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ReligiosidadPlenitud

Desarrollo


La gran eclosión de las órdenes del tronco benedictino había coincidido con el apogeo de un mundo rural organizado políticamente de acuerdo con los esquemas del feudalismo clásico. Sin embargo, a fines del siglo XII, Europa había cambiado lo suficiente como para poner en cuestión el porvenir de tal modelo político-religioso. El renacimiento de las ciudades al calor del desarrollo de la burguesía, la introducción de nuevos sistemas de conocimiento representados por Aristóteles y las universidades y, en suma, la aparición de un laicado cada vez más atento a las novedades de todo tipo y orgulloso de si mismo, representaban retos pare los que la Iglesia no tenía de momento respuesta. El desarrollo de las herejías de masas lo demostraba, pero además, problemas tan acuciantes como la moralidad del préstamo a interés o, sobre todo, la pobreza voluntaria eran, entre otras, cuestiones que no podían ser atajadas con el tradicional argumento de la "fuga mundi" o la apelación al ascetismo. Haciendo de la necesidad virtud, surgieron en el seno de la Iglesia las órdenes mendicantes, que permitirían acometer no sólo la reconquista espiritual del mundo ciudadano y derrotar a la herejía, sino proporcionar también a Roma un instrumento insustituible para su política. A diferencia de los monjes y, en menor medida, de los canónigos o el clero secular, los mendicantes no estaban obligados, antes al contrario, a permanecer en un lugar fijo de residencia.

Este carácter dinámico, unido a la indestructible fidelidad de los mendicantes hacia Roma, permitió a los pontífices utilizar a franciscanos y dominicos como un verdadero ejército en defensa de sus intereses. En su papel de predicadores, misioneros, inquisidores, canonistas, teólogos o intelectuales los mendicantes proporcionaron la base humana imprescindible pare el triunfo de la teocracia pontificia. Por descontado que el creciente poder, que por lo mismo fueron alcanzando las ordenes mendicantes, despertó recelos entre las restantes fuerzas eclesiásticas, pero en todos los casos el decidido apoyo de Roma solvento los conflictos a favor de las nuevas órdenes. Problemas como los planteados en la Universidad de París a lo largo del siglo XIII entre los maestros seculares y los frailes sobre el ejercicio y concepto de magisterio, o los surgidos en la organización diocesana y parroquial contra el privilegio pontificio que permitía a franciscanos y dominicos predicar y confesar libremente en toda Europa, se zanjaron siempre en favor de los mendicantes. Este apoyo pontificio redundó también en el progresivo acercamiento de franciscanos y dominicos, por más que éstos se destinasen frecuentemente a las labores diplomáticas, universitarias, judiciales y legislativas, en tanto que aquellos mostraron mayor predilección por la catequesis y las misiones. Se ha podido afirmar en ese sentido irónicamente, que para cualquier observador superficial, la única diferencia que a lo largo del siglo XIII subsistió entre dominicos y franciscanos fue la del "color del hábito" (Knowles).

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