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Si bien existieron algunas excepciones, en general la conquista fue realizada mediante la iniciativa privada, esto es, mediante una contrato (capitulación) establecido entre el rey -o su representante- y un particular por el cual se autorizaba a éste a conquistar un territorio concreto en un plazo de tiempo determinado. Para ello se organizaba una hueste, al frente de la cual se situaba un jefe, quien recibía del rey diversos títulos posibles en función de la dimensión de la empresa (gobernador, adelantado o capitán). A cambio, el jefe expedicionario se comprometía a correr con los gastos de la empresa y a realizarla en el tiempo fijado. Las obligaciones del rey, por su parte, eran la exención de tributo, la donación de tierras y solares en las futuras poblaciones, y la promulgación de derechos y libertades al modo de los existentes en Castilla. El rey sólo estaba obligado a conceder estas mercedes en caso de que la expedición de conquista terminase exitosamente, es decir, a posteriori, lo que provocó no pocas disensiones. Aunque pueda parecer que la Corona queda relegada y apenas interviene en la conquista, en la práctica se reserva para sí importantes herramientas de intervención. La capitulación determina claramente que los territorios conquistados pertenecerán a la Corona, no al particular. Por otro lado, las concesiones, siempre flexibles, permiten a la Corona orientar y dirigir las acciones de conquista hacia determinados territorios, en función de sus intereses.

Además, el jefe de la expedición recibe instrucciones claras acerca de sus funciones para con la hueste, la población nativa, la acción militar y la emisión de informes sobre los resultados. Posteriormente se incorporará un funcionario real, veedor, que velará por el cumplimiento de las consignas y la asignación al rey de su parte del botín. Sin embargo, a miles de kilómetros de distancia, en la práctica el jefe de la hueste tenía un poder casi ilimitado, si bien su propia personalidad y carisma eran elementos importantes en el desarrollo de la expedición. Aparte el rey y el conquistador, en medio se situaba el socio capitalista, encargado de anticipar el dinero y garantizar el pago de las obligaciones contraídas. Si el jefe podía, solicitaba en préstamo la menor cantidad posible, invirtiendo todas sus pertenencias. A veces, cada soldado aportaba su propio equipo y provisiones, si lo tenía, o lo recibía del jefe como anticipo. La aportación de cada individuo condicionaba el posterior reparto del botín, recibiendo una parte el peón y el doble un hombre a caballo. Los perros, armas de extraordinaria importancia, en casos concretos fueron también recompensados. El reparto dio lugar a conflictos en no pocas ocasiones, como el surgido entre Pizarro y Almagro. Otras veces parte del botín consistía en mujeres, esclavas o no. Aparte el botín, la mejor recompensa posible para el conquistador era la concesión de un título de nobleza, junto con extensas posesiones territoriales, lo que en realidad consiguieron unos pocos.

Algunos más fueron nombrados funcionarios, lo que les permitió dejar las armas y comenzar actividades más lucrativas y de menor riesgo. El cargo más deseado, gobernador, permitió a algunos hacer fortuna para sí, sus familiares y sus compañeros de armas. Últimos guerreros medievales, su ideal era convertirse en aristócratas semi-feudales, servidores del rey en sus territorios y dominadores de un amplio número de vasallos y territorios. En la práctica, este esquema derivó en la encomienda, según la cual un antiguo soldado recibía del gobernador, antes su jefe, un territorio y una serie de indios que trabajarán para él y le pagarán tributo. A su lado se situará todo un conjunto de personajes, familiares, amigos, sirvientes (mayordomos, administradores, criados), un capellán, etc. A cambio, deberá asegurar la paz en sus dominios, tener lista y dotada a la tropa por si fuera necesaria y pagar doctrineros que eduquen a los indios en la fe cristiana. Las expediciones se desarrollaban, en los primeros tiempos, según los conquistadores conocían, esto es, al modo de las tropas mercenarias europeas del siglo XVI. Muy pocos contaban con experiencia militar, pues se dedicaban fundamentalmente a la agricultura, la ganadería o la artesanía en sus lugares de origen, sobre todo Andalucía y Extremadura en los primeros años. El conocimiento paulatino de las condiciones del terreno y del enemigo fueron creando un cuerpo de veteranos y expertos que, si bien al principio alcanzaron gran valoración y prestigio, pronto fueron cuestionados y apartados a favor de otros tipos sociales, como el funcionario, el comerciante o el hacendado.

La hueste, heredera de las mesnadas medievales, se organizaba en compañías y éstas en cuadrillas, de manera más o menos disciplinada en función de la autoridad que el jefe sabía imponer. Junto a ellos, los elementos indígenas fueron un elemento esencial para la conquista, actuando como guías, intérpretes, espías, porteadores y excelentes soldados. Un ejemplo de ello son los tlaxcaltecas, aliados de Cortés en su conquista mexicana. La superioridad tecnológica de los españoles, aun existiendo, no fue en un principio tan determinante, debiendo rápidamente adoptar algunas tácticas y conocimientos indígenas, como el más ligero escudo de cuero o el relleno de algodón bajo la coraza, muy útil para combatir las flechas y dardos indios. Las armas de fuego pronto demostraron su escasa utilidad en un ambiente tan húmedo, que también provocaba la oxidación de las espadas. Mucho más útiles fueron los caballos y los perros; los primeros desataban auténtico pavor entre los indios y daban al caballero una gran ventaja estratégica, mientras que los perros, especialmente adiestrados, se convirtieron en un arma mortífera. Los bergantines, embarcaciones ligeras y maniobrables, dieron a los españoles facilidad de avituallamiento y transporte. La superioridad de estos venía demás asentada sobre diferencias culturales, pues los europeos parecieron en los primeros momentos seres divinos o mitológicos, siendo además su objetivo la muerte del enemigo, y no la captura de prisioneros como, por ejemplo, entre los mexica.

Con todo, pocas fortunas se basaron en las expediciones de conquista, que las más de las veces resultaron baldías o acabaron en desastre. Los supervivientes generalmente acababan sus días como encomenderos o, los más afortunados, como funcionarios locales. Sí consiguieron beneficios algún comerciante o prestamista, por lo general asentado en España. Además, la conquista se hizo frecuentemente en condiciones de extrema penuria, escaseando los pertrechos y alcanzando precios exorbitantes los pocos disponibles. La carencia de bienes y productos básicos provocó la dependencia de los conquistadores de la metrópoli, lo que ayudó a su control y fomentó su fidelidad hacia el rey. Casos de rebelión como el de Lope de Aguirre fueron excepcionales. La mayoría de las veces las expediciones hubieron de autoabastecerse, portando una piara de cerdos o rapiñando entre las poblaciones indígenas.

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