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Era dictaduras

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Lo que era común a regímenes tan distintos -nacional-socialismo alemán, fascismo italiano, régimen soviético, Estado Novo portugués, dictaduras centroeuropeas y balcánicas- era el hecho mismo de la dictadura. Muchas de esas dictaduras tuvieron amplio apoyo popular. La adhesión, por ejemplo, del pueblo alemán al régimen de Hitler fue general y entusiasta. Mussolini gozó -ya se ha dicho- de prestigio internacional por lo menos hasta que atacó a Abisinia en 1935, y de un innegable consenso dentro de Italia. Lenin fue casi reverenciado en su país. Dirigidas por hombres enérgicos y a menudo carismáticos -si bien, no todos-, las dictaduras respondieron a la necesidad de gobiernos fuertes y de afirmación nacional que las masas parecieron requerir en épocas de crisis -morales, políticas, económicas, nacionales- tan intensas y generalizadas como fueron los años de la inmediata posguerra y, tras la depresión de 1929, la década de los treinta. Las dictaduras tuvieron una evidente vocación populista. Casi todas ellas apelaron al nacionalismo de las masas, hicieron del plebiscito popular, y no de las elecciones, forma habitual de consulta y buscaron su legitimidad en retóricas de salvación nacional y en políticas de protección y asistencia social. Los dictadores se vieron a sí mismos como la verdadera encarnación de la voluntad popular.

Fascismo y dictaduras autoritarias de la derecha no sobrevivieron -salvo las excepciones del Portugal de Salazar y la España de Franco- a la derrota del Eje en la II Guerra Mundial. El régimen soviético, en cambio, perduró hasta 1989. Ello, sin embargo, fue menos resultado de la revolución de octubre de 1917 que de la gigantesca transformación -una segunda revolución, y una revolución, además, desde arriba- que la URSS experimentó en los años treinta bajo el liderazgo de Stalin, una vez que en 1928 se impusiera su política de "socialismo en un solo país". Además, las purgas y juicios de los años 1935-38, en que conocidos líderes de la Revolución de 1917 y destacados jefes del Ejército, y millones de personas, fueron condenados y ejecutados, consolidaron el poder de Stalin sobre el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y sobre el Estado soviético, un poder que Stalin retuvo hasta su muerte en 1953. La Unión Soviética devino así el prototipo del régimen totalitario. Más aún, desde 1945, Stalin extendió el poder soviético a toda la Europa del Este: él presidió la transformación de la URSS en una de las grandes superpotencias del orden internacional de la segunda mitad del siglo XX. La ascensión de Stalin al poder a la muerte de Lenin (24 de enero de 1924) fue, pues, un hecho de importancia histórica decisiva. Tuvo, sin embargo, poco de sorprendente y fue en gran medida lógica.

Fue la misma naturaleza de la estructura soviética del poder, aquella dualidad Partido-Gobierno que, como vimos, la caracterizaba, lo que hizo de Stalin el hombre fuerte de Rusia. Como secretario general del Partido desde el Congreso de 1922 y como único dirigente que pertenecía a la secretaría, al Politburó y al Orgburó -esto es, a las instituciones rectoras del país-, en un sistema en el que verdadero centro del poder era el Partido y no el gobierno, Stalin controlaba ya las claves de ese poder, el aparato central del PCUS, antes incluso de la enfermedad final de Lenin, que se declaró en mayo de 1922, y mucho antes, por tanto, de que se abriese la pugna por su sucesión. Que Lenin advirtiese en su testamento contra el excesivo poder que Stalin había acumulado, resultaba incongruente: los hombres de 1917 habían creado la estructura de poder que hizo posible el estalinismo. Con todo, la elevación de Stalin al poder no fue ni inmediata ni inevitable. En ello fue determinante, como se acaba de señalar, el control que ejercía sobre la secretaría del Partido desde 1922 y la red de alianzas con líderes locales y elementos de la burocracia que gracias a ello pudo construir. Pero igualmente decisivos fueron su gran habilidad táctica, los errores de sus rivales -y en especial, de Trotsky-, la capacidad de Stalin para monopolizar la herencia de Lenin y sobre todo, la coherencia de la que iba a ser su gran tesis, "el socialismo en un solo país", con las necesidades de la URSS.

