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Datos principales


Rango

Conquista Iberoam

Desarrollo


Mitificado y vilipendiando hasta la saciedad, el conquistador no ha merecido, lamentablemente, ningún buen estudio objetivo y sigue siendo un personaje enigmático. Cuando se habla del conquistador se alude siempre a los jefes, como Cortés, Pizarro, etc., cometiendo la gran injusticia de olvidarse de los verdaderos conquistadores, que fueron los soldados: la gran mayoría abrumadora. Estos conquistadores abrazaron su oficio por necesidad, no por vocación, salvo casos muy excepcionales. Incluso en la nómina de los jefes, no figura ningún noble español (noble que se hiciera conquistador, no conquistador ennoblecido), y ni siquiera notables mercaderes o profesionales como, por ejemplo, sucedió con los descubridores. Sólo encontramos algunos caballeros de órdenes militares y en conquistas muy tardías. Esto parece indicar que en la escala social, el oficio de conquistador estaba por debajo del de descubridor. El conquistador pertenecía, por lo regular, a la ralea de los malditos: soldado sin compañía, villano arruinado, pícaro sin víctimas, criado sin amo, marinero sin barco, segundón o tercerón de familia noble sin oficio ni beneficio, campesino sin tierra, porquerizo sin cerdos, abogado sin pleitos, funcionario sin empleo, etc. El conquistador reclutado en América tenía la misma extracción, y añadía a esto el haber fracasado en su intento de convertirse en acomodado encomendero, minero o ganadero.

En cuanto a las regiones de procedencia, parecen ser principalmente Andalucía, Extremadura y Castilla, afectadas por las crisis manufacturera y ganadera del segundo cuarto del siglo XVI. El oficio de conquistador se aprendía en América, enrolado en una hueste, y por el método experimental. Muy pocos habían tenido experiencia militar anterior y los que gozaban de tal entrenamiento eran muy valorados y ponderados. Las Casas nos da a entender, en su Brevísima, que había una especie de escuela de formación de conquistadores, que fueron las mismas conquistas y que quienes participaron en las últimas eran ya unos expertos en matar indios. Es verdad que muchos conquistadores fueron pasando de una a otra conquista, pero no porque hubieran abrazado la profesión de conquistador, sino porque no habían encontrado la forma de librarse de ella. El español se hacía conquistador con el deseo de convertirse en encomendero. Ejercía temporalmente el oficio conquistador con el deseo de abandonarlo lo antes posible. Sólo los fracasados continuaban con dicha profesión. Esto explica que fueran muy mal vistos a fines de la época imperial, cuando los echaban de todos sitios o les inventaban entradas para alejarles de los reinos ya pacificados. Del conquistador se han resaltado características tales como su espíritu combativo, su religiosidad, su sentido del honor, su codicia, su deseo de notoriedad y su crueldad: una mezcla de elementos medievales y renacentistas que demuestran lo ambivalente de su figura.

Las características buenas suelen atribuirse a su medievalismo y las malas a su renacentismo. Realmente parece más medieval que moderno, como lo acredita su escaso espíritu crítico, que le llevaba a perseguir mitos como la fuente de la eterna juventud, las ciudades áureas de Cibola, El Dorado, pueblos de gigantes y amazonas, etc. Su religiosidad parece probada por el hecho de que jamás se rebeló contra sus jefes, cuando éstos destruyeron los ídolos indígenas poniendo en peligro la supervivencia de la misma hueste. En cuanto a su espíritu combativo no es menos evidente, si bien hay que tener en cuenta que usualmente era resultado de la situación en que se encontraba: metido en territorio enemigo y rodeado de adversarios, sin posibilidad de volver atrás. De sus vicios renacentistas conviene también hacer una ponderación. La codicia se advierte fácilmente en muchos personajes principales (Cortés, Ordás, Pizarro, Alvarado, Benalcázar, etc.) que, una vez logrado un buen botín, volvían a invertir lo ganado en nuevas empresas conquistadoras, pero esto no debía ser lo frecuente, sino lo anómalo, y propio de hombres muy ambiciosos. Lo que de verdad buscaba el soldado conquistador era retirarse después de haber obtenido un buen botín o, lo que es mejor, una encomienda, para no tener que coger la espada en el resto de sus días. Su codicia, la del soldado, hay que comprenderla así, como un pecado natural de quien nada tiene y lucha por conseguir algo para mejorar su vida.

