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La ampliación del derecho electoral hasta alcanzar a la práctica totalidad de la población masculina adulta, debía tener lógicamente efectos sobre el papel de la política en la sociedad, lo mismo que sobre la estructura de los partidos -que trataban de ser intermediarios entre los electores y los políticos- y sobre el hecho electoral mismo. En síntesis, una nueva política democrática de masas sustituyó a la política liberal de minorías. Las reformas electorales no fueron, por supuesto, la única causa de este cambio; en él también influyeron de forma decisiva factores sociales, como la aceleración del proceso urbanizador, y culturales e ideológicos, como la extensión de la enseñanza, el desarrollo de la prensa y la difusión del marxismo y de un nuevo nacionalismo. El cambio no se produjo en todos los países con la misma intensidad, ni dentro de cada país afectó de la misma forma a los distintos grupos y clases sociales. Las nuevas instituciones tampoco fueron universalmente aceptadas: los anarquistas continuaron luchando contra ellas por todos los medios. La política dejó de ser efectivamente el ámbito reducido de actuación de unos pocos, para convertirse en algo en lo que toda la sociedad, al menos la masculina, estaba implicada. A lo largo del siglo, las masas habían intervenido en política de forma decisiva -baste recordar el componente popular de las revoluciones- pero esporádica; a partir de ahora, lo harán de forma constante y regular.

Ha llegado a hablarse de un "love affaire" de la sociedad con la política, en el sentido de que hubo un tiempo en el que nada parecía importar tanto como ella. Los símbolos nacionales, la solidaridad de clase, o las ideas que constituían el núcleo de un partido -la libertad, la justicia, el orden social- adquirieron una mayor difusión y despertaron un tipo de adhesión más apasionada. Los líderes de los partidos se convirtieron en hombres populares con quienes se establecieron relaciones de amor u odio; sus palabras comenzaron a escucharse directamente en mítines públicos; sus intervenciones en el Parlamento eran reproducidas por una prensa, básicamente política, que alcanzó gran difusión. Las relaciones familiares y personales quedaron mediatizadas por las opiniones políticas. En Gran Bretaña esto ocurrió durante los veinte años que siguieron a la reforma electoral de 1867-68; en los años noventa, otras aficiones diversas sustituyeron a la política en las páginas de la prensa y en el interés de los ciudadanos. El grado de politización popular de la III República francesa fue muy alto, especialmente a partir de mediados de los años ochenta, como demuestra la dimensión pública que adquirieron episodios como el protagonizado por el general Boulanger o el "affaire" Dreyfus. En Alemania la movilización política se produjo más tarde, en la última década del siglo.

En Italia, España o Portugal la movilización política, con carácter general, sería un fenómeno del siglo XX, no del XIX. Como ha indicado E. Hobsbawm, la política de masas requería una retórica para las masas, y eso supuso el alejamiento entre el discurso y la realidad política. La franqueza y el realismo con que los políticos se expresaron respecto a las posibles consecuencias de la democracia, en los debates sobre la ley electoral inglesa de 1867, por ejemplo, no volverían a repetirse. "Así, la era de la democratización se convirtió en la era de la hipocresía política pública o, más bien, de la duplicidad y, por tanto, también en la era de la sátira política". La consideración seria de la política quedó para el mundo de los intelectuales y los libros. Los partidos se transformaron de partidos de "notables" en partidos de masas. Frente al interés anterior de integrar en sus filas únicamente a personas con prestigio e influencia, los partidos se preocuparon por conseguir la afiliación o, al menos, el apoyo del mayor número posible de electores. Una escasa organización, consistente sobre todo en grupos de parlamentarios y máquinas electorales, que sólo durante las elecciones prácticamente daba señales de vida, dio paso a una estructura permanente que fue un importante ámbito de vida social y de difusión de ideas; también un lugar donde se elaboraron propuestas y se ejerció presión sobre los políticos para que llevaran a cabo acciones determinadas.

