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Irrup Modernismo

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Para Dilthey, esa historicidad del hombre -que hacía que, como se recordará, éste no tuviese más explicación de sí que su propia historia- obligaba a hacer del hombre mismo, y de la vida, por tanto, el fundamento de toda explicación; se trataba, en sus palabras, de "comprender la vida por sí misma", de hacer de la comprensión de la vida la meta fundamental de la filosofía. Y en efecto, "la filosofía de la vida" -anticipada por el pensamiento de Nietzsche a finales del siglo XIX- fue uno de los temas filosóficos más en boga a principios del siglo XX. En algún caso, como en el del filósofo francés Henri Bergson (1859-1941), autor de extraordinario éxito social, el interés llegó al gran público. Ello tuvo mucho de reacción frente a las corrientes positivistas y deterministas del siglo XIX. Pero respondía a algo mucho más profundo: a la creciente percepción -que hallaría en Heidegger, ya en los años veinte, su exposición más elaborada- de que la esencia misma del hombre era, precisamente, su existencia. Bergson, de origen judío, profesor del ilustre Colegio de Francia desde 1900, contribuyó probablemente más que nadie al resurgimiento que la filosofía experimentó a principios del siglo XX (en razón de ese gran éxito que tanto sus libros como sus cursos y conferencias alcanzaron). Eso se debió posiblemente a dos razones: al estilo claro, mesurado y preciso de su prosa y de su palabra; y a que su filosofía supuso un nuevo espiritualismo, una afirmación de la energía espiritual -intuición, inteligencia, libertad, espontaneidad- y del espíritu creativo del hombre frente a toda interpretación mecanicista de la vida y de la evolución.

El pensamiento de Bergson, plasmado en sus libros Ensayos sobre los datos inmediatos de la conciencia (1889), Materia y memoria (1896), La evolución creadora (1907) y Las dos fuentes de la moral y de la religión (1932), se centró en torno a lo que él consideraba como un hecho incontrovertible y verdaderamente definidor de la existencia: la intuición de que la vida es duración ("durée"), esto es, continuidad y cambio en el tiempo, algo nuevo a cada instante, creación continua, y, por tanto, múltiples posibilidades, imprevisibilidad y libertad. Con una consecuencia: que el hombre es un ser a la vez idéntico -por su conciencia y memoria, que hacen que el pasado sea siempre presente- y cambiante. Lejos de ser mera evolución mecánica, la realidad para Bergson era continuidad en el cambio, "evolución creadora", esto es, una evolución que conllevaba la creación de lo nuevo y lo imprevisible; porque un impulso vital ("elán vital"), un espíritu creativo, una energía espiritual, impregnaban y explicaban la naturaleza, la vida y el hombre, y su evolución en el tiempo. La vida, para Bergson -cuya influencia en Proust, Péguy, Sorel y en muchos otros escritores y filósofos fue extraordinaria- era, pues, espiritualidad y creación. Para el también francés Maurice Blondel (1861-1949), era ante todo "acción", según el título de su tesis doctoral y de su principal libro, publicado en 1893: es decir, actuación, dinamismo (desde el momento en que el hombre, lo quiera o no, está condenado a vivir y a actuar, con sentido o sin él).

Pero Blondel -a diferencia de las filosofías irracionalistas y por caminos no muy alejados de los de Bergson- tenía que la acción estaba condicionada y determinada por el pensamiento, que equiparaba a la vida espiritual en su conjunto. El hombre, así, sólo se realizaría en la acción, impulsado por su propia espiritualidad hacia fines y objetivos extrapersonales y superiores, movido por un deseo de perfección y salvación, fruto de la conciencia que tiene de su fracaso existencial, que le lleva, en última instancia, hacia la luz y hacia Dios. Tales posiciones aproximaban a Bergson y Blondel con la filosofía alemana de las ciencias del espíritu. A Dilthey -cuyo libro más conocido se titulaba precisamente Introducción a las ciencias del espíritu, 1883-, pero también a George Simmel (1858-1918), profesor en Estrasburgo y Berlín, autor de una obra muy amplia y diversa relacionada con la Filosofía, la Sociología y la Historia, con títulos de gran popularidad y difusión en su día (Filosofía de la moda y Cultura femenina), en la que la vida ocupaba también una posición central, como revelaba el título de su último libro, Intuición de la vida (1918). Y en efecto, Simmel fue un filósofo de la vida y sobre todo, de la vida como vida individual y como voluntad de vivir. La vida era para Simmel un proceso, un vivir en el tiempo, y, como para Bergson, libertad y espontaneidad; pero le parecía, al tiempo, imposible y contradictoria (puesto que la misma muerte es inmanente a la vida), capaz de producir "más vida y más que vida" -formas ideales, valores morales, normas sociales-, lo que limitaba y condicionaba la propia vida y lo vital.

Simmel vio, pues, la vida como tensión insoluble (entre lo vital y las formas, entre lo demoníaco y el sentido de la armonía, entre lo individual y lo social); y esa contradicción, esa tensión entre la vida y el mundo ultravital, era para él el conflicto de la cultura moderna (y por extensión, de la condición humana). La preocupación por la vida como tema filosófico fundamental apareció en muchos otros filósofos de la época, como Max Scheler, Rudolf Eucken, Ludwig Klages y más tarde Ortega y Gasset -o como, en Estados Unidos, en la filosofía pragmatista de William James y John Dewey. Común a todos, fue esa centralidad de la vida en la condición humana entendida como acción, experiencia, espontaneidad y libertad, y como temporalidad; y esa definición de la vida como "vida histórica", que anticipó Dilthey. El hombre aparecía, así, como alguien obligado a vivir (y a decidir su vida a cada instante); y la vida no tenía más razón que la propia vida (esto es, la Historia). La filosofía de la vida no suponía una concepción angustiada y pesimista del hombre y de la existencia. En algún caso, como en el de Bergson, era todo lo contrario: una visión optimista de la vitalidad creadora del hombre. Pero latía en ella la idea de que la vida era "confusa y sobreabundante" -en palabras de William James (1842-1910)-, algo que al hombre le acontecía y cuya realidad y sentido últimos se le escapaban, algo que era, pues, un "misterio" (expresión que Dilthey, entre otros, utilizó a veces con insistencia), ante el cual el hombre carecía de verdades únicas y absolutas: "la verdad -escribía William James en Problemas de la Filosofía (1911)- se crea temporalmente día a día".

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