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El Imperio Bizantino

Desarrollo


Las imágenes que nos han llegado de las ciudades imperiales se refieren sobre todo a Constantinopla aunque también hay algunos datos sobre Tesalónica. No existía en ellas autonomía político-administrativa y nunca se desarrolló, al contrario de lo que ocurrió en Occidente más adelante, aunque la autocracia imperial toleraba formas de asociacionismo profesional o privado que podían ser útiles para fines de encuadramiento fiscal e incluso militar pero que carecían de la virulencia de los antiguos partidos o demos: éstos sobrevivían en la capital pero habían perdido toda su fuerza. El obispo de la ciudad presidía a veces un consejo de notables ante el que se validaban actos jurídicos privados: era el último resto del viejo municipio de época romana como, también lo era, en Constantinopla, un senado sin ningún papel político efectivo. La composición de las sociedades urbanas contribuye a explicar esta situación de anemia política. Los grupos dominantes estaban formados por aristócratas grandes propietarios de tierras, que solían vivir en ciudades y gastar en ellas gran parte de sus rentas, y por funcionarios de alto rango, más algunos mercaderes ricos, poco numerosos, pero ninguna de aquellas categorías sociales tenía entonces un especial interés en apoyar movimientos de autonomía urbana, instalados, como estaban, en las redes del poder imperial. La aristocracia lo era por su riqueza o por su servicio al poder, no por herencia, aunque la formación de linajes comienza a darse en los siglos IX y X entre las familias de grandes propietarios pero, en general, la movilidad era mucho mayor que en las situaciones -como lo serían las occidentales siglos después- en que se consolidaba una nobleza de sangre con reglas hereditarias estrictas.

Aquella aristocracia basada en el dominio de la tierra y de los hombres, pues sus principales miembros eran capaces de pagar y organizar auténticos ejércitos privados, acabaría controlando políticamente el imperio desde la segunda mitad del siglo XI. Antes, los emperadores procuraron contener su poder valiéndose de la diversidad e inestabilidad de sus situaciones, de las limitaciones legales sobre la compra de tierras, y del apoyo de otro bloque aristocrático, con intereses específicos, el formado en la capital por los altos funcionarios y jefes militares, más algunos mercaderes, que todavía controlaba el poder en tiempos de Basilio II y Constantino IX. Los grupos medios (mesoi) eran más variados en la sociedad urbana que no en la rural puesto que en las ciudades vivían casi todos los que ejercían profesiones liberales -letrados y escribanos, profesores, médicos, arquitectos, etc.- y también los numerosos mercaderes y armadores, aunque no parece que se llegare a formar en ningún momento una burguesía mercantil coherente y poderosa. Por el contrario, la política de quienes dominaban el imperio conducía a la limitación y, desde el siglo XI, al bloqueo del desarrollo mercantil autóctono al considerar aquella actividad como mero complemento de la economía agraria. Este arcaísmo social tendría graves consecuencias pues los grupos de mercaderes extranjeros comenzaban a actuar y eran objeto de control y tratamiento especial en la capital del imperio: musulmanes, varegos, amalfitanos y venecianos.

Amalfi y Venecia pertenecían legalmente al Imperio aunque actuaban como repúblicas urbanas independientes, pero todavía, en el comienzo de su actividad mercantil, no habían conseguido privilegios sustanciales: desde el año 992, por ejemplo, los barcos venecianos sólo pagaban 2 solidi cada uno por derecho de anclaje al entrar en Constantinopla y 15 a la salida (lo normal eran 30) pero la venta de sus mercancías tributaba íntegro el kommerkion. Poco más se sabe de las sociedades urbanas en aquella época media del Imperio a falta de datos sobre el numeroso artesanado y pueblo urbano, sujetos a menudo a clientela y protección (prostasia) de los poderosos o a sus iniciativas asistenciales y caritativas. Tampoco hay muchos datos sobre las ciudades mismas. Bizancio seguía siendo un imperio de ciudades, aunque lejos ya de las 1.200 que tenía en el siglo VI, y éstas suelen tener algunos elementos comunes: "los edificios esenciales de una ciudad bizantina son: el hipódromo en las principales, que no puede construirse sin liturgia imperial; el baño público, a veces más de uno; el palacio imperial en Constantinopla y Tesalónica, los edificios administrativos en el centro, los militares cerca de las murallas, los almacenes de cereales, un acueducto y depósitos de adía, la o, mejor dicho, las iglesias... Constantinopla, la emperatriz de las ciudades, ciudad imperial, protegida de Dios... fue una metrópoli desmesurada, polo de atracción del mundo civilizado durante toda la Edad Media" (Guillou).

Pero la ciudad, que tenía una superficie intramuros de 13 km2, había sido construida en lo esencial durante los siglos IV y V y no experimentó grandes innovaciones después aunque atravesó por diversas situaciones desde los 300.000 habitantes que llegó a tener en época de Justiniano, pasando por la crisis del siglo y medio siguiente, para recuperar su esplendor, que mantuvo hasta el siglo XIII maravillando a todos los viajeros por su riqueza, por el número y volumen de sus monumentos, por su acumulación de testimonios religiosos y culturales, por la vitalidad de sus juegos y el abigarramiento de una población dedicada a los más diversos menesteres que alcanzó los 400 a 500.000 habitantes en el siglo XI. La segunda ciudad del imperio era Tesalónica, acaso con 100.000 habitantes, puerto fluvial, centro mercantil y ferial de primera categoría, pero la vida urbana más característica se desarrollaría igualmente en las pequeñas capitales provinciales como Esparta, en el Peloponeso, o su sucesora en el siglo XIV, Mistra: en general eran centros organizativos de un distrito rural y de ejercicio del poder, y concentraban una gama variada de actividades artesanales, de modo que el equilibrio ciudad-campo contribuyó a la solidez del Imperio durante siglos.

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