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A la hora de plantear la importancia de las innovaciones tecnológicas, vimos que la existencia del intercambio o comercio era una de las condiciones de infraestructura que hacía posible la existencia de la metalurgia. Hay que destacar que, al igual que ocurría con las técnicas de extracción, la existencia del intercambio era muy antigua, incluso la establecida con el producto de esas extracciones, es decir, rocas silíceas o cristalinas como la obsidiana. Se han hecho estudios acerca de la distribución de estos productos, hachas sobre todo, que se fabricaron con el sílex obtenido en las minas de Krzemionki (Polonia) o el sílex procedente del Grand Presigny, habiéndose detectado a más de 200 kilómetros del origen de la materia prima, en los hábitats lacustres del Jura y del Dauphiné o suizos, en el caso del sílex francés. Ejemplos claros de intercambios a grandes distancias son fáciles de reconocer por el empleo de materias primas que no pueden obtenerse nada más que en lugares determinados, tal es el caso de los adornos realizados sobre concha del Spondylus gaederopus, de cuyo intercambio hay ejemplos en Bulgaria, Rumanía y Yugoslavia. Renfrew señala cómo su origen se había fijado en el mar Negro, pero los estudios isotópicos posteriores han evidenciado un origen Mediterráneo, llegando a sugerir que Sitagroi, asentamiento del norte de Grecia, podría ser uno de los puntos de distribución de anillos y pulseras hechos con esta concha, al haberse encontrado un buen lote de ellas en este lugar.

Evidencias de intercambios a mayor o menor escala se encuentran a lo largo de toda la Prehistoria Reciente, aunque no siempre resulta fácil determinar los puntos de origen y la dispersión de las materias primas y las manufacturas, dependiendo del tipo de esas materias y del grado de conocimiento sobre su caracterización y lugares de aparición. Por tanto, suele hablarse de comercio como una asunción apriorística sin que se realicen los estudios pertinentes y se planteen programas de investigación que tiendan a cubrir otros aspectos. Una vez más el recurso a la teoría difusionista, único mecanismo responsable de los cambios tipológicos, tecnológicos y, por tanto, culturales, ha enmascarado la necesidad de este tipo de estudios y de un planteamiento contextualizado del intercambio y su papel en las sociedades que lo practican. En ese sentido, estudios realizados para determinadas áreas, como el de Harrison y Gilman para el sur de la Península Ibérica, revelan que en el tercer milenio existe un intercambio entre el norte de Africa y la zona del sudeste o territorio del grupo de Los Millares, que llevan hasta la necrópolis del asentamiento almeriense materias primas exóticas como marfil y cáscara de huevo de avestruz, mientras que en el norte de Africa encontramos cerámicas campaniformes o útiles de cobre, fruto de un intercambio considerado por los autores de este trabajo como desigual. Otros casos de objetos y materias primas obtenidas por intercambio lo podemos encontrar en la Creta prepalacial, donde se han encontrado objetos de marfil o copas de piedra de procedencia egipcia, lo que, junto al conocimiento y práctica de la metalurgia, demuestran contactos con Oriente anteriores a la etapa Minoica Palacial.

Mesopotamia, desde el sexto milenio, ha de importar la mayor parte de las materias primas para sus útiles y herramientas de producción: sílex, piedras duras o cobre nativo, dependiendo de circuitos de intercambio regulares y estables. Con el desarrollo de la civilización urbana estos circuitos llegan a ser fundamentales, de tal forma que se establecen puertos de llegada y distribución del cobre iraní, maderas nobles y piedras preciosas de Siria y los Zagros o del Golfo Pérsico, llegándose en el tercer milenio a detectar productos mesopotámicos, en contrapartida, desde la península de Omán a la frontera irano-afgana o desde el norte de Siria a Egipto. Como se desprende de lo dicho, existen redes de intercambio desde el tercer milenio que abarcan a zonas muy diferentes, pero, por las propias limitaciones del registro arqueológico, sólo los productos o materias primas intercambiados que dejan huella en el registro disponible permiten esa valoración, sin que puedan evaluarse otros tipos de productos intercambiados. Se puede valorar que esas redes de intercambio afectan a amplias regiones de la Europa templada o mediterránea y amplias zonas del Oriente Próximo, pero esos intercambios se realizan en contextos sociales muy diferentes. En Europa los productos intercambiados se cifran en materias primas líticas: sílex, obsidiana y piedras duras; metales: cobre y oro, y adornos: marfil, ámbar, cáscara de huevo de avestruz, conchas, etc.

