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Cualquier aproximación a lo que significó el final de la Segunda Guerra Mundial para la URSS debe partir de la constatación de hasta qué punto se había producido un cambio en ella como consecuencia de su participación en el conflicto. El hecho resulta especialmente significativo, teniendo en cuenta el punto de vista de su localización en el sistema de relaciones internacionales. Cuando la guerra de 1939 estalló, la URSS era una de las siete grandes potencias del mundo; en 1945, era una de las dos superpotencias que dominaban el globo. Antes de la guerra no tenía amigos ni aliados, sino que era una especie de paria en la escena internacional. Incluso se podía pensar que el régimen no perduraría después de una crisis como la de las purgas de los años treinta, de la que podía pensarse que había supuesto la liquidación de una buena parte de su clase dirigente. Después de la guerra, sin embargo, no sólo fue patente el hecho de que iba a perdurar, sino que sus adversarios la temieron como una superpotencia que ponía en peligro la estabilidad del mundo. La guerra constituyó la gran prueba para medir el vigor del sistema político porque, antes de 1939, Stalin y los suyos eran perfectamente conscientes de que la revolución tan sólo se había impuesto gracias a la derrota militar durante la anterior Guerra Mundial. Hasta los años treinta, en realidad el dirigente soviético nunca se interesó por la política exterior; desde 1945, en cambio, no pudo dejar de hacerlo.

En definitiva, todos estos datos revelan que la Segunda Guerra Mundial marcó un giro decisivo en la Historia de la URSS. Pero, como es lógico, permaneció una constante, que fue el sistema soviético tal y como había sido moldeado por Stalin durante los años veinte y treinta. Durante esas décadas, gradualmente había transformado las legiones de revolucionarios en un ejército de burócratas que había impuesto un rígido esquema ideológico sobre el conjunto del país, sin detenerse en el hecho de que la imposición de esa doctrina podía suponer -como realmente sucedió- la supresión de millones de seres humanos. A través de la presión producida por un terror constante, una presión totalitaria sobre el conjunto de la sociedad y una seudocultura instrumentalizada por la política, Stalin creó una especie de fe irracional, casi religiosa en su persona y en el sistema. La propaganda le presentó como el alumno más distinguido de Lenin, algo que nunca fue. Aunque muy pronto desempeñó un papel creciente en la vida soviética, lo cierto es que en el comienzo de la etapa revolucionaria ni siquiera había sido un personaje decisivo. Con el paso del tiempo, sin embargo, llevó a cabo una conversión del leninismo en una fórmula cuasirreligiosa, simplificada en forma de catecismo. Se sintió obligado, en consecuencia, a elaborar estudios teóricos sobre los aspectos más variados, aunque de ellos lo que tiene un cierto interés apenas es un centenar y medio de páginas.

Al mismo tiempo, no cabe la menor duda de que el estalinismo fue una simplificación del leninismo, pero en éste ya había todos los componentes de un ideario totalitario. Como Hitler, Stalin no fue propiamente un teórico, sino una persona capaz de reducir una teoría a unas cuantas ideas elementales, capaces de recibir el apoyo de las masas. Mérito indudable de Stalin fue haberse adaptado a las circunstancias creadas por la Guerra Mundial. Cuando se produjo la invasión alemana, Stalin fue el primer sorprendido: su reacción ha sido descrita, muy justamente, por Kruschov como dominada por la parálisis, de la misma forma que un conejo atacado por una boa. Su radical imprevisión costó a los soviéticos un número de bajas superior al de los efectivos de la totalidad del Ejército alemán del Este. En los meses iniciales del conflicto, estuvo muy próximo al desastre militar absoluto. En los cinco primeros, la URSS estuvo a punto de desaparecer y algo así pudo suceder incluso hasta la batalla de Stalingrado, que constituyó el verdadero punto de inflexión del conflicto. Pero Stalin acertó, no obstante, en la forma de presentar la guerra ante su propio país, planteándola como una reedición de la resistencia a la invasión napoleónica de 1812 y excitando los sentimientos nacionalistas de la población. Incluso llegó a modificar de forma sustancial las relaciones con la Iglesia ortodoxa rusa: de los 163 obispos existentes antes de la revolución, sólo quedaban siete, tras el terror y las activas campañas de propaganda antirreligiosa lanzadas por el poder.

Pero el dictador consiguió no sólo la colaboración de los dirigentes religiosos sobrevivientes, sino incluso la excomunión de quienes colaboraran con el adversario alemán. Los valores militares -y los correspondientes uniformes- aparecieron en primerísima fila en las ceremonias del régimen, hasta el punto que Stalin asumió la condición de mariscal y recibió el título de "generalísimo". Desde el punto de vista cultural y propagandístico, se promovió una literatura patriótica muy prosaica, pero también muy efectiva. Pero no sólo gracias a la excitación de los sentimientos patrióticos rusos consiguió Stalin la victoria, sino que a ella contribuyó también de una manera decisiva una combinación entre la transformación, en sentido de aparente moderación, de los principios rectores del régimen y el más crudo terror tanto en la retaguardia como en la línea de combate. La guerra se ganó, en efecto, en gran parte gracias a una moderación de los principios revolucionarios. El responsable de la agricultura, Voznezenski, promovió concesiones a los campesinos que permitieron aliviar las dificultades del aprovisionamiento. Al mismo tiempo, sin embargo, Stalin empleó idénticos procedimientos a los que le habían servido para decapitar la oficialidad del Ejército poco antes de la guerra. Solamente entre los años 1941 y 1942, 157.593 soldados soviéticos (el equivalente a seis divisiones) fueron condenados a muerte por haber eludido la resistencia ante el invasor alemán.