Los partidos tradicionales -conservadores y liberales- se encontraron con grandes dificultades para llevar a cabo esta transformación: ni su doctrina ni los hábitos de sus dirigentes casaban bien con las nuevas circunstancias. Una excepción importante fueron los dos grandes partidos británicos que, a partir de 1870, se empezaron a convertir de hecho en partidos de masas. En el caso del partido conservador, por iniciativa de un organismo central creado a tal efecto por Disraeli, y en del liberal por integración de diversas iniciativas y grupos locales, siguiendo el ejemplo de Joseph Chamberlain en Birmingham. Los mejores ejemplos del nuevo modelo de partido son, sin embargo, los partidos socialistas, los partidos católicos -de los que Alemania ofrece los tipos más perfectos- y los grupos nacionalistas franceses. Es decir, partidos nuevos que apelaban fundamentalmente a las clases sociales recientemente incorporadas a la vida política. Es preciso destacar la transformación que en esta época experimentó el nacionalismo, un término surgido a fines del siglo XIX. La ideología nacionalista, como la mayoría de las ideologías contemporáneas, era consecuencia de la triple revolución -económica, política e intelectual- que Europa estaba experimentando desde fines del siglo XVIII. A lo largo del siglo XIX, unida al liberalismo y defendida principalmente por sectores de la burguesía, había desempeñado un papel central en los movimientos revolucionarios.

A partir de 1870, sin embargo, cambiará tanto su base social como su contenido y posición en el juego político. El nacionalismo se convertirá en un movimiento interclasista con un fuerte apoyo popular, basado en la exaltación absoluta de los supuestos valores específicos de la nación correspondiente -por encima de los derechos de los individuos y de las clases sociales-, lo que le hará situarse a la extrema derecha del espectro político, una "derecha revolucionaria", también opuesta a la derecha tradicional. Esta transformación sólo es explicable en el nuevo marco de la política de masas y en el ambiente de afirmación nacional fomentado por los mismos Estados, aunque también afectó a las minorías nacionales dentro de los Estados. Las elecciones legislativas se convirtieron en el acto central de la vida política, dada la trascendencia que los sistemas les otorgaban. A pesar de las atribuciones conservadas por los monarcas, y de la existencia de segundas Cámaras con los mismos poderes que las elegidas por sufragio popular, en todos los regímenes parlamentarios se terminó imponiendo el criterio de que el gobierno debía reflejar la mayoría de la Cámara baja, y contar con su confianza. Incluso en Alemania, donde el poder ejecutivo no era responsable ante el "Reichstag", éste tenía atribuciones que podían hacer muy difícil la vida de un gobierno; el mismo Bismarck, ante las dificultades que los partidos le planteaban, hacia 1890, llegó a barajar la posibilidad de dar un golpe de Estado y liquidar el Parlamento.

Las elecciones adquirieron en esta época las características básicas que hoy conservan. Es decir, empezaron a consistir en campañas de ámbito nacional, basadas en programas generales, y en las que intervienen decisivamente los líderes nacionales del partido. Los medios para efectuar la propaganda estaban en función de las técnicas existentes: básicamente eran la prensa y la palabra. Se puede considerar que la primera campaña electoral de este tipo, en Europa, fue la que se desarrolló en Gran Bretaña en 1880 cuando, por vez primera, un líder como Gladstone se dedicó a recorrer el país dando discursos hasta en los andenes del ferrocarril, prometiendo cambiar la política exterior inglesa si obtenía la mayoría de los Comunes. Las campañas electorales exigían medios económicos -sobre todo si se trataba de elecciones disputadas- que, en los partidos no obreros, eran aportados por los candidatos. En algunos casos que conocemos, el dinero desembolsado era muy considerable; por ejemplo, en Madrid, en 1881, cada uno de los seis candidatos del partido liberal tuvo que aportar una cantidad equivalente al salario de cinco años de un obrero especializado de la capital. En el Reino Unido, donde los gastos electorales fueron públicos desde 1883, el coste de una campaña oscilaba entre las 800 y las 1.000 libras. Ésta es una de las principales razones, tanto de la continuidad del perfil social de los parlamentarios, como de la relativa independencia, de la falta de disciplina de voto, que los diputados gozaron en las Cámaras.