Porque, a la postre, el conflicto por el poder que estallaría a la muerte de Lenin fue mucho más que un choque de personalidades, por más que los estilos y talantes de Trotsky -judío, cosmopolita, culto, lúcido, apasionado por la literatura y el arte, escritor e intelectual brillante y mordaz- y Stalin, georgiano de origen modestísimo, que apenas había salido de Rusia, que no conocía más idioma que el ruso, taciturno, rudo, astuto, tenaz, desconfiado, sobrio y poco comunicativo, resultaran incompatibles. La lucha por el poder expresó hondas diferencias ideológicas sobre la concepción de la revolución y del partido, y paralelamente, profundas diferencias sobre las prioridades de la política económica y las necesidades en la construcción de la URSS. Aunque las divergencias existieran desde antes, fue la aparición a fines de 1922 de la "troika" integrada por Zinoviev, Kamenev y Stalin como posible bloque dirigente del Partido, lo que desató el debate. En octubre de 1923, casi al mismo tiempo que 46 conocidos dirigentes -Preobrazenski, Rakovsky, Smirnov y otros- reclamaban la reconducción del proceso económico, Trotsky denunció "el régimen de partido" que se estaba creando y la progresiva "burocratización de su aparato". En artículos y folletos posteriores, como El nuevo curso y Lecciones de Octubre, a la vez que acentuaba sus críticas al partido, perfiló lo esencial de su pensamiento: recuperación del espíritu y de los ideales de octubre de 1917, reafirmación de los principios bolcheviques en el PCUS, revolución permanente, y una nueva y más enérgica política económica que impulsase la industrialización y el socialismo.

Tal vez, Trotsky se postulase así para asumir la sucesión de Lenin. Pero en cualquier caso, lo hizo muy mal. Sus críticas se alternaron con largos silencios; enfermo, ni siquiera asistió a los funerales de Lenin; desinteresado en la gestión diaria del Partido, no acudía a las reuniones de los órganos de dirección del mismo. El caso Trotsky revelaba que, bajo la apariencia de unidad que le había dado Lenin, el PCUS estaba profundamente dividido. Tres grandes cuestiones fueron las razones de la ruptura: el ritmo de la industrialización, el papel del sector privado en la economía soviética y el dilema revolución internacional/revolución rusa. Esto último, en concreto, adquirió nuevo y particular relieve cuando, frente a las tesis de Trotsky -que todavía en 1923 creía posible la revolución en Alemania, Bulgaria y China, como la creería posible en Gran Bretaña, en 1926, a la vista de la huelga general que allí tuvo lugar dicho año-, Stalin propuso (1924) la idea del "socialismo en un solo país", esto es, la tesis de que la revolución mundial exigía previamente la consolidación y defensa de la revolución soviética y, por tanto, la subordinación de la política comunista internacional a los intereses de la Unión Soviética. La contraofensiva de Kamenev, Zinoviev y Stalin hizo que, en enero de 1925, Trotsky dimitiera como comisario de la Guerra. Vino, luego, la ruptura entre Kamenev-Zinoviev, que integraron lo que se llamó Nueva Oposición, y Stalin, por la oposición de aquéllos a la tesis nacional del Secretario General y a la política de contemporización con el sector privado agrario.

En diciembre, el XIV Congreso del PCUS aprobó la tesis del "socialismo en un solo país" y desautorizó a la Nueva Oposición. En julio de 1926, el comité central del Partido (donde Stalin contaba ahora con el apoyo de Bujarin, Rykov, Tomsky y otros dirigentes) condenó los métodos "escisionistas" de Trotsky, Zinoviev y Kamenev -que habían aproximado posiciones y formado una poco convincente Oposición unificada- y poco después, los excluyó del Politburó. La evolución de la situación internacional agudizó el enfrentamiento. Los fracasos en 1926-27 de la huelga general británica y del comunismo chino (que se verá en el capítulo siguiente) parecieron dar definitivamente la razón a las tesis nacionales de Stalin. En noviembre de 1927, días después de que la Oposición intentara la celebración de una manifestación en Moscú, el XV Congreso del PCUS acordó la expulsión de Trotsky, Kamenev y Zinoviev. La relación de fuerzas que reveló el Congreso dejaba pocas dudas. Stalin contó con el apoyo de los representantes de 854.000 miembros del partido; Trotsky, con el de unos 4.000. En enero de 1928, Trotsky fue, además, exiliado a Alma-Ata, en Siberia; fue expulsado de la URSS un año después. El XV Congreso del PCUS significó, por tanto, el triunfo de la concepción nacional-comunista de la revolución que Stalin había ido perfilando en artículos, folletos y discursos, concepción que suponía, de una parte, una reafirmación del poder y de la unidad del Partido (como vanguardia de la clase obrera e instrumento de la dictadura del proletariado), y de otra, el fortalecimiento económico y militar de la URSS.

