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A lo largo de las páginas precedentes se ha procurado, cuando era posible, que la narración de los acontecimientos políticos o de política internacional utilizara también referencias a la vida cultural en su más amplio sentido. En el presente epígrafe abordaremos, desde una óptica global, algunos aspectos generales de las mentalidades y de la cultura de la Segunda Posguerra Mundial que requieren un tratamiento al margen de las diversas áreas geográficas. De forma sucesiva se abordará, por tanto, en los párrafos siguientes, el compromiso político del mundo literario e intelectual, la evolución de las artes plásticas y el papel de la Iglesia católica. "¿Qué historia inventada podría rivalizar con las narraciones de los campos de concentración o de la batalla de Stalingrado?". Esta frase de Nathalie Sarraute deja muy claro el impacto que sobre el mundo cultural tuvo la experiencia bélica. En ese sentido puede decirse que 1945 supuso partir de cero o, por lo menos, de unos presupuestos radicalmente nuevos. La sensación de angustia o de absurdo, la meditación sobre el pasado inmediato y la responsabilidad individual o colectiva ante él o la misma sensación de insatisfacción ante la sociedad en la que se vivía, temas todos ellos presentes en la creación literaria de la posguerra, tan sólo pueden entenderse a partir de esos presupuestos. Se ha podido, así, hablar, de "la literatura de los escombros" ("trummerlitteratur") nacida de esas experiencias. La denominación en alemán no es casual porque, como es lógico, esta relación con el pasado inmediato fue muy perceptible en la vida intelectual de los países que habían pasado por la experiencia fascista.

En Alemania, por ejemplo, al mismo tiempo que se empezaba a producir una recuperación económica y se plantaban las bases de un nuevo sistema político tuvo lugar también una reconstrucción de la vida cultural. En 1947 se formó el grupo que recibió nombre de esta fecha en que militaron las principales figuras literarias de la posguerra: Böll, Enzensberger o Grass, Handke... Formaban parte de la llamada "generación escéptica", demasiado joven para votar a Hitler pero que había sufrido las consecuencias del nazismo. Tras la muerte de Thomas Mann esta nueva generación criticó con frecuencia una Alemania demasiado provinciana, despreocupada de los males de los cuales su país había sido culpable en el pasado. Todos estos escritores tuvieron una profunda preocupación social aunque muy variada en su significación: Böll, por ejemplo, derivó del catolicismo progresista a un cierto anarquismo y Grass -El tambor de hojalata (1959)- colaboró con el SPD. Por su parte, el filósofo Karl Jaspers abordó el problema crucial de la responsabilidad moral ante la ocupación del poder por los nazis. Para él resultaba necesaria una purificación colectiva para distanciarse de un Estado esencialmente criminal como aquel bajo el que habían vivido los alemanes. En un libro posterior, publicado en 1966, transmitió la impresión, ciertamente incorrecta de que la República Federal no era otra cosa que la prolongación del Tercer Reich.

Por su parte el historiador Fischer publicó Los fines de guerra de la Alemania imperial en 1961 criticando la voluntad expansiva de su país en 1914 como si ésta fuera inherente a la esencia misma de Alemania. También en esta época la cultura italiana, amenazada como la de tantos otros países por un proceso de homogeneización creciente, tuvo un último baluarte de identidad en el neorrealismo. Sin duda, este ambiente cultural, más que escuela, que tuvo su expresión tanto en la cinematografía (De Sica, Rosselini, Visconti) como en la literatura (Levi, Pratolini, Pavese) e incluso en la pintura (Guttuso) debe relacionarse con experiencias pasadas. No se puede decir de él que obedeciera a ningún registro ideológico específico pero resultó coincidente con una influencia muy destacada del marxismo en el mundo intelectual italiano de la posguerra, fundamentalmente a través de Gramsci. Sólo a partir de los años sesenta y mucho más definitivamente en los setenta se produjo un cambio tendente a favorecer una innovación vanguardista. Algo parecido puede decirse del conjunto de la creatividad cultural en todos los países del ámbito occidental. En la literatura británica también la experiencia del pasado inmediato se traslució en la elección de las temáticas. Así se comprueba con sólo tomar por ejemplo el caso de Graham Greene quien en The End of the Affair (1951) evocó los bombardeos de Londres, en El americano impasible (1955) hizo aparecer la guerra fría y The Heart of the Matter (1948) aludió a la desaparición del colonialismo.