Aunque, por otra parte, la misma idea de partido disciplinado estaba lejos de ser aceptada. "Parecía inmoral -ha escrito M. Agulhon- que un representante del pueblo dependiera de otra autoridad que su conciencia y de la voluntad de sus mandantes". El sistema descansaba, idealmente, sobre la base de que los ciudadanos emitían su voto de forma libre, de acuerdo con sus propios criterios, valores o intereses. Y así ocurrió, de forma global, en Alemania, en Gran Bretaña -sobre todo a partir de 1880- y, en menor medida, en Francia. En estos países la vida política fue efectivamente plural y se desarrolló en torno a grandes temas que sirvieron de referencia básica a los electores. El factor clase fue uno de los determinantes -sobre todo en el caso de los partidos obreros-, pero también otros criterios como la religión, el nacionalismo, o factores puramente políticos -la forma de gobierno, la política exterior, las libertades públicas- desempeñaron un papel decisivo en la determinación del voto. Aunque existían excepciones, el conjunto de los electores había ido superando lentamente anteriores situaciones en las que los factores locales y las influencias de carácter personal eran lo decisivo a la hora de votar. En Francia se ha destacado la fuerte componente "clientelista" de la política. Si durante el Segundo Imperio predominó la influencia ejercida por el gobierno, a través de los prefectos, en favor de los "candidatos oficiales", durante la III República fueron los diputados los que estuvieron en disposición de presionar sobre los ministros -dada la vulnerabilidad de éstos en el Parlamento-, lo que de hecho hicieron.

Ante la falta de partidos disciplinados, los ministros se vieron obligados a negociar personalmente el apoyo de los diputados. La utilización partidista de la administración se extendió a todas las esferas políticas. En la negociación podían entrar en juego beneficios colectivos para los distritos, y así se reconocía públicamente. "Si votáis contra la República -decía un periódico republicano de Gers, en 1883- no tendréis derecho a los favores del Gobierno y de la Administración. Los candidatos enemigos de la República (..) serán impotentes para prestaros sus servicios; si los enviáis al Consejo General, os exponéis a no tener ninguna subvención para vuestras escuelas, para vuestros ayuntamientos, para vuestros presbíteros, para vuestras viñas dañadas por la filoxera, para vuestros trigos asolados por el granizo; el Consejo General es quien pide el dinero y el Gobierno quien lo da; podéis estar seguros que no concederá absolutamente nada a sus enemigos". Favores personales como becas, exenciones del servicio militar, concesión de estancos, suspensión de acciones judiciales, o todo tipo de puestos de trabajo y negocios, fueron también moneda de pago corriente utilizada por los ministros para obtener el voto favorable de los diputados que, de esta forma, conseguían mantener clientelas personales que les aseguraban la reelección. El sistema parece que funcionó mejor para los diputados que para los ministros. Los gobiernos fueron muy inestables, pero dos tercios de todos los diputados, entre 1870 y 1940, ocuparon sus escaños por un período medio de catorce años.

En cualquier caso, la corrupción que suponía el uso interesado de la administración, bien con fines partidistas o personales, terminó no sólo dañando el prestigio de los políticos y de la República, sino poniendo en peligro la misma existencia del régimen, al dar fuerza moral al descontento de los excluidos. En Italia es preciso distinguir entre el Norte, donde el resultado de las elecciones reflejaba realmente la opinión, y el Sur, donde aquél era consecuencia de las presiones del gobierno, a través de los prefectos, o de las presiones derivadas de relaciones patrón-cliente, o de la unión de ambas. "Generalmente en nuestros distritos -escribía un diputado en 1880- las elecciones se hacen a través de relaciones más personales que políticas. En cada pueblo o aldea hay dos o tres prohombres o grandes electores: quien tenga a éstos a su lado, tiene la elección ganada". En 1884, según Gaetano Mosca, "en algunas provincias, especialmente en el Sur, donde "Camorra" y "Mafia" ejercen todavía una gran influencia, es cierto que el gobierno y sus agentes aprovechan a veces su ayuda en las elecciones y la compensan con la concesión de una semiimpunidad". En la primera década del siglo XX, Giolitti llevaría al extremo las violencias y manipulaciones que habían sido ya normales, en el Sur, durante la época anterior. Lo que resulta más significativo en el caso italiano es que el sistema clientelar, en lugar de desaparecer por influencia del Norte, se extendiera por toda Italia, condicionando su desarrollo político.