Eso es lo que haría Stalin a partir de 1927-28. Sus objetivos serían la rápida industrialización del país, la colectivización forzosa de la agricultura y la planificación estatal de toda la actividad económica; sus medios, la coerción y la represión, ejercidos a una escala jamás conocida en país alguno, y el encuadramiento de la sociedad a través de una formidable presión propagandística; los resultados: la transformación de la URSS en un gigante industrial y militar y una completa revolución social que cambió definitivamente la sociedad rusa (aunque con un coste humano y económico que literalmente arruinaría a la larga al país). El cambio se inició con la aprobación en abril de 1929 del I Plan Quinquenal (1928-32), cuyo comienzo se fijó retroactivamente a partir del 1 de octubre de 1928. El Plan aspiraba básicamente al desarrollo de la industria pesada y a la colectivización del 20 por 100 de la agricultura -límite suprimido en 1930- y para ello, fijaba índices de producción, la distribución del PIB, precios y salarios, productividad, plazos fijos para entrega de producción, y muchos otros indicadores económicos. Lo verdaderamente revolucionario eran los cambios que introducía en el mundo agrario. El Plan creaba granjas colectivas, o "koljozes", de 400 hectáreas de extensión, de propiedad cooperativa, en las que se integrarían las explotaciones individuales y minifundios y a las que el Estado asignaría maquinaria y otros recursos; y granjas estatales, o "sovjozes", de propiedad estatal y explotación directa por el Estado, con sus propios funcionarios y trabajadores.

La capacidad del Estado soviético para movilizar recursos e impulsar el esfuerzo humano que la realización de aquellos objetivos requería fue extraordinario. El éxito de la industrialización fue completo. Sólo bajo el I Plan (que fue completado por otros dos, aprobados en 1933 y 1938), se construyeron unas 1.500 factorías. Entre 1928 y 1938, se quintuplicó la producción de carbón y acero. La de carbón pasó de 35 a 127 millones de toneladas anuales; la de acero, de 3 a 18 millones de toneladas. La producción de electricidad se elevó de 18 a 80 millones de kilovatios-hora; la de petróleo, de 12 a 26 millones de toneladas. En 1939, la URSS era ya el tercer país industrial del mundo, y el primero en la fabricación de tractores y locomotoras, maquinaria que sólo diez años antes tenía que importar. Las grandes cuencas carboníferas del Kuznetsk habían quedado unidas por ferrocarril con las minas de hierro de los Urales. Grandes zonas industriales surgieron en Tula -cerca de Moscú-, en Kharkov, Rostov, Stalingrado y, al otro lado de los Urales, en Magnitogorsk, una ciudad de 250.000 habitantes enteramente nueva, Zaporozhe, Novosíbirsk (en el Kuzbass), Irkutsk y otros puntos. El ritmo de la colectivización fue también impresionante. En 1930 se había ya colectivizado el 32,6 por 100 de la tierra; en 1932, el 61,5 por 100; en 1935, el 83,2 por 100: en 1941, la agricultura estaba prácticamente colectivizada. Los resultados, en cambio, fueron catastróficos.

Millones de campesinos se opusieron a la colectivización. El régimen decretó la liquidación de los "kulaks" o campesinos-medios. Miles y miles de familias fueron expropiadas por la fuerza y sus responsables o deportados o encarcelados o ejecutados. El mismo Stalin estimó que la colectivización había supuesto la liquidación o deportación de unos 10 millones de personas: los ejecutados sumaron posiblemente unos 4 millones. Los resultados económicos fueron igualmente negativos. Casi un 60 por 100 de la ganadería del país quedó destruida entre 1928 y 1932. El consumo per cápita de pan, patatas, carne y mantequilla disminuyó en esos años en la misma proporción. Las catastróficas cosechas de 1932 y 1933 provocaron una situación de hambre sólo comparable a la de 1921: probablemente, otros siete millones de personas perecerían por esa causa entre 1927 y 1937. Los alimentos estuvieron racionados en toda Rusia hasta 1935. Regiones como Ucrania y Kazajstán quedaron devastadas. El hambre fue desapareciendo hacia 1938-39 y la producción de cereales y sobre todo de trigo -para cuya explotación, pronto mecanizada, se abrieron grandes áreas en Siberia y otras regiones- mejoró. Así, la producción de trigo que era de 22 millones de hectolitros en 1928, tras bajar a 20,3 millones en 1932, alcanzó los 30,7 millones en 1936 (y parecidas oscilaciones registraron las producciones de centeno, maíz, avena, salvado, patatas y remolacha). Pero la producción de alimentos, y la misma productividad agraria, nunca se recuperaron.