Waugh en Oficiales y caballeros (1955) hizo un dibujo crítico de un mundo destinado a desaparecer. Look back in anger de John Osborne (1956) ofreció también numerosas referencias al pasado desde la óptica de un joven inconformista respecto a la sociedad vigente. El teatro del absurdo que tanta influencia tuvo en Gran Bretaña y que supuso una ruptura formal de primera importancia fue expresión de angustia pero también de crítica (Beckett, Wesker...); también en otras latitudes ofreció una válvula de escape ante el poder totalitario (Ionesco). Pero donde la relación entre la creación cultural y la experiencia de la vida pasada y presente fue más directa e inmediata fue en Francia. En ella siempre había existido una tradición de estrecha conexión entre el escritor y la vida pública. En 1947 se le concedió el Premio Nobel a Gide, que ya había dejado de ser guía de la conciencia colectiva. Sartre le sucedió e hizo del "compromiso" un elemento central de su creación literaria y filosófica. No había sido el héroe de la Resistencia como pretendió luego ni tampoco lo fue Simone de Beauvoir, su compañera, pero había obtenido sus primeros éxitos literarios en la guerra y desde 1945 dispuso de Les temps modernes, una revista, como portavoz de su pensamiento. Su ausencia de vanidad y disponibilidad para tantas causas y su condición de un hombre-orquesta que se dedicaba a la literatura y el teatro, escribía filosofía y también artículos políticos de periódico le otorgaron unas condiciones para el liderazgo incomparables.

Podía pretender ser, a la vez, un Stendhal y un Spinoza. A su lado Camus, que había participado más y antes en la Resistencia, parecía exclusivamente un escritor y periodista. Su idea de que había que hacer posible la justicia y la libertad al mismo tiempo, su repudio de las "revoluciones definitivas", su prevención con respecto a los comunistas y su visión de la democracia como "ejercicio de la modestia" resultan hoy muy vigentes pero eran minoritarias en el mundo intelectual francés de la posguerra. En él hubo un claro predominio de los comunistas y de los católicos progresistas. Los primeros se atribuyeron ser "el partido de los fusilados" y contaron con prestigiosas adhesiones como las de Joliot-Curie y Picasso. Les Lettres françaises, la revista inspirada por ellos, proporcionó listas de las personas que deben ser purgadas por su supuesto pasado fascista. A menudo, el intelectual comunista repartió patentes de ortodoxia: Garaudy, por ejemplo, pintó el existencialismo como una "enfermedad". En el mundo católico la revista Esprit, inspirada por Mounier, se declaró "revolucionaria". El comunismo le parecía un modo de ruptura con respecto a la burguesía y el capitalismo y, por lo tanto, podía ser un aliado con el que había que comportarse como un compañero de viaje, aunque siempre vigilante ante posibles desviaciones. La posición liberal identificada con Raymond Aron era, en cambio, muy minoritaria.

Chocó con el tiempo de la posguerra porque consideraba inaceptable tratar de combatir a los fascistas y no hacer lo propio con los comunistas. Para Aron el comunismo era una religión secular que "proponía a las masas una interpretación del drama histórico dirigiendo hacia una causa única las desgracias de la Humanidad" y esperando de la revolución "una fase nueva de la Historia". Estos tres campos apenas si experimentaron una evolución sustancial hasta bien entrados los años sesenta pero sí, en cambio, presenciaron muchos matices que disminuyeron el peso relativo del comunismo. El cisma de Tito constituyó la primera fase de un progresivo distanciamiento del mundo intelectual respecto a él por más que Garaudy asegurara que "no se puede al mismo tiempo hacer propaganda de Tito y defender la paz". Con el paso del tiempo, tanto Les Temps modernes como Esprit dejaron de mostrar indulgencia respecto al comunismo pero, al mismo tiempo, expresaron una negativa radical a pactar con sus adversarios porque "el anticomunismo es mortal" (Mounier). Desde 1950 el mundo del liberalismo intelectual contó con una organización, el Congreso por la Libertad de la Cultura, en el que colaboraron Mauriac, Blum, Gide, Camus, Duhamel, Aron... Su órgano principal fue la revista Preuves pero hubo otras en el mundo anglosajón, como Encounter. Ambas recibieron financiación norteamericana como Les Lettres françaises la tuvo soviética, muy en el espíritu de la guerra fría.