En España el tema electoral tiene una gran importancia porque el "caciquismo" fue y, en gran medida sigue siendo, el gran estigma del sistema de la Restauración. Como ha escrito Raymond Carr, "el término cacique es uno de esos raros descubrimientos terminológicos que condenan a todo un régimen: concentran la crítica en uno de los mecanismos inferiores de la política -la falsificación del sufragio y el sistema de influencias que hacía posible esa falsificación-". El indicador irrefutable del carácter artificial de las elecciones en España, globalmente, es el hecho de que los partidos conservador y liberal obtuvieran, alternativamente, cómodas mayorías en el Congreso de los Diputados, siempre que fueron llamados por la Corona a organizar las elecciones. Los procedimientos utilizados fueron diversos: la falsificación de las actas electorales, la compra de votos, la concesión de favores o el ejercicio de coacciones, basados en el dominio de la máquina administrativa o de los medios de producción, y la violencia física. Sin embargo, no conocemos bien la importancia relativa de estos métodos, su concreción geográfica y la forma como evolucionaron, por lo que no sabemos si nos encontramos ante el predominio de la apatía y la indiferencia del electorado -que permitía el fraude o la compra de votos-, ante sociedades clientelares de base política o económica, o ante una población políticamente movilizada que era sistemáticamente reprimida. En todos los países, las presiones ejercidas sobre los electores, tanto desde los órganos de poder como por los particulares, no eran los únicos factores que impedían el que un resultado electoral reflejara el verdadero estado de la opinión pública.

La manipulación del censo por parte de las autoridades y los partidos, fue probablemente el medio más generalizado de corrupción electoral. Además, determinadas disposiciones de las leyes electorales y, sobre todo, de la geografía electoral -lo que se conoce con el término americano "gerrymandering"- podían dificultar a algunos grupos el ejercicio del sufragio, o desvirtuar completamente el sentido de los votos. En 1868, los conservadores británicos llevaron a cabo cambios importantes en los límites de los distritos, mediante los cuales muchos de los barrios industriales y zonas urbanizadas que habían surgido recientemente, fueron segregados de los distritos rurales a los que pertenecían, e incluidos en distritos urbanos. El objetivo fundamental de esta acción era hacer más seguros los enclaves conservadores, es decir, los distritos rurales y los urbanos de escasa dimensión, aunque fuera a costa de abandonar las grandes aglomeraciones urbanas a los liberales. Esto fue corregido por la redistribución efectuada en 1885. En la legislación británica, sin embargo, se mantuvo un complicado procedimiento de registro que, hacia 1914, se calcula privó de poder figurar en el censo electoral a 3,5 millones de personas -fundamentalmente de clase obrera- cualificadas por la ley. Gambetta y los radicales franceses detestaban el sistema de distritos uninominales, y defendían el escrutinio "de lista" como el mejor medio para acabar con las influencias personales y conseguir partidos fuertes, con disciplina de voto sobre sus diputados.

En 1885 se volvió a implantar este sistema, con el resultado de que radicales y conservadores salieron beneficiados a costa de los republicanos moderados; a raíz de la utilización que Boulanger hizo de este procedimiento, se volvió al distrito uninominal en 1889. En España la geografía electoral desincentivó la ya de por sí escasa movilización política del país. La distinción entre distritos uninominales, rurales -que eran la gran mayoría- y circunscripciones, que elegían un diputado por cada 50.000 electores, y que comprendían las principales ciudades y amplias zonas rurales en torno a las mismas, sirvió de hecho para que, en la mayor parte de las ciudades de tipo medio, el voto urbano -el único voto auténtico- fuera sofocado por el voto rural, logrado por procedimientos caciquiles. La nueva política fue originalmente un fenómeno urbano. La concentración humana, con las facilidades que implica para la difusión de las ideas y la organización, la falta de controles tradicionales, la urgencia y la naturaleza de los problemas a resolver, son factores que explican porqué los nuevos partidos y los comportamientos electorales independientes -la política, en definitiva, en su significado contemporáneo- comenzaron a difundirse en las ciudades, aunque también en las ciudades europeas, como en las americanas, se desarrollaron máquinas que sustituían el antiguo patronazgo individual por otro de partido. Pero ¿cómo llega la política a los campesinos? Esta pregunta, en relación con Francia, ha dado lugar a una relevante polémica.