Lo mismo bajo Stalin que bajo sus sucesores, la URSS sufrió de una escasez crónica de alimentos básicos. La oferta de bienes de consumo fue en todo momento paupérrima. El objetivo de la industrialización y de la colectivización no era el bienestar individual, sino el desarrollo colectivo y el reforzamiento de la URSS. Significativamente, los gastos de defensa subieron del 4 por 100 del presupuesto en 1933, al 17 por 100 en 1937 y al 33 por 100 en 1940. Pero los cambios eran formidables. El número de trabajadores industriales pasó de 11 millones en 1928 a 38 millones en 1933: la revolución había hecho la clase obrera, y no al revés. Unos 20 millones de personas emigraron del campo a la ciudad en la década de 1930. La población urbana se elevó del 17 por 100 de la población total en 1926 al 33 por 100 en 1939. La escasez de viviendas en las grandes ciudades generó un gravísimo problema de hacinamiento. De hecho, el nivel de vida en 1953 no era superior al de 1928. La industrialización se hizo sobre salarios industriales bajísimos; la jornada laboral fue incluso ampliada en 1940. El coste humano y social de la transformación de la URSS, por tanto, fue también formidable. Que el país no conociera en la década de 1930 ciclos depresivos resultaba por ello irrelevante. El gobierno hizo un excepcional esfuerzo propagandístico para estimular la moral colectiva de la población y generar un clima de entusiasmo popular en torno a los gigantescos planes emprendidos.

Los "héroes del trabajo", los "stajanovistas" -nombre derivado del ejemplo del minero Aleksei Stajanov, que el último día de agosto de 1935 extrajo una cantidad de carbón catorce veces superior a la asignada-, se convirtieron en el estereotipo del revolucionario y patriota. Lógicamente, una legislación laboral verdaderamente tiránica definió huelgas, accidentes de trabajo y absentismo como formas de "traición" contra el Estado y la revolución, y los castigó incluso con la pena de muerte: centenares de técnicos e ingenieros de áreas industriales y de encargados de granjas del Estado fueron procesados y ejemplarmente castigados (y un número altísimo, fusilados) por supuestos sabotajes de trabajo. El régimen impuso un nuevo rigorismo moral como expresión de la ética proletaria del trabajo. La homosexualidad y el aborto fueron prohibidos. La familia, el matrimonio, la procreación y la maternidad, estimulados y exaltados. La simbología y los mitos del nacionalismo ruso fueron actualizados y puestos al servicio de la política oficial, como elemento para enaltecer el colosal esfuerzo colectivo. Industrialización y colectivización aparecieron así como la continuidad de la obra histórica de los constructores de la gran patria rusa, de Pedro el Grande e Iván el Terrible. En esa visión, Stalin, cuyo culto comenzó desde 1930, era "el gran arquitecto del socialismo, el más grande líder de todos los tiempos y de todos los pueblos" -como le llamó la propaganda oficial (y muchos intelectuales de la izquierda europea fascinados por el comunismo)-, el nuevo héroe nacional que, como los del pasado, venía a salvar a Rusia, tal como, a través de un paralelismo obvio, quiso decir el film de Eisenstein, Alexander Nevski, un extraordinario ejemplo de cine épico de belleza visual excepcional, apoyada en una majestuosa e impresionante música compuesta por Prokofiev.

Cine, arte y literatura fueron forzados a reflejar los valores y estética de la nueva moral proletaria. El arte de vanguardia (el futurismo ruso, el constructivismo, Malevich, Kandinsky, Zamiatin, Esenin, Isaak Babel, Bulgakov y un largo etcétera), que la revolución había hecho suyo en los primeros años, fue eliminado y reemplazado por el "realismo socialista" como doctrina oficial, proclamada así en el Congreso de Escritores Soviéticos de 1934, un retorno a las técnicas del realismo decimonónico al servicio ahora de un retórico obrerismo ejemplarizante y heroico. Chagall, Kandinsky, el escultor Naum Gabo, Stravinsky, abandonaron Rusia para siempre. Los poetas Esenin, Mayakovsky y Marina Tsvietáieva se suicidaron. Isaak Babel, Ossip Mandelshtam y Boris Pilniak desaparecieron en las cárceles de Stalin; Bulgakov, Pasternak, Akhmatova, sobrevivieron condenados al exilio interior, perseguidos, criticados y silenciados por la cultura oficial. El régimen estalinista hizo, con todo, un colosal esfuerzo educativo, que tuvo además enorme trascendencia social. El número de estudiantes en enseñanza secundaria pasó de 1.834.260 en 1926-27 a 12.088.772 en 1938-39; el número de universitarios, de 159.800 en 1927-28 a 469.800 en 1932-33. De éstos, casi el 50 por 100 era de clase obrera. Los cuadros de la nueva clase dirigente que Stalin crearía procedían en proporciones elevadísimas de medios obreros y campesinos (lo que no fue el caso de los líderes de 1917, en su mayoría de las clases medias, con la excepción tal vez del propio Stalin, hijo de un zapatero rural y de una lavandera).

