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Durante el reinado de Felipe II, la Monarquía española alcanzó el cenit de su poderío, siendo sin duda la potencia hegemónica del Continente. La separación del Imperio le permitió centrarse en sus propios intereses, aún excesivos debido a la dispersión y la variedad de sus territorios. Pese a ello, su política continuará las líneas trazadas por el emperador, con los cambios lógicos que impondrán las diferentes circunstancias. El endurecimiento de la política en los Países Bajos proseguía la represión religiosa iniciada por su padre, que había introducido en ellos la Inquisición. Pero Felipe II se mostró proclive a la flexibilidad siempre que era posible: así, se opuso a la expulsión de los moriscos, no suprimió los fueros aragoneses cuando pudo, mantuvo la autonomía de Portugal cuando la anexionó, intentó prorrogar la amistad inglesa (aunque sin resultado) y mantuvo buenas relaciones con Catalina de Médicis. Incluso en el caso donde el peso de su poder se manifestó con más rigidez, en los Países Bajos, aceptó finalmente la posibilidad de su autonomía cuando nombró como gobernadora a su hija Isabel Clara Eugenia.

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