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Paseando por los restos de una ciudad etrusca, lo primero que suele asombrar al visitante es la escasez de sus restos visibles. Marzabotto, por ejemplo, sólo nos muestra los cimientos de sus casas, de cantos rodados unidos por barro: parece que paseamos sobre ella como sobre un plano. Un plano, sin embargo, que resulta difícil de interpretar: los constructores, en efecto, realizaban los cimientos sin tener en cuenta la situación futura de las puertas. Cuando se levantasen los muros de adobe, o de tapial aplicado a estructuras de madera, ya se colocarían los vanos, y los cimientos servirían de umbral. De este modo, no tenemos más remedio, si queremos entender la distribución interna de un edificio, que acudir al paralelo de las tumbas, a textos -tardíos y escasos-, a la siempre escurridiza lógica y a edificios romanos de época helenística, de cuando ya los muros empezaron a hacerse de piedra o de cal. El problema, anunciémoslo desde ahora, es particularmente espinoso en el caso de los templos. En su estructura, el podio es de piedra tallada, y se marcan también con cimientos pétreos las líneas de los muros y de las columnatas; pero, por lo común, sin hacer distinción entre unos y otras. Bien sabían los arquitectos dónde iban a levantar los muros de barro y dónde las columnatas de madera. Nosotros, en cambio, casi conocemos mejor los tejados, de los que conservamos, al menos, las tejas y placas protectoras de terracota. En consecuencia, no deja de ser paradójico que las construcciones arquitectónicas que nos han llegado más completas, las realizadas únicamente en piedra, sean las de menor creatividad artística: los altares, con sus pesadas molduras y su planta generalmente rectangular, y las murallas, de aparejo poligonal o cuadrado.

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