No sólo sucedió así en el frente: durante las semanas en que el Ejército alemán pareció poder conquistar Moscú, se realizaron centenares de ejecuciones en retaguardia. Otro aspecto del terror consistió en los traslados -incluso de más de medio millón de personas a la vez- decididos en ocasiones en una única sesión, en la que solamente se tomaba nota del número de las personas y las nacionalidades afectadas. En 1941, primero, y en 1943-4 después, Stalin ordenó la deportación hacia el Este de nada menos que ocho nacionalidades enteras que tenían su propia organización administrativa en el seno de la URSS. Ya antes había empleado medidas como éstas, pero nunca lo había hecho a tan gran escala. El territorio que estas naciones ocupaban en el espacio de la URSS era semejante al de Albania y Checoslovaquia juntas (más de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados) y el número de personas trasladadas llegó a alcanzar la cifra de un millón y medio, de las que murió un tercio; pero alguna de estas naciones, como los tártaros de Crimea, llegó a perder la mitad de sus efectivos humanos. En realidad, sobre estas naciones sólo pendía la sospecha de una posible carencia de fidelidad a la URSS que no parece haber estado justificada sino en algún caso muy concreto, como el de los alemanes del Volga. De estas deportaciones masivas sólo llegó a tenerse noticia al final de los años cincuenta, cuando cinco de estos pueblos fueron rehabilitados. Desde un punto de vista militar, no cabe atribuir a Stalin de forma directa una responsabilidad en el desarrollo de las operaciones que se pusieron en marcha.

No fue nunca un líder militar sino un político que tomaba decisiones militares con una radical ausencia de preocupación por las bajas que pudieran producirse. Así se explican esos ataques frontales y masivos que hubieran sido inconcebibles en otros Ejércitos. El soviético acostumbró a realizar operaciones complejas en todo un grupo de frente sometidas a un proyecto único y coordinadas de acuerdo con un objetivo final pero, en general, se trató de propuestas surgidas de su Estado Mayor y no concebidas por Stalin. Éste, tan sólo en 1943 se desplazó a la línea del frente. En general, fue siempre muy remiso a viajar a un lugar lejano a su residencia habitual (o a emplear el avión para hacerlo). De ahí la dificultad que tuvieron los dirigentes aliados para reunirse con él. Otro factor decisivo en la victoria de la URSS en la guerra radica en la actitud de su adversario. El peligro para el sistema soviético todavía hubiera sido mayor, en el caso de que Hitler hubiera optado por una política más adecuada para fomentar la fragmentación de la URSS, pero el Führer, que consideraba simplemente como "subhombres" a los eslavos, no pasó de considerar a Rusia como un país merecedor tan sólo de esclavitud, en el que únicamente los señores alemanes estarían capacitados para disponer de armas. Hubiera bastado con aprovechar la tendencia a la fragmentación de la URSS para que la situación le hubiera resultado mucho más favorable. Aun así, el Ejército alemán contó con un millón de combatientes reclutados entre disidentes políticos o nacionales.

Los aliados aceptaron al final del conflicto que esos combatientes al lado de los alemanes fueran obligados a reintegrarse a la URSS, con las previsibles consecuencias en forma de fusilamientos masivos que les esperaban. Menos aceptable aún resulta el hecho de que dos millones de civiles se vieran obligados a seguirlos; se ha calculado que tan sólo una quinta parte de ellos no sufrió sanciones tras su regreso. En el momento de la victoria, no obstante, el terror no parecía tan omnipresente como en el pasado. Nunca desde la revolución, el poder soviético tuvo a su favor tantas adhesiones como después de la Segunda Guerra Mundial, principalmente por el aflojamiento de las medidas colectivizadoras y la exaltación de los ideales patrióticos. En 1945, el pueblo soviético esperaba un cambio total en lo político y también en lo material como consecuencia de la victoria. En esa fecha, en efecto, el régimen hubiera podido llevar a cabo una especie de reconciliación civil con el conjunto de la sociedad, tras el enfrentamiento que él mismo había provocado en los años veinte y treinta; a fin de cuentas, la victoria había sido la consecuencia de un gran esfuerzo colectivo. Así lo explicó buen número de personalidades independientes del poder político: según el escritor Pasternak, los soviéticos vivieron la Guerra Mundial como un presagio de liberación y el físico Sajarov ha escrito que "pensamos todos que el mundo de la posguerra sería soportable y humano". Pero, en realidad, lo que se produjo fue un restablecimiento de la situación previa, si bien con especiales características debidas a las circunstancias.

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