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Aun sin ser única, la obra maestra de la estatuaria en bronce es la figura de cuerpo entero de la reina Karomama, esposa de Takelot II (847-823), de pie y en actitud de solemne andar. Champollion la adquirió en Tebas en 1829 y el Louvre la atesora hoy como una joya de su magnífica colección. Viste la reina una túnica de ceremonia, muy ceñida al cuerpo y provista de unas mangas cortas terminadas en punta, como las alas de un ave, y cubierta de la imitación damasquinada de un plumaje. Lleva al cuello un collar de perlas y en la cabeza una peluca en forma de globo, de bucles cortos, que enmarca un rostro juvenil, de expresión grave. Las manos, hoy vacías, hacen el gesto ritual, bien documentado entre las sacerdotisas, de agitar los sistros en presencia de Hathor. "Esta obra -concluye Vandier-, por la calidad dei modelado, la expresión del rostro y la destreza técnica del damasquinado, absolutamente perfecto, anuncia los admirables bronces de la época ciática". Típicas de ella son también las estatuas de gatas en la que pudiéramos llamar su actitud oficial de sentadas. El santuario de Bastet, la diosa-leona de Bubastis, patrona de la ciudad, las ha proporcionado a millares, con el cuello adornado de un collar provisto del ojo protector (udja), o de una égida con su correspondiente cabecita animal o humana. Los ejemplares más ricos tienen los ojos incrustados en oro y zarcillos del mismo metal; muchas veces se encuentra un escarabeo grabado en lo alto de la cabeza, entre las orejas.

La gran variedad de tipos escultóricos existentes en el Imperio Nuevo queda limitada, en el caso de los encargos de particulares, a la estatua-cubo y la estatua oferente. El cubo se prestaba no sólo a grabar en él inscripciones, sino también relieves y esta oportunidad se aprovecha ahora con mucha frecuencia. En el estilo se advierte el comienzo de un gusto especial por la estatuaria del Imperio Medio, que no sólo llega a imitarlo descaradamente, sino a algo aún peor, a apropiarse de estatuas de aquella época. Esta mala costumbre la implantó Ramsés II y, como era natural, el mal ejemplo cundió. El abuso llegó al extremo de dotar a las piezas robadas de relieves para amoldarlas más al gusto de la época. El medio siglo en que Egipto estuvo regido por soberanos etíopes se reveló como muy fecundo y original para las artes plásticas. Varios son los estilos que en ellas coexisten. Los talleres de los broncistas mantienen su intensa actividad. Aún hay demanda de estatuas grandes, como la de Takushit, del Museo de Atenas, seguidora del tipo de Karomama, pero con unos muslos más carnosos, muy del gusto de los etíopes, como se echa de ver no sólo en las estatuillas de bronce de mujeres desnudas, sino también en las hechas en madera y marfil, muy típicas de la época. Conforme disminuye la producción de grandes bronces, aumenta la de los pequeños, con dos especialidades, la de las estatuillas de dioses y las de animales, abundantísimas en los museos y colecciones del mundo entero.

En la escultura en piedra se consolida el movimiento arcaizante iniciado por los Bubástidas. Por una parte se observa un renacimiento de tipos del Imperio Antiguo, sobre todo de sus últimas dinastías. En una de sus muchas estatuas, el gobernador de la Tebaida, Mentemhet, se hace representar con una sola prenda, el sucinto faldellín plisado (shendit) de Mikerinos, que nunca se hubiera atrevido a lucir en sus idas y venidas por la Tebas de entonces, y una peluca de los primeros tiempos del Imperio Nuevo. Aficionado también al arte de los relieves de Hatshepsut, hizo copiar varios de ellos en su tumba de Asasif (Deir el-Bahari). De lo único que este renacimiento no quería saber nada era del Estilo Bello de Amenofis III y de las extravagancias y blanduras de Amarna. Tampoco los Ramesidas se consideraban modélicos. El pílono que entonces se levanta en Medinet Habu ante el templo de la Dinastía XVIII era una afrenta al Gran Portal y al templo de Ramsés III. Si la imitación del Imperio Antiguo, incluso en los retratos de carácter, puede dar lugar a confusiones, la del Imperio Medio es asimismo tan lograda, que ha engañado en más de una ocasión a eminentes egiptólogos. El tantas veces citado Mentemhet tiene una estatua sedente, en el Museo de Berlín, que es una imitación casi perfecta de un modelo de entonces.

