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Ignoramos cuántas casas etruscas arcaicas pudieron, por sus proporciones y decoración, acceder al nivel de verdaderas obras artísticas; pero una cosa es evidente: la arquitectura doméstica tirrena tuvo el feliz privilegio de convertirse en modelo para lo que constituye, en nuestra opinión, la más vivaz manifestación arquitectónica de este pueblo: sus tumbas. Es éste, además, uno de los campos más originales de todo el arte etrusco. Cuando hablemos en el próximo capítulo de la escultura y la pintura, y repitamos sus íntimos contactos con las obras griegas, acaso nos asaltará la duda de si el arte etrusco fue algo más que arte griego provincial. Haremos entonces bien recordando la independencia de su arquitectura, imaginando cuán distinta debía de ser una ciudad etrusca de una polis helénica, y, sobre todo, evocando lo que es una necrópolis como las de Caere y Orvieto. Quien haya vivido la experiencia de pasearse entre sus tumbas e introducirse al azar en sus curiosas cámaras, siempre distintas, siempre sorprendentes, verdadero muestrario de casas subterráneas, recordará que nada en Grecia, ni siquiera en las necrópolis macedónicas, presenta el más remoto parecido. Cubiertos de vegetación, inmersos en la luz húmeda de un día lluvioso, los túmulos etruscos transmiten sensaciones personales e indefinibles, pero desde luego ajenas a todo lo conocido en el Mediterráneo. Antes del 630 a.

C. competían dos conceptos diversos de la tumba: la sala circular con falsa cúpula, y la reproducción de la cabaña o casa primitiva. En un intento de conciliación, se llegaron a crear, como híbrido, esas curiosas tumbas de Populonia donde, para pasar de la planta cuadrada de la casa al techo hemisférico, hubo que inventar nada menos que la pechina. Pero después, en las últimas décadas del siglo, se observa la rápida decadencia de todo lo que no sea la imitación de una casa. En la época arcaica, sólo los pobres se contentarán con una simple fosa para ocultar su cadáver; cualquier familia acomodada dedica buena parte de sus ahorros a encargar una morada confortable donde volver a reunirse tras la muerte. A fines del siglo VII a. C. se construyen ya grandiosas y profundas casas subterráneas, a menudo minuciosamente acabadas, con su techo en relieve y todo su mobiliario tallado en la roca. Pero las habitaciones son aún escasas, y casi parece importar más el inmenso túmulo, con su perfil de sencillas molduras y su abrumadora sensación de poder. Después, a partir del 600 a. C., empieza a decaer el interés por esta estructura superior: bajo túmulos pequeños, o abriendo nuevas entradas en los ya usados por la generación anterior, se tallan en la toba de Caere casas complejas, con múltiples salas, con pilares, con marcos en sus puertas y ventanas interiores, con repisas en los muros. Tablinum, atrio, estancias contiguas, todo sirve para recibir los cuerpos de familias prolíficas.

Los hombres reposarán sobre lechos pétreos, las mujeres en una especie de sarcófagos a doble vertiente, también tallados en la roca virgen; en cuanto a los ajuares -armas, adornos, vasijas-, se acumularán en el espacio libre de las habitaciones, dispuestos para ser usados por los difuntos en sus festejos. Nada falta, ni siquiera los escabeles pétreos al lado de los troncos. Estas tumbas, excavadas o construidas bajo un túmulo, no son, sin embargo, el único tipo de enterramiento que puede verse en la Etruria arcaica. Desde mediados del siglo VI, sobre todo, las variantes se multiplican. Así, en Tarquinia advertimos que el túmulo es secundario, limitándose a una acumulación de tierra sin límites arquitectónicos; aquí ni siquiera interesa la talla de la morada subterránea, pues ésta se reduce a una sala con techo a doble vertiente: las familias ricas confían sólo en el trabajo de los pintores para conseguir el efecto final. En otros lugares, se prescinde del propio túmulo para construir la superestructura. Así, hallamos en Populonia, por ejemplo, algún mausoleo en forma de templete, o contemplamos, en alguna necrópolis de la zona de Viterbo, las primeras fachadas esculpidas en las rocas verticales de los acantilados. Pero quizá la solución más peculiar, a fines del siglo VI y principios del V a. C., sean las tumbas a dado, cuyos mejores ejemplos se hallan en Caere y Orvieto: se trata de verdaderas manzanas de casas rectangulares, talladas en la roca o construidas, en cuyas lisas fachadas, adornadas con molduras, se alinean las puertas de las tumbas. Estas son casas sencillas, hechas en serie, como corresponde a la obra de un eficiente promotor urbanístico que construye sus apartamentos para venderlos. No en vano estamos en la mejor época del comercio etrusco.

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