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Zagros y la Estepa

Desarrollo


Las grandes estepas del sur de Rusia eran el marco ideal para formas de vida muy distintas. Siempre y por todas partes, grupos de agricultores se repartieron la estepa con los nómadas. El caballo era bien conocido, desde luego, pero acaso sería al principio más como alimento que como medio de transporte. Aunque en una época que no podemos precisar, a fines del II milenio o dentro del primero según parece, los nómadas comenzaron a utilizarlo como montura. Sería el nacimiento de lo que K. Jettmar llama la caballería nómada. Y entonces, precisamente, los escitas se convirtieron en los señores de la estepa. La patria de los escitas era la estepa ucraniana, más o menos entre la desembocadura de los ríos Danubio y Don. No eran los únicos, desde luego, y estaban además rodeados por pueblos muy distintos como tracios, eslavos y, al nordeste, fino-ugrios. La Escitia en sí, dividida en múltiples tribus, se distinguía también por la creación de sistemas económicos distintos: al oeste del Dnieper, agricultores sobre todo. Al este del mismo río, nómadas fundamentalmente y, entre ellos, la tribu reconocida como cabeza y autoridad suprema: los escitas reales. Dice T. Sulimirski que los genuinos escitas eran nómadas, siempre en movimiento. No trabajaban la tierra ni sembraban, ni instalaban campamentos semipermanentes. Los hombres, a caballo. Las mujeres y los niños, en carros tirados por bueyes. Siempre en busca de pasto para sus rebaños de caballos, vacas y ovejas de los que tomaban la carne y la leche base de su alimentación.

Heródoto recordaría su rechazo a las costumbres extranjeras -aunque terminarían estimando los objetos bellos-, pues su vida era montar a caballo, tirar con el arco y cazar por simple diversión. Su arma legendaria, el arco compuesto, que conseguía una extraordinaria penetrabilidad, solían llevarlo en un estuche de cuero con adornos de oro -de los que se ven algunos ejemplos en Persépolis-, que estaba dotado además con una aljaba capaz de contener hasta 300 flechas. Sus muy especiales puntas de flecha, bien estudiadas por S. Cleuziou, se extendieron por todo el Oriente y serían al fin difundidas por los medos, que se las apropiaron desde muy pronto. Amantes del oro, hombres y mujeres solían adornarse con objetos de dicho metal. Y ellos fueron los autores del estilo animalístico de las estepas, fruto probablemente de muchos factores entre los que destaca, con toda certeza, el influjo del Irán. Y en los kurganes, los túmulos de las estepas que esconden las tumbas de sus jefes, se guardaron durante siglos el secreto de su arte. Todas las tribus de la Escitia tenían su propio rey, señor absoluto y sin rival. Pero todos obedecían a su vez al rey de la tribu real. Creían en dioses distintos, uno al menos de la guerra, en forma de espada, al que sacrificaban caballos, carneros y prisioneros de guerra. Pero, como sugiere M. Eliade, conservaban prácticas chamánicas, pues sólo así debe entenderse el ritual descrito por Heródoto (IV, 73) -que lo confundió con una especie de diversión ligada a una droga-, consistente en arrojar granos de cáñamo sobre piedras calientes, aspirando luego los vapores.

No deja de ser maravilloso que, en 1924, en las tumbas del lejano Zyryk, en el Altai, se descubrieran calderos con piedras y granos de cáñamo preparados para un ritual de inhalación en el otro mundo que, evidentemente, no tuvo lugar. Puede que a finales del II milenio, el norte del Cáucaso viviera ya el auge de las tribus de los cimerios -tal vez los primeros jinetes-, que chocarían contra las de los escitas a los que llegarían a dominar algún tiempo. Pero sólo son suposiciones que intentan explicar dos cosas: la pretendida cultura cimeria, algo más antigua que la escita, y el pasaje de Heródoto en el que dice que los cimerios entraron en Oriente empujados por los escitas. El caso es que a finales del siglo VIII pasaron a la Ciscaucasia chocando con el reino de Urartu cuyo rey, Rusa I, perdió la vida en el combate (ca. 713). Pero Urartu era imposible de conquistar. Según R. Ghirshman, divididos en dos grupos, uno bordearía el lago Urmía hasta perderse en los valles de los Zagros. El otro, más numeroso, rechazado por los asirios, se vería obligado a emigrar hacia Anatolia. En la desembocadura del Halys se asentarían provisionalmente y -como siglos después los húngaros en Panonia-, se dedicaron a lanzar ataques feroces contra Frigia y Lidia, a las que devastaron. Mas en el curso de una de estas cabalgadas, Assur-báni-apli los aplastó en las gargantas de Cilicia. Nunca más volvió a saberse de ellos.