Muy pronto la polaridad en la vida cultural francesa se centró en Sartre y Aron. El primero se convirtió en un prototípico "compañero de viaje" del PC e incluso aseguró que un anticomunista "era un perro". El Partido Comunista tenía, para él, el monopolio de la conciencia histórica; a diferencia de Camus, no quiso aceptar la existencia de los campos de concentración soviéticos o la justificó (algo que también había hecho Brecht). Las críticas que su revista hizo a los comunistas fueron sólo sobre cuestiones de detalle. Por su parte, Aron publicó L'Opium des intellectuels en 1955 dotando al anticomunismo de una legitimidad intelectual: en ese libro no hizo otra cosa que desarrollar su tesis acerca del comunismo como una religión secular. Quienes lo abandonaron (Koestler, Morin... y tantos otros) narraron su experiencia como una descorazonadora pérdida de la comunión y de la fraternidad. Fueron cada vez más: desde mediados de los cincuenta aparecieron los primeros indicios de una "Nueva izquierda" al margen de los comunistas. Sin duda, el caso de Francia ejemplifica de forma excelente la relación entre cultura literaria y política; en ningún otro país fue tan estrecha hasta el punto de que bien puede decirse que fue tomada como ejemplo en otras latitudes. La literatura de Alberto Moravia no puede entenderse, por ejemplo, sin el punto de referencia sartriano. En las artes plásticas, en cambio, la capital mundial dejó de ser -al menos en buena medida- París para desempeñar ese papel Nueva York de donde, a diferencia de lo que sucedía con anterioridad, procedieron gran parte de las novedades.

Sin duda, la tradición europea -o, más específicamente, latina- de escritores empeñados en ejercer un liderazgo moral sobre la sociedad contribuye a explicarlo. En la obra de grandes artistas plásticos de la posguerra también el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial jugó un papel importante: Moore, que ganó el Premio de la Bienal de Venecia en 1948, dibujó las masas humanas a cubierto de los bombardeos nazis en el metro londinense y Picasso evocó los campos de concentración en El matadero. Pero, aunque tendremos la ocasión de aludir a otros ejemplos, el despegue de esos recuerdos fue relativamente rápido. Tres rasgos permiten enmarcar, desde el punto de vista histórico, el desarrollo de las artes plásticas a partir de 1945. En primer lugar, la difusión de un arte hasta el momento poco comprendido: una exposición Van Gogh consiguió 200.000 visitantes en Londres en 1948. En segundo lugar, el traslado del centro de gravedad y de innovación a Nueva York, donde existía un ambiente propicio -fundación del Museo de Arte Moderno en 1929 y del Museo de Arte no objetivo, antecesor del Guggenheim en 1936- pero donde, sobre todo, se refugiaron buena parte de los artistas europeos durante los años de la guerra o coleccionistas importantes -Peggy Guggeheim, por ejemplo- mostraron sus colecciones en los años cuarenta. París, no obstante, conservó buena parte de su prestigio como capital del arte innovador. En cierto sentido, puede decirse que Nueva York prosiguió la labor vanguardista de París.

Una segunda vanguardia, heredera de la parisina, dominó el período entre 1943 hasta mediados de los años sesenta. En esta etapa resulta perceptible una gran coherencia de planteamientos; además, algo muy característico fue el mantenimiento de una experimentación constante. Quizá los movimientos más característicos fueron el informalismo parisino y el expresionismo abstracto norteamericano. El informalismo o "arte otro", en la definición que de él hizo Michel Tapié en 1951, no negó la forma sino el papel que se le suele conceder de forma tradicional. La hacía nacer del azar o la improvisación, se fundamentaba en el ideario del existencialismo y tuvo una localización europea, principalmente parisina. Fautrier y Dubuffet se caracterizaron por la utilización de todo tipo de materiales y por la condición semiescultórica -"matérica", se dijo- de sus cuadros, tras los que se adivina la experiencia angustiosa de los campos de concentración. En la obra de Wols lo fundamental fue el choque de colores y un intenso dinamismo mientras que Mathieu utilizó el "dripping" -es decir, el dejar caer la pintura sobre el lienzo- como fórmula; Hartung, en cambio, sintonizó con la pintura expresionista norteamericana. El informalismo también tuvo su representación en Italia con las telas de saco de Burri. Una de las subtendencias del informalismo fue el "espacialismo" de Fontana, que quería incorporar una tercera dimensión real a los cuadros mediante agujeros y rajas.