Todos están de acuerdo en que la politización supone la percepción de los problemas y las soluciones en un marco nacional -superando la tradicional perspectiva localista- y un comportamiento no mediatizado por lealtades o influencias personales. La discusión surge cuando se trata de responder al cuándo y el cómo tuvo lugar el cambio. Para unos, entre los que Eugen Weber es el más representativo, la política llegó a los campesinos franceses -siempre de una forma imperfecta- en la segunda y en la tercera décadas de la III República, gracias a la transformación económica y cultural que trajeron consigo los ferrocarriles, las escuelas y el servicio militar obligatorio. Otros historiadores, entre ellos Ted W. Margadant, opinan que el fenómeno de la politización campesina se dio por primera vez durante la II República, y que su expresión más clara fue la sublevación que siguió al golpe de Estado de Luis Bonaparte, en diciembre de 1851; para estos autores, el cambio económico y cultural, que son presupuestos básicos de la aparición de la política, se produjo con anterioridad, de acuerdo con el modelo de desarrollo particular de Francia en el que la agricultura y la industria rural desempeñaron un papel significativo. En cualquier caso, esta polémica centra muy bien las cuestiones básicas que es necesario considerar al plantearse el problema de la politización campesina en el contexto europeo. En el mundo urbano, sin embargo, hubo quienes rechazaron las nuevas instituciones, adoptando distintas formas de comportamiento.

"Marx nunca llegó a ser un converso de la democracia parlamentaria. -ha escrito David McLellan-, pero consideró que, en ciertas culturas políticas, la democracia parlamentaria era un vehículo transicional adecuado para la afirmación del poder político proletario". En 1876 y 1878, manifestó su creencia en la posibilidad de una revolución pacífica en Estados Unidos, Inglaterra y Holanda. La actitud de los partidos socialistas de carácter marxista era ambigua, como ya hemos visto en los casos de Alemania y Francia: de hecho actuaban como partidos democráticos y reformistas, pero en el fondo esperaban que la revolución acabara con aquel orden social y político; las propuestas teóricas "revisionistas" fueron totalmente rechazadas. En España, el partido socialista proclamaba su voluntad de apoderarse "revolucionariamente" del poder. Acogieron bien el sufragio universal, aunque manifestaron que "la dependencia del salario hace casi irrisorio el derecho electoral de las muchedumbres". Los anarquistas, por el contrario, no participaron en absoluto en la vida política. Despreciaron las pequeñas ventajas que, a través de ella, pudieran lograrse porque, como dijo Kropotkin, "servirían únicamente para mantener intacto el espíritu conservador de la actual sociedad". Junto a la actividad teórica de dirigentes como el mismo Kropotkin, Malatesta y Eliseo Reclus, lo más característico de la acción anarquista, durante las últimas décadas del siglo, fue la llamada "propaganda por la acción", la acción violenta llevada a cabo por un reducido grupo de hombres entre los que, como ha escrito James Joll, "a menudo es difícil distinguir el verdadero militante anarquista (.

.) del psicópata cuyos oscuros impulsos le mueven a tomarse su desquite particular de la sociedad"- dispuestos a demostrar con sus actos la desesperada naturaleza de la situación social, y a marcar el camino de la revolución e incitar a ella, como había propuesto Bakunin. Los atentados anarquistas alcanzaron a reyes, hombres políticos, jueces e instituciones: entre otros, fueron asesinados el zar Alejandro II, la emperatriz de Austria, el rey Humberto I de Italia, el presidente francés Sadi Carnot y el presidente del Gobierno de España, Cánovas del Castillo. La Bolsa y la Cámara de los Diputados de París fueron también objeto de ataques. Pero incluso la misma burguesía que acudía al teatro del Liceo de Barcelona o al café Terminus, junto a la estación Saint-Lazare de París, no escapó a la "propaganda por la acción". Como habría de declarar, Emile Henry, autor del atentado en el último lugar indicado, los anarquistas "no eximen ni a las mujeres ni a los hijos de los burgueses, porque tampoco las esposas ni los hijos de los obreros son eximidos (..). Caballeros de la burguesía: ¡Tened al menos la dignidad de reconocer vuestros delitos y de admitir que nuestras represalias son perfectamente legítimas!".

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