La gigantesca revolución desde arriba emprendida en 1927-29 conllevó finalmente -además de la exaltación de valores y mitos obreros y patrióticos y del culto a Stalin, esto es, además de la creación de una cultura e ideología nacional y comunista- la implantación sistemática y planificada del terror. Fue llevada a cabo por la policía secreta, el NVKD o Comisariado de Asuntos Internos, la antigua Cheka, dirigida en los años 30 por Yezhov, Yakoda y Beria, sucesivamente, y tuvo un doble objetivo: la depuración del PCUS y el reforzamiento continuado del poder de Stalin, y la formación de una sociedad neutralizada y subordinada a los proyectos de engrandecimiento nacional y socialista trazados por el Partido y sus líderes. Hubo ya juicios públicos espectaculares antes de 1934. Además de los juicios contra "saboteadores" industriales, ya mencionados, en 1932 fueron procesados los ryutinistas, un grupo de militantes del PCUS identificados con M. N. Ryutin, que había criticado con dureza la personalidad de Stalin. Bujarin había sido apartado del Politburó (aunque todavía no "purgado") en noviembre de 1929 por criticar los excesos que se estaban cometiendo en la colectivización. Pero fue a raíz del oscuro asesinato en diciembre de 1934 de Sergey Kirov, miembro del Politburó y líder del PCUS en Leningrado -que poco antes, en enero, en el XVII Congreso del Partido, había criticado el excesivo poder personal de Stalin- cuando se desencadenó el terror a gran escala.

Las purgas de los años 1934-41 tuvieron tres objetivos: el Partido, el Ejército y la población. Su alcance fue escalofriante. En total, una cifra cercana a los 10 millones de personas fueron arrestadas y represaliadas de alguna forma; de ellas, unos 3 millones fueron ejecutadas y otras tantas murieron en campos de concentración. En el "juicio de los 16" de agosto de 1936, varios antiguos dirigentes del PCUS, y entre ellos Kamenev y Zinoviev, fueron acusados del asesinato de Kirov y ejecutados por ello, después que los acusados -moralmente destruidos por la policía estalinista- se autoinculparan: 1.108 de los 1.996 delegados que habían asistido al Congreso del PCUS de enero de 1934, y unos 100 miembros del Comité Central elegido en el mismo, fueron igualmente ejecutados. El "juicio de los 17", de enero de 1937, y el "juicio de los 21", de marzo de 1938, supusieron nuevas penas de muerte para más ex-dirigentes del Partido, entre otros Bujarin, acusado de mantener vínculos con Trotsky. En junio de 1937, fueron ejecutados el general Tujachevsky, jefe del Estado Mayor, y otros 78 altos oficiales del Ejército, acusados de conspirar a favor de Alemania y Japón (represión seguida además por la depuración de la mitad de los 35.000 oficiales que mandaban el Ejército soviético). El clima de delaciones, sospechas y miedo así creado cumplió su objetivo: toda posible alternativa de gobierno, todo potencial centro de oposición, toda hipotética reacción de descontento popular, quedaron destruidos para siempre.

La política de Stalin -que tras la llegada de Hitler al poder en marzo de 1933 conllevaría la apertura a Occidente y la estrategia de frente popular de los partidos comunistas occidentales (pero también, el Pacto de No Agresión con la Alemania de Hitler, en agosto de 1939, cuando la apertura pareció poco satisfactoria)- quedó sólidamente apuntalada. Stalin pudo incluso aprobar en 1936 una nueva Constitución, en apariencia más liberal que la de 1924. El control que ejercía sobre la URSS era excepcional, absoluto. La revolución de octubre de 1917 había desembocado en el horror totalitario que habían anticipado Zamiatin y Huxley en sus libros, y que luego retratarían, aún más magistralmente, Koestler y Orwell en los suyos. Lo grave era que la dictadura soviética no se apoyaba como la de Hitler en una megalomanía racial y ultranacionalista, sino que se legitimaba en la doble ética de la revolución y del proletariado.

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