El rechazo de lo ramesida no afectó, sin embargo, a las estatuas de mujeres. Estas habían sido ya depuradas de la sensualidad del Estilo Bello y se atenían mejor a las exigencias de la estética de los etíopes. Estatuas como la de la madre de Ramsés II del Museo Vaticano dieron la tónica a las de las esposas de Amón con la altísima corona de Isis que las caracterizaba. Así (aunque privada de la mayor parte de su corona) era la estatua de alabastro de Amenerdis, procedente de Karnak. También los relieves de la capilla funeraria de esta princesa en Medinet Habu, entre la puerta y el pílono, de Ramsés III, conservan las esencias de la mejor escultura tebana. Las esfinges oferentes de estas sacerdotisas se inspiran en las de Hatshepsut, renunciando al klaft varonil de ésta y luciendo en su lugar las caracolas del peinado de Hathor. Egipto producía al fin esfinges femeninas que ya los países marginales (Fenicia, Grecia) habían adoptado hacía siglos. El objeto de la ofrenda que adelantan en sus brazos estas esfinges de brazos humanos suele ser una urna tapada por un prótomo del carnero de Amón. No era sólo escultura arcaizante la que los escultores hacían de encargo en época de los etíopes, sino también lo que a éstos más complacía: retratos de un realismo tan asombroso como la cabeza de la estatua-cubo de Petamenofis del Museo de Berlín, o las cabezas de Taharka y del sempiterno Mentemhe, obra esta última de una perfección increíble, con su mirada inquisitiva y su exigua peluca, ambas en el Museo de El Cairo.

El coloso de Taharka, descubierto en el templo de Amón, de Gebel Barkal, la antigua Napata, está dentro de la mejor línea de la tradición egipcia. El faraón, de pie, lleva la corona de largas plumas distintiva de los reyes de Nubia, pero su rostro tiene las facciones convencionales de un egipcio. La cabeza de El Cairo, en cambio, aunque dotada de la misma corona (rota en toda su parte alta), muestra los rasgos negroides de un hombre del trópico y pelo de mechones cortos y segmentados, que no disimulan la forma esférica del cráneo, característica de los nubios observada por los artistas egipcios. Detrás de esta magnífica cabeza hubo un propósito deliberado de hacer un retrato fiel y ajustado al natural. Tal vez fuesen del mismo tipo las estatuas de Taharka que Asaradón llevó a Nínive como botín de su conquista de Menfis. Los tres pedestales aparecidos junto a una de las puertas de la ciudad indican que allí estuvieron expuestas hasta la destrucción de Nínive en 612. El espíritu tradicionalista de Psamético I impregna todo el arte patrocinado por la corte desde la Dinastía XXVI a la XXX. Una pieza tan asombrosa y célebre como es la Cabeza Verde de Berlín no acaba de encontrar un lugar fijo donde encasillarla a gusto de todos. Los restos del palacio de Apries en Menfis, excavados a principios de siglo por Sir Flinders Patrie, proporcionaron unos relieves tan semejantes a los Sesostris I (Quiosco de Karnak y pilar de El Cairo), que el excavador los atribuyó al Imperio Medio.

Ninguna cartela avala o desmiente la atribución, pese a que la figura del rey, calcada en la de Sesostris, como lo están el buitre de Neith y otros motivos, se halla rodeada de jeroglifos. Seguramente se trata de una obra arcaizante de la XXVI Dinastía, pero es imposible demostrarlo. En los pocos relieves que se conocen en las tumbas saíticas de Sakkara y Giza se aprecia la imitación del estilo del Imperio Antiguo y la copia exacta de conocidos modelos. La proximidad de unos y otros permitía hacerlo con facilidad, y el espíritu de la época casi obligaba. En Tebas ocurría algo similar. Aunque no había modelos del Imperio Antiguo, éstos se podían copiar de monumentos del norte, pero además se disponía de muchos del Nuevo y también éstos se copiaron. Casi todas las tumbas de la grandeza tebana se encuentran en la hoya de Asasif, cerca de Deir el-Bahari. En superficie asoman los restos de sus mastabas de adobe, algunas de las cuales, en el colmo del arcaísmo, parecen imitaciones de las de época tinita, con sus resaltes y nichos. Ya hemos citado la de Mentemhet, de la que se conserva una puerta con su arco, y sus copias de relieves de Hatshepsut. Suelen tener estas tumbas en el subsuelo una serie de cámaras, salas columnadas y otras estancias que en el caso de Petamenofis alcanzan el número de 26. En la decoración de sus paredes predominan los jeroglífos, primorosamente trazados y en muchos casos pintados de azul. Las escenas de culto y las hileras de sirvientes se inspiran en las del Imperio Antiguo, pero a veces buscan temas nuevos, como son escenas de apicultura en las que las abejas están copiadas de la figura del insecto tal y como aparece en el "nesubit", y además se superponen como si de jeroglifos se tratase. El dueño de la tumba -en este caso Pabasa- viste la elegante toga que estaba de moda entonces, pero por todo lo demás -perfil, peluca, plisado de ropa- parece un contemporáneo de Ramose. Era natural, estando abierta y abandonada la tumba de éste. Pero Tebas, conquistada y saqueada hacía poco por los asirios, no levantaría ya cabeza como en el pasado. Quedaba como museo; su papel histórico había acabado.

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