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Dejemos, por tanto, cargada de interrogantes la última producción clasicista del Helenismo Temprano, y acerquémonos a lo más creativo dentro de la evolución artística, que se encuentra de nuevo en los avances del realismo. No son muchos, ni tan famosos, sus exponentes, pero podemos observarlos en alguna pieza aislada, como, por ejemplo, el bellísimo relieve de un caballo con un pequeño palafrenero negro que conserva el Museo Nacional de Atenas, y, sobre todo, en la abundante retratística ateniense. En efecto, frente a la escuela de Lisipo, que parece especializada en retratos regios y de atletas, se da en el Atica una verdadera fiebre por representar a los grandes intelectuales de la Hélade. Aún en vida de Alejandro, el gobierno de Licurgo encarga a unos artistas anónimos, en lo que será el comienzo de este movimiento, las estatuas de los tres grandes trágicos para adornar el teatro de Dioniso. La mejor conocida, la de Sófocles, da una idea del conjunto. El poeta, muerto hacía setenta años, parece recreado aún según un criterio más bien tipológico, como era normal en el arte clásico: más que sus verdaderas facciones, lo que contaba era un cierto aspecto ideal, una actitud que representase al retratado: postura de actor, traje de ciudadano acomodado, dignidad en la compostura del hombre público. Pero después, y a lo largo de varias décadas, cuando estas esculturas de intelectuales se multipliquen, se añadirán elementos nuevos a los personajes: los prototipos ideales se irán diluyendo, las facciones se individualizarán, y los escultores se recrearán en el rictus, en la tensión de la cara, en ciertas peculiaridades del cabello y de las arrugas que puedan cobrar un significado psicológico.

A título de ejemplo, cabría mencionar, en primer término, el retrato de Menandro; es acaso de los más bellos que conozcamos, con una grandiosidad y una vida interior tales que incluso literatos muy posteriores, como Cicerón, desearán ser representados según su esquema. Es, además, la única obra que nos ha llegado -a través de copias, desde luego- de unos artistas al parecer muy fecundos: Cefisódoto el Joven y Timarco, los hijos de Praxíteles. Lástima que no sepamos más que el título de algunas de sus esculturas de dioses; nos gustaría intuir si siguieron, y hasta qué punto, el estilo paterno -algo que en un retrato sería difícil de rastrear-, y si fueron por tanto responsables de cierto estilo difuminado, postpraxitélico, que endulza muchas obras del siglo III a. C. en todo el Mediterráneo oriental, llegando hasta Alejandría. Pero, aún por encima del Menandro, nosotros colocaríamos las efigies de dos oradores que simbolizaron el nacionalismo ateniense frente a Filipo II, y que por tanto hubieron de esperar años, una vez muertos, hasta recibir el homenaje de unas estatuas en su ciudad. Uno de ellos fue Hipérides -conocido por otra parte como defensor de la hetera Frine, la amada de Praxíteles, en un célebre proceso-: en el retrato que le hizo Zeuxíades, y del que parece ser copia una cabeza del Museo Torlonia de Roma, se nos muestra anciano, pero lúcido y lleno de voluntad, con la mirada fija y los labios apretados. El otro orador es, obviamente, Demóstenes: las copias de cuerpo entero que nos han llegado de su imagen revelan una obra maestra, perfectamente fechada (280 a. C.), y la única conocida de un escultor llamado Polieucto; aquí sí que podemos ver los avances del realismo, desde las telas a la fláccida musculatura, pasando por la reconcentrada frente. El artista hizo un canto a la paradójica figura del orador y político de mente fuerte y cuerpo débil: su obra es la perfecta ilustración del epigrama que para sí compuso el retratado: "Si hubieras tenido, Demóstenes, fuerza pareja / a tu alma, en Grecia el Ares macedón no imperara."

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