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El examen de la momia y la autopsia, realizados en 1925 por D. E. Derry y por el profesor de medicina Saleh Bey Hamdi, permitió constatar, en versión literal del informe publicado, lo siguiente: "quienes tuvieron el privilegio de ver el rostro al natural, una vez descubierto, pueden dar testimonio de la habilidad y objetividad del artista que representó, de manera tan fiel, sus facciones, y dejó para siempre, en metal imperecedero, un hermoso retrato del joven rey". Parece, pues, evidente que aquella fidelidad al natural, característica de los talleres de Amarna regentados por el escultor Tutmés, seguía vigente, a pesar del abandono de la capital herética y de la obligación, en el caso de los ataúdes, de dar al rey los rasgos del dios Osiris, con quien se había identificado. La autopsia permitió realizar otras observaciones de interés; por ejemplo, que la cabeza del fémur no había terminado aún de solidificarse; que las muelas del juicio estaban aún despuntando, y otros indicios que colacionados con los caracteres de los jóvenes egipcios actuales, permitían calcularle una edad entre los 17 y los 19 años. Medía de altura 1,67 m., casi lo mismo que las dos estatuas negras de madera y oro halladas en la antecámara. Tenía las orejas perforadas en los lóbulos por orificios de 7,5 mm., sin duda para pendientes como los que lo acompañaban en su ajuar funerario, y se parecía tanto a Akhenaton y a la madre de éste, Teye, como para no dudar de que llevasen una misma sangre, y que por tanto fuese hijo carnal, además de yerno, del primero.

Los semblantes de la máscara y de los tres ataúdes no son absolutamente idénticos. El más parecido al modelo era el del segundo ataúd, el intermedio. El tercero, el interior, tiene los ojos más cerrados que la máscara y las facciones más juveniles que las de los otros dos ataúdes. La máscara -observa Carter- muestra una expresión triste, pero tranquila, sugerente de una juventud prematuramente truncada por la muerte. Es curioso este contraste con la expresión de confiada serenidad, de seguridad en la supervivencia, que irradian los ataúdes primero y segundo. Sobre el primero comenta Carter: "Había en él una nota de realismo: el oro de la cara y de las manos parecía distinto del resto, porque el metal de la carne era de una aleación diferente, que daba la impresión del color grisáceo de la muerte". Es curioso comparar esta observación con otra de Derry: "la piel de la cara era de un color grisáceo, muy cuarteada y frágil".

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