, siempre objetos manufacturados y de dudosa utilidad como herramientas implicadas en los procesos de producción de bienes subsistenciales. Pero hay que plantearse que otro tipo de productos pudieran acompañar a éstos: tejidos, ciertas bebidas, líquidos, etc. Esta situación plantea una doble opción, por un lado, la posibilidad de que el registro refleje el nivel real de intercambio, con una representación ajustada de bienes intercambiados, lo que avalaría a los que ven en este intercambio una manera de reflejar el comercio destinado a ser el indicador del prestigio de unas élites locales, que necesitan expresar su posición social mediante la exhibición de los símbolos de ese estatus. Ello podría estar sustentado en la amortización de esos objetos en las sepulturas de los individuos o grupos que detentan esa posición de privilegio. Por otro lado, se plantea que la evidencia de un intercambio de este tipo de productos sea sólo lo que nos ha quedado en el registro arqueológico de un comercio mucho más amplio, que implique bienes relacionados con la subsistencia y la reproducción social, como alimentos o mujeres. Este tipo de intercambio estaría conectado con una red local, entre comunidades de poca amplitud demográfica, destinada a amortiguar los riesgos inherentes a una economía agropecuaria expuesta a malas cosechas o ciclos cambiantes, y a la necesidad de matrimonios exogámicos que conllevan la aportación de dotes de productos no subsistenciales que aseguran la reciprocidad de los intercambios y las alianzas.

Ello permitiría que la circulación de productos entre comunidades vecinas pudieran alcanzar, en movimientos cortos pero a lo largo de un dilatado tiempo, largas distancias, como las comentadas en la distribución de hachas o largas hojas de sílex o las hachas perforadas, llamadas de combate, ampliamente documentadas en el norte y centro de Europa. Esto ha sido propuesto para zonas como el sudeste de la Península Ibérica o la Grecia continental, donde la existencia de unas supuestas condiciones extremas medioambientales o topográficas hacía inevitable estas redes de intercambio como seguro ante los riesgos de una economía poco diversificada. Esta interpretación quedaría mermada para aquellas áreas donde las condiciones medioambientales, topográficas o la disponibilidad de tierras no fueran un elemento de riesgo para la práctica de una economía agropecuaria y que, sin embargo, poseen evidencias de intercambios similares. Las propuestas de explicación tendrán una mayor relación con la estructura y relaciones de los grupos humanos implicados, según tendremos ocasión de analizar. Durante el segundo milenio, la extensión del uso del bronce obligaba, en el abastecimiento del cobre y metales aleados y en especial el estaño, a garantizar la seguridad y continuidad de rutas de aprovisionamiento. La existencia de esas rutas se ha visto reforzada por la aparición de otros objetos fabricados en materias primas de acceso especialmente restringido: marfil, oro, ámbar o la fabricación de objetos mediante técnicas muy específicas: fayenza o loza (mayólica), pero la verdadera razón de la existencia del intercambio se ha buscado en la necesidad de establecer rutas que justifiquen la presencia de objetos y materias primas en contextos diferentes a sus áreas-fuente o talleres.

La asunción de la existencia de rutas ha permitido probar la realidad del comercio considerado como el motor fundamental, que explica, por ejemplo, la pretendida influencia del Egeo durante el segundo milenio en toda la Europa bárbara y, en consecuencia, el desarrollo de las complejidades sociales, visibles en las ricas tumbas individuales bajo túmulo que caracterizan a Europa central y atlántica. El modelo de un desarrollo social sustentado en el intercambio de productos, fruto de la especialización artesanal, tiene distintas versiones: una, unida al mecanismo difusionista de la extensión de los avances tecnológicos, defendida por Childe, frente a los modelos invasionistas que pretendían hacer llegar toda innovación tecnológica o tipológica a través de movimientos de pueblos o de élites militares que se superponen a sociedades más atrasadas. Otro modelo de carácter funcional sostenido, entre otros, por Renfrew, otorga al comercio el papel de satisfacer necesidades sociales no económicas, postura retomada por la escuela de Cambridge en su vertiente de la arqueología simbólica y estructural, según Martínez Navarrete. Otras posturas consideran el comercio como un mecanismo de amortiguación de los riesgos que emplean las sociedades agrarias, en una versión adaptativa del intercambio ante la diversidad ecológica, adoptada por Sherratt y Mathers. Este modelo explicativo ha sido empleado por Halstead y O'Shea para la sociedad cretense del periodo palacial.

Ese intercambio afecta tanto a productos alimenticios, producidos excedentariamente, como a los no alimenticios y duraderos, almacenados y manipulados por las elites dirigentes. Una última postura da un valor político al intercambio, de forma que, junto a la especialización artesanal, son los mecanismos que emplean las elites para fomentar y mantener desigualdades sociales y desarrollar sistemas de control intra y extracomunal, en términos de Gilman. Así pues, el valor otorgado al intercambio adquiere una gran importancia para explicar los procesos sociales del segundo milenio. Pero la misma existencia del intercambio no debe ser asumida de forma apriorística, debiendo ser demostrada de forma clara, desde la perspectiva de cada área y de las sociedades que lo promueven o utilizan, como sostiene Martínez Navarrete. Las pruebas del intercambio del segundo milenio se han basado en la comprobación de la movilidad de productos metálicos, ámbar y fayenza, aunque debieron entrar en juego otros productos: comestibles, esclavos, mujeres, tejidos, sal, etc. Una vez asumida la realidad del comercio, a veces sin constatación, los estudios en Europa se han centrado en establecer cuáles son las rutas que llevaron el estaño de Cornualles al Egeo, el ámbar báltico a casi toda Europa central, Egeo y Europa atlántica o la fayenza egipcia al Egeo y al resto de Europa. Para el estaño de Cornualles se han propuesto dos rutas: una fluvial-marítima, desde Bretaña-Cornualles a las bocas del Loira o Garona, y remontándolos, conectar con el Mediterráneo a través del Sena-Ródano; otra ruta terrestre: subiendo el Rin hacia un puerto del Adriático o por el Danubio medio hasta Europa central.

