas por haber empleado aviones espías sobrevolando el territorio soviético -denominados U2-, uno de los cuales fue derribado y su piloto apresado. De nuevo, se reprodujo la máxima tensión en los años siguientes cuando, no habiéndose llegado a ningún acuerdo, Kruschev lanzó violentísimos ataques contra los occidentales desde las tribunas de la ONU en otoño de 1960. Cuando tuvo lugar una entrevista entre Kruschev y el nuevo presidente norteamericano, Kennedy, en Viena, en junio de 1961, no hubo tampoco ningún avance. El segundo parece haber buscado algún tipo de camino hacia un compromiso mientras que su interlocutor se lanzaba a una confrontación ideológica de la que nada pudo salir. La propuesta soviética volvía a ser convertir a Berlín en una ciudad libre en el marco de un tratado de paz de los antiguos aliados con las dos Alemanias. Kennedy sintió la frustración de quien ni siquiera creía haber sido considerado como un igual por su interlocutor.

La crisis sobre Berlín llegó a su apogeo a mediados de agosto de 1961 cuando las autoridades del Este de Alemania tomaron la decisión de establecer un muro de división entre las dos zonas de ocupación de la capital. En adelante, la circulación entre ambas quedó imposibilitada por completo: quienes trataran de franquear el muro quedaban condenados a persecución e incluso a muerte, como habrían de sufrirla algunos centenares. También a lo largo de la frontera de las dos Alemanias se tomaron idénticas precauciones de modo que, aunque no de forma absoluta, la hemorragia demográfica sufrida por la Alemania comunista pudo ser detenida en gran medida. Lo sucedido podía parecer el óptimo testimonio de la confrontación entre los dos mundos, pero en realidad acabó siendo relativamente satisfactorio para ambas superpotencias. Kennedy pudo denunciar lo sucedido como una prueba de que el comunismo sólo era capaz de evitar ese "voto con los pies" que hasta ahora se había producido por el procedimiento de levantar una barrera para evitar la libre comunicación. Además, acudió a Berlín a levantar acta de los males del comunismo y a garantizar un apoyo que, por otro lado, no significaba un riesgo de confrontación nuclear. Pero, al mismo tiempo, en su interior llegó a la conclusión que lo sucedido, tras la mala experiencia de Viena, demostraba que, con todas sus bravatas, Kruschev no quería la guerra. De ahí que pueda decirse que la construcción del muro de Berlín sentó las bases para que en la posterior crisis cubana se intentara llegar a un acuerdo: de hecho, Kennedy mantuvo a través de su hermano un contacto indirecto, no comprometido y encubierto con un agente soviético como procedimiento para aliviar tensiones.

Por su parte, Kruschev había logrado dar satisfacción a los alemanes orientales sin poner en peligro la paz mundial, por más que no hubiera alcanzado todos sus objetivos y tuviera que dar marcha atrás al plazo de seis meses que él mismo se había impuesto para resolver el contencioso. Esta crisis también tuvo otras consecuencias inesperadas en alguno de sus restantes protagonistas o de quienes experimentaron sus efectos. Los dirigentes británicos -Macmillan, por ejemplo- que siempre habían sido partidarios de llegar a acuerdos con los soviéticos vieron confirmada la oportunidad de sus planteamientos. De Gaulle pensó que la URSS, con el planteamiento de la cuestión berlinesa, no hacía otra cosa que desviar la atención de sus problemas internos; en adelante, un eje fundamental de su política consistió en fomentar su relación con la Alemania Federal. Ésta se sentía amenazada por la posibilidad de que otros tomaron por ella una decisión que le afectara: quiso, por consiguiente -incluso desde la época de Adenauer- por una parte tener asegurada la retaguardia gracias a la colaboración francesa y, por otra, abrirse a la posibilidad de un acuerdo con los soviéticos. Quizá, sin embargo, el impacto más aparentemente sorprendente de la crisis de Berlín fue el que tuvo sobre el alcalde occidental de la ciudad, Willy Brandt, el futuro dirigente de la socialdemocracia alemana en la época de la apertura al Este, tal como él mismo lo revela en sus memorias. La génesis de su política exterior la describe en el momento en que los alemanes orientales levantaron el muro de Berlín y, por más que Kennedy hiciera muchas declaraciones a favor de la libertad y la democracia de los berlineses, no fue, sin embargo, capaz de suspender sus vacaciones veraniegas y volver al menos a la capital de los Estados Unidos para ponerse al timón de la política occidental.

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