El grupo COBRA, así denominado porque sus miembros procedían de Copenhague, Bruselas y Amsterdam, se fundó en París en 1948 y llevó a cabo una valoración del arte primitivo y del espontaneísmo como se puede apreciar en la obra de Karel Appel. A través del expresionismo abstracto el arte norteamericano se independizó del europeo. Hay que tener en cuenta, no obstante, que lo hizo gracias a influencias como la de los surrealistas. Gorki, por ejemplo, fue influido por Miró que también vivió Estados Unidos. Tobey, en cambio, experimentó la influencia de la pintura japonesa. De cualquier modo, el artista en el expresionismo abstracto utilizó siempre la pintura para dar rienda suelta a sus estados de ánimo de acuerdo con una visión muy romántica. Jackson Pollock usó el "dripping" en grandes formatos concibiendo la creación como una especie de gran ritual. De Kooning fue un artista holandés afincado en los Estados Unidos que se caracterizó por un extremado gestualismo. Kline hizo un uso exclusivo del blanco y el negro. Todos estos pintores pueden ser adscritos al expresionismo pero en la pintura norteamericana también existió otra versión muy distinta que es la del llamado "colour field painting", poco proclive al gesto y de influencia oriental. Mark Rothko combinó los colores logrando singulares armonías cromáticas. Clifford Still los repartió por la superficie del cuadro a base de grandes manchas que se interrelacionaban.

Las dos fórmulas mencionadas protagonizaron la vanguardia en los cincuenta. En los sesenta el "pop art" surgió a la vez en Nueva York y en Londres. Fue una reacción al lenguaje intelectual y elitista del expresionismo abstracto así como a su carácter antropocéntrico. El "pop", en cambio, buscó una marcada frialdad y objetividad; su iconografía se nutrió de elementos del mundo cotidiano o de imágenes relacionadas con los medios de información. La transición entre el expresionismo abstracto y el "pop" tuvo lugar a través de artistas como Rauschenberg o Jasper Johns; en ambos resulta evidente la influencia del movimiento Dada o el surrealismo. El primero utilizó objetos del entorno cotidiano descontextualizados, mientras que el segundo pintó banderas o latas de cerveza. Ya en el "pop" propiamente dicho Warhol se dedicó a objetos de consumo pero también en retratos en serigrafía de numerosos personajes conocidos o a "desastres" como accidentes automovilísticos y sillas eléctricas, lejanos de la apariencia fría del "pop". Lichtenstein eligió, en cambio, como inspiración las tiras de comic. La obra de Wesselman, en cambio, mostró su preferencia por el erotismo. En escultura Claes Oldenburg utilizó objetos cotidianos de gran tamaño mientras Georges Segal fue autor de personajes de yeso pintados. El "pop" británico también tuvo una cierta relación con el dadaísmo por la acumulación de objetos de la vida cotidiana perceptible en la obra de Richard Hamilton.

El nuevo realismo francés, derivación del informalismo, significó una reivindicación del detritus subrayando los aspectos más desagradables de la estética del consumo. También en este caso las experiencias dadaístas jugaron un papel importante. Klein, por ejemplo, utilizó mujeres desnudas como "pinceles vivientes" que por puro azar creaban formas sobre superficies planas mientras que César creó "compresiones", constituidas por material de desecho de automóviles. En pleno auge del "pop" norteamericano apareció una corriente abstracta y geométrica, caracterizada por su frialdad, que fue denominada como "minimal arte". En pintura y escultura se limitaba a la estricta simplificación y al reduccionismo cromático perceptible en Frank Stella y Robert Morris: "En realidad mi pintura es un objeto y lo que ven es lo que ven", aseguró uno de estos artistas. Dan Flavin recurrió a la utilización de los tubos de neón como material expresivo. En una cierta relación con la simplicidad del "minimal" a mediados de los años cincuenta apareció una forma de arte que establecía una relación con el movimiento, bien gracias a un motor, por poseer efectos ópticos o por ser transformables en el sentido de que exigen el desplazamiento del artista para ser percibidas de forma completa. La figura más importante del "op art" fue el húngaro asentado en París Vasarély. Si en él podemos ver una derivación de Mondrian o Malevich el "arte de acción" tuvo sus precedentes en las veladas futuristas o dadaístas.