En cuanto a su crueldad para con los indios, no puede comprenderse salvo en el caso de que lo hiciera para aterrar al enemigo y obligarle a rendirse lo antes posible. Los conquistadores hicieron barbaridades, como encerrar a los indios en chozas y prenderles fuego, aperrear a los naturales, cortarles manos y narices, etc., cosas que parecen indicar un refinado sadismo propio de seres inhumanos. La verdad es que las guerras coetáneas eran prolijas en ejemplos de salvajismo humano. Aterrar al enemigo para que se rindiera parece que era quizá todavía lo es- la regla áurea de toda campaña militar. Quizá la mejor aproximación que puede hacerse a la figura del conquistador, es la de pensar que se trata de un maldito de la sociedad española que trataba de distinguirse mediante su sacrificio personal, y hasta límites extremos, para convertirse en un funcionario o en un encomendero. La imagen señorial constituyó la verdadera obsesión de todo conquistador, pero pocos lograron realizarla. La Corona estuvo en guardia contra las tendencias señoriales que minaban su realengo y cortó muy pronto sus mercedes de títulos nobilarios a los conquistadores (apenas se dieron los del Marqués del Valle de Oaxaca y Marqués de Cajamarca). La nobleza castellana aplaudió la medida, pues consideró a los conquistadores como unos advenedizos que pretendían ensalzarse por haber matado unos cientos o miles de indios. Más fácil fue conseguir encomiendas o cargos administrativos, pero la mayor parte carecía de preparación adecuada para los últimos.

Piénsese, por ejemplo, en las dificultades que afrontó Sebastián de Benalcázar para ejercer como Gobernador de Popayán sin saber leer ni escribir. Dependía de sus secretarios para todo y cosechó el desprecio de los leguleyos de su reino, que le miraban como el analfabeto que era. La Corona comprendió la situación y envió enseguida a Indias a su burocracia, formada en las universidades españolas (comúnmente procedente de clases humildes) que chocó pronto con aquellas reliquias de la conquista convertidos en improvisados funcionarios. De aquí data el primer enfrentamiento entre españoles peninsulares y españoles americanos. La figura señera del conquistador es la del capitán, única que ha merecido el interés de los historiadores. Era, frecuentemente, uno de los pocos soldados que habían tenido experiencia de combate al servicio de otro capitán anterior (Pizarro, Cortés, Alvarado, Ordás, Benalcázar, etc.). Su misión era conducir la hueste hacia el objetivo con el menor número de bajas y de esfuerzo posibles, conquistar el territorio, obtener un cuantioso botín y transformar luego la compañía armada en pobladora del lugar. Para todo esto debía contar con enorme autoridad, emanada de su capitulación firmada por el Rey, o delegada del Gobernador que le había ordenado la entrada. Solía reforzarla con el cargo de Justicia y, sobre todo, con sus poderes potenciales: facultad para repartir el botín, futuras encomiendas y solares.

Pero el principio de autoridad se debilitaba desde el momento en que la hueste se ponía en marcha hacia su objetivo, ya que el carácter comunal de la empresa daba una enorme relevancia a la voluntad popular, que podía cambiar la persona del capitán o la misma finalidad impuesta a la campaña. Balboa, primer gran capitán de una hueste conquistadora, obtuvo la autoridad de sus propios hombres y se enfrentó con ella a la del bachiller Enciso, lugarteniente de Ojeda (quien había capitulado con el Rey) y a Nicuesa, el gobernador del territorio que pisaba. Cortés hizo lo mismo en la Villa Rica, cuando fue nombrado por sus vecinos Capitán General, rompiendo los vínculos de dependencia con el Gobernador Velázquez. Igual hicieron otros muchos, como Benalcázar, Jiménez de Quesada, etc. Es por esto que los capitanes conquistadores no solían ser excesivamente autoritarios con sus hombres, salvo casos especiales, y procuraban tomar las grandes decisiones consultando con sus subalternos y con los soldados más experimentados, pues eran conscientes de que gestionaban una empresa comunal. Su tacto para manejar la tropa era, quizá, más importante que su propia autoridad. El capitán disponía la ruta más conveniente para alcanzar el objetivo, la intendencia o racionamiento, la táctica a emplear en cada batalla, las guardias e incluso medidas disciplinarias, como suprimir el juego o castigar los hurtos de sus hombres. Carecía por lo regular de privilegios y combatía como cualquier otro soldado.

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