Los escitas tuvieron mejor suerte porque, entre otras cosas, sólo algunas tribus estarían comprometidas con la aventura de Oriente. Llegaron pisando los talones a los cimerios pero, a diferencia de ellos, ya fuera voluntaria o involuntariamente, se vieron pronto obligados a entrar en el juego político de urartios, asirios, babilonios y medos. Aunque los reinos asirios parecen identificarlos en fechas tempranas, creo con R. N. Frye que sus movimientos al este de Asiria son casi imposibles de trazar con seguridad. Assur-aha-iddin, (689-669 d. C.) los denomina askuza, un jefe de los cuales llamado Ispaka, resulta ser aliado de Mannai, en cuya región o alrededores las tribus escitas se habrían asentado. Poco después la alianza se haría con los asirios -incluso una princesa asiria se casaría con un rey escita llamado Partatua-, lo que decidió acaso el fin de la buena vecindad inicial con los medos, que se verían dominados durante muchos años. Por fin como contaría Heródoto (I, 106; IV, 12) después, Cyaxares acabó con los escitas y les expulsó de la región. El fin de la dominación escita en el noroeste de los Zagros no fue su fin en Oriente. Grupos numerosos quedaron todavía actuando militarmente en apoyo de unos y otros, pero sus noticias son vagas y su recuerdo se pierde. Puede que no pocos repasaran el Cáucaso y volvieran a la Escitia, en donde extendieron lo mucho que habían aprendido y asimilado en tierras iranias.

Pero hasta allí, entre los años 512 y 514 a. C., iría a buscarlos Darío en su famosa expedición. Si hemos de creer en las fuentes, un ejército numeroso de persas, medos y todas las naciones del imperio intentó sembrar la muerte en sus estepas. Como sugiere T. Sulimirski, la destrucción de los asentamientos del valle del Dniester, de fines del siglo VI a. C., podría relacionarse con el paso del ejército aqueménida. Pero en su conjunto, la invasión no tuvo los resultados apetecidos. Y los escitas reales siguieron siendo los dueños de la estepa ucraniana hasta que, en el siglo IV, su primacía pasó a los sármatas. En el este remoto, lo que luego serían la Partia, la Hircania, la Bactriana y la Sogdiana por lo menos, estaban habitadas por pueblos indo-iranios, hermanos de los medos y persas. Pero al norte, en la verdadera estepa, se movían tribus nómadas a las que los persas llamarían sakkas y los griegos escitas o masagetas. Estas gentes vivían de forma muy semejante a la de los escitas de Ucrania, y con independencia del influjo que hubieran podido sufrir de su contacto directo con los pueblos del Irán, por el gran corredor de la estepa estuvieron siempre ligados al mundo de la Escitia rusa. De su historia apenas sabemos nada. Ciro II murió combatiendo contra ellos (530 a. C.) y, con Darío I, la frontera aqueménida cubrió el Syr Daria y la orilla meridional del mar de Aral. Pero fuera siguieron quedando los sakkas. A ellos se les atribuyen tumbas al este del Aral, con piezas de arte animalístico; las de los altos valles del Pamir Oriental y las de Bessatyr, cerca de Alma-Ata, cuyo kurgan número 6 alcanza un tamaño no menor a los de Pazyryk. Un mundo en fin que, aún en silencio, nos habla del espíritu común del mundo de la estepa.

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