El "happening" no pretendía ser una representación sino una vivencia sin comienzo ni fin claramente estructurado. Fue una fórmula de arte efímero semejante al llamado "body art". Joseph Beuys y el grupo "Fluxus" en Alemania constituyen un ejemplo de este movimiento que a menudo revistió un carácter reivindicativo. El número de opciones artísticas neovanguardistas resulta casi inagotable. El "arte conceptual" puso en conexión la percepción visual con el lenguaje de modo que la reflexión jugaba en él un papel muy importante. A menudo -Smithson, Walter de Maria, Christo...- eligió la modificación del paisaje por la acción del hombre. El denominado "arte povera" tiene de común que utiliza siempre materiales merecedores de tal calificativo con la voluntad de provocar al espectador y provocar en él una reacción. Al mismo tiempo que se llevaban a cabo todas estas experiencias hubo numerosos artistas que trabajaron en solitario sin que puedan ser integrados en ninguna corriente concreta. Un ejemplo puede ser la "nueva figuración" de Francis Bacon, siempre en relación con la figura humana dominada por un sentimiento de profunda soledad y angustia pero en la que juega siempre un papel decisivo un colorido elegante. Frente a unas sendas del arte en exceso intelectualizadas surgió el "fotorrealismo", con un acusado sentido de la frialdad, como, por ejemplo, se aprecia en los conjuntos urbanos de Richard Estes. Relacionada con esta tendencia hay que citar la obra de escultores como Duane Hanson o John de Andrea interesados por la figura humana en la más prosaica cotidianidad.

En cuanto la arquitectura, se puede establecer un cierto paralelismo con la pintura, teniendo en cuenta que también grandes valores -Mies van der Rohe, Gropius...- se refugiaron en los Estados Unidos durante los años de la guerra. Allí surgió la utilización de nuevos materiales, como el aluminio, o procedimientos como las paredes-cortina carentes de función sustentante. Mientras tanto, en Europa el finlandés Alvar Aalto renovó la arquitectura pública. Wright siguió una senda propia pero parte de su obra se entiende, sobre todo, teniendo en cuenta la adaptación del continente al contenido como sucedió en el caso del Museo Guggenheim de Nueva York. Ésa fue una tendencia característica de los nuevos tiempos. El llamado "brutalismo" arquitectónico, que fue comparado con el informalismo pictórico, aceptó que los materiales fueran vistos para modificar su apariencia y que los conductos aparecieran hacia el exterior. Un último aspecto de la evolución cultural durante la posguerra que abordaremos en estas páginas se refiere a la Iglesia católica. Dos pontificados muy distintos cubren la etapa que va desde el final de la Guerra Mundial hasta el comienzo de los sesenta. El cardenal Pacelli, aunque adoptó el mismo nombre para su pontificado que su antecesor con el ordinal XII, en realidad tenía un carácter muy distinto: su carácter le hacía tímido, reservado y deseoso de contentar a todos. Frágil, difícilmente establecía relaciones de confianza.

Todos estos rasgos pueden haber contribuido a que, a pesar de que procurara proteger a los judíos, no hiciera ninguna declaración pública durante su persecución por los nazis, lo que explica los reproches que contra su actitud se hicieron durante la posguerra. En este período, sin duda, su pontificado estuvo muy relacionado con el contexto histórico. El centro de gravedad del mismo se descubre con la celebración de 1950 como año jubilar y ocasión de restauración moral y de renovación, acompañado por la proclamación del dogma de la Asunción de María. Esta exigencia de "un mundo nuevo" dirigido por la Iglesia corrió siempre en peligro de caer en una actitud teocrática. Existió, por ejemplo, un deseo manifiesto de utilizar la acción política de un nuevo laicado más maduro y activo como instrumento de hegemonía de la Iglesia. Pero los dirigentes de la Democracia Cristiana estuvieron lejanos a estas actitudes, sobre todo aquellos que tenían una identificación más clara con el mundo liberal. Una parte de la restauración religiosa se imaginó, además, en manifiesta confrontación con el peligro comunista. En parte esta actitud tenía fundamento pues, en definitiva, en Rumania y Albania todos los obispos estaban encarcelados y la persecución era generalizada en la totalidad de los países de Europa del Este. Además, estos regímenes habían procurado crear Iglesias nacionales, como en el caso de China, o incorporarlas a las ortodoxas, más manejables como en el caso de los uniatas ukranianos.