Estas rutas están definidas por los hallazgos de fayenza para las fluviales-marítimas y de ámbar para las terrestres. En la actualidad, el progreso de las fechaciones radiocarbónicas y el recurso a otras teorías explicativas sobre los cambios culturales han modificado el marco de referencia del sentido de los intercambios, pasándose a analizar los supuestos productos intercambiados por separado y las circunstancias de las sociedades implicadas en las redes. El cambio más significativo afecta al papel jugado por el Egeo en redes supuestamente paneuropeas, de forma que hoy se considera que el desarrollo de la sociedad minoica y micénica está mucho menos relacionado con sus conexiones externas que con sus condiciones internas, por tanto el comercio no juega un papel tan destacado, ni sus huellas en las relaciones de intercambio europeas son tan importantes. En el propio contexto arqueológico minoico no se aprecian las influencias de una red tan extensa y lejana de intercambios. Aunque en este periodo son frecuentes los productos y materias primas que podrían haber llegado por vía comercial, ahora la dirección primada en las relaciones suprarregionales indica un componente oriental muy determinado, entre las propias islas orientales mediterráneas y la península Anatólica. Metales (oro, cobre, plata, plomo), marfil, fayenza y piedras (obsidiana, lapislázuli, etc.) están relacionadas con Egipto, Mesopotamia, Anatolia, Chipre e islas egeas. Sin embargo, el estaño y el ámbar plantean otros problemas diferentes, dadas las posibilidades de origen.

Para el estaño, la situación es aún confusa y se sigue buscando su origen hacia Occidente, con más posibilidades para la fachada atlántica, aunque no existen pruebas irrefutables de ese intercambio, incluso en la posterior época micénica. Las conexiones occidentales, bien probadas por la presencia de cerámicas, vidrios, objetos metálicos o marfil en Sicilia, islas Eolias y la península italiana, no tienen relación con la explotación del estaño italiano, ya que la propia metalurgia itálica no produce el bronce hasta el primer milenio, por lo que se relaciona más este intercambio con la obsidiana y una posible conexión con el ámbar báltico, sugerida pero no probada. El ámbar tendría una mejor conexión por vía continental, dado su origen comprobado en el Báltico, y las relaciones establecidas con Europa central, Alemania y sur de Escandinavia que hacen llegar a sus élites o aristocracias guerreras espadas, carros, navajas, etc., de origen egeo, según recoge Kristiansen. Esta situación se prolonga a lo largo de la etapa micénica, aunque se ha venido considerando que es durante ésta cuando Grecia influye con mayor fuerza en el desarrollo de casi todas las sociedades europeas; sin embargo, los productos y materias primas foráneos son más escasos, dando la sensación de que el Mediterráneo oriental y las ciudades-estado egeas están más volcadas en sus propias relaciones y en otras de menor alcance, circunscritas a las orillas del Mediterráneo central y oriental, aunque lleguen algunos productos más lejanos.

Las relaciones con el Mediterráneo occidental, Península Ibérica, islas Baleares y sur de Francia están por probar, a pesar de la discutida presencia de algunos fragmentos cerámicos micénicos en contextos del sur de la Península, lo que, por su lado, no alteraría esta situación dada su escasez y la poca huella micénica de otro tipo en los grupos peninsulares contemporáneos. Ante esta nueva situación sobre el papel minoico-micénico en el desarrollo de intercambios europeos, cabría plantearse que son varios círculos los que se desarrollan, en forma de redes de menor alcance y más independientes unos de otros. El círculo atlántico, con distribución de metales, loza o mayó1ica de posible invención escocesa, como sugiere Renfrew, joyería de oro y ámbar, obtenido por conexiones noreuropeas, afecta a las islas Británicas, Bretaña francesa, Países Bajos, costas atlánticas francesa, española y portuguesa, y será el precedente del intenso contacto comercial de finales del segundo milenio y comienzos del primero, que se ha definido como Bronce Final Atlántico. Europa central, a través de los grupos de Unetice y Túmulos, se relaciona con los grupos de Europa septentrional y con el Egeo, como hemos visto, y con Europa occidental, quedando al margen la mayor parte de la Península Ibérica -incluido el sureste, asiento de El Argar- el sur de Francia y el norte de Italia, así como las islas mediterráneas más occidentales.

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