En junio de 1949 se produjo la excomunión de los fieles inscritos en el Partido Comunista: no se trataba tan sólo de una excomunión de doctrinas sino de personas. Pero en realidad, este tipo de condenas, muchas veces relacionadas con los avatares de la política italiana, parecen haber tenido menos efecto del previsto. El pontificado de Pío XII tuvo un aspecto muy positivo en la actitud de apertura hacia otras Iglesias. A la muerte del pontífice había 139 diócesis con obispos africanos y asiáticos. El Papa había defendido la legitimidad de la lucha por la descolonización como también la idea de la construcción de una Europa unida. Otra Iglesia que desempeñó un papel creciente fue la norteamericana que en 1967 encuadraba al 23% de la población, unos 45 millones de fieles. Fue, por lo tanto, un pontificado con una Iglesia más integrada en las realidades sociales de la época y por eso mismo más influyente. En él, además, se produjo un contacto directo con los fieles impensable en el pasado con las masas. Al mismo tiempo, sin embargo, Pío XII mantuvo una actitud muy recelosa respecto a la nueva teología, fundamentalmente francesa (Chenu, Congar, De Lubac o Daniélou) y en 1953-4 se prohibió la experiencia de los sacerdotes obreros. En ese sentido Pío XII fue también paralizante y autoritario; en definitiva, se trató del pontificado final de toda una época. En el cónclave de octubre de 1958 participaron 51 cardenales de los cuales 24 tenían más de 77 años, lo que ratifica la impresión citada.

Pero, al mismo tiempo, dos tercios de los asistentes no eran italianos por vez primera en la Historia, lo que recuerda esa apertura a otras Iglesias. El elegido en esta ocasión fue el cardenal Roncalli, Juan XXIII, del que ha podido escribirse que "otros papas han sido estimados o admirados pero este Papa fue querido". Había sido un diplomático atípico, nuncio en Estambul y luego en París, pero no siempre apreciado por el secretario de Estado. En 1953 era ya arzobispo y cardenal de Venecia. Fue elegido con 78 años y en principio para todos fue, por eso mismo, un Papa de transición. Pero muy pronto anunció que crearía 23 cardenales más y con ello dejó clara su actitud nada conformista. Pastor especialmente preocupado por su diócesis romana, "sus actos, su vida y su estilo formaron parte de su magisterio tanto como sus escritos y discursos". Tuvo, además, un programa definido: el concepto de "signos de los tiempos" suponía superar el conservadurismo tradicional, el inmovilismo y la desconfianza del católico ante la Historia. Era necesario descubrirlos y atribuirles un sentido cristiano. En enero de 1959, el día de la conversión de san Pablo, convocó un Concilio con ese propósito. Objetivo del Concilio debía ser también poner a la luz la sustancia del cristianismo, a veces opaca por causa de tantos aspectos accidentales superpuestos sobre ella. Su experiencia en las Iglesias orientales pero también en el mundo cultural francés le sirvieron para hacerlo.

El Concilio fue toda una exigencia pues, tras una fachada de conformismo, existía una fuerte crisis interior en muchas Iglesias. Por vez primera en siglos la Iglesia no se reunía para condenar una herejía sino para examinarse y para renovarse. Sólo por esta decisión Juan XXIII merece ser conceptuado con un pontífice excepcional. El paralelismo con la generosa lucha por los derechos humanos durante la presidencia de Kennedy parece, desde el punto de vista histórico, muy oportuno. De las ocho encíclicas promulgadas por este Papa merece la pena citar Mater et magistra (mayo de 1961), conmemorando los sesenta años de la Rerum Novarum, y Pacem in terris (abril de 1963) que situaron la dignidad humana en el centro de la cosmovisión del cristianismo. La promoción de la mujer, la socialización, la organización política de las comunidades... serían signos indicativos de la presencia del Reino de Dios sobre la Tierra. Por vez primera las encíclicas estuvieron dirigidas a todos los hombres de buena voluntad y no sólo a los católicos. Este hecho no es casual: también había escrito Juan XXIII que los católicos se debían dedicar a defender los derechos de la persona humana y no sólo los de la Iglesia. "No es el Evangelio que cambia: somos nosotros los que comenzamos a comprender mejor", aseguró. "Ha llegado el momento de reconocer los signos de los tiempos, de acoger la oportunidad y de mirar hacia lo lejos", añadió. Fue ése el objetivo del Concilio Vaticano II, que dejaría como herencia para el futuro.

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