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Desde 1493, varias bulas papales a cargo de Alejandro VI, Julio II, y León X, en especial la "Universalis Ecclesiae" (1508) concedieron a los reyes de Castilla la autoridad para establecer y organizar la Iglesia en Ultramar, presentar candidatos a las sedes y recaudar y gastar los diezmos eclesiásticos. En 1522 la bula "Omnimoda", de Adriano VI, facultó a los frailes para asumir tareas pastorales y sacramentales, habitualmente en poder del clero secular. La evangelización de las Indias sera, pues, una labor de misioneros impulsada desde la Corona. El primer esfuerzo pacífico por evangelizar a los indios se produjo entre y 1515 y 1519, cuando un pequeño grupo de frailes se estableció en Cumana, en la llamada costa de las perlas. El encuentro resultó en fracaso cuando, en venganza por anteriores abusos cometidos por españoles, mataron a algunos e hicieron huir al resto. Hasta entonces, los clérigos que acompañaron los primeros viajes fueron en calidad de capellanes de los españoles, no con misión doctrinal. Las primeras informaciones que llegaban a la Corona acerca de las barbaridades cometidas alentaron el envío de misioneros, bajo el supuesto de que la evangelización, aparte de ganar almas para la doctrina cristiana, podría apaciguar la violencia de los conquistadores hacia los indios, al fin y al cabo, cristianos como ellos.

Desde el primer momento hubo voces, aunque escasas, que se alzaron contra la explotación y los métodos desplegados, como la un colono que remitió cartas a la Corona en 1504 exponiendo un plan a favor de los nativos, tras haber convivido con estos y aprendido su lengua. Hubo otros que, directamente, desertaron y se unieron a las poblaciones indígenas, sin duda atraídos por la liberalidad de costumbres sexuales de algunos pueblos o buscando huir del pago de alguna deuda económica o legal. Lo cierto es que la conquista de los nuevos territorios no se planteó sólo en términos económicos o políticos, sino también espirituales. La llegada de los primeros misioneros se fundamentó en tres elementos. El primero fue la ayuda que, como monarca cristiano, debían proporcionar los reyes de los primeros momentos de la conquista, Fernando el Católico y Carlos I. En cumplimiento de sus obligaciones para con la Iglesia, sufragaron el viaje, el equipamiento y los medios materiales para establecer misiones en territorio americano. En segundo lugar, la receptividad de los conquistadores favoreció su buena acogida, deseosos de dar un barniz de misión doctrinal y aun santa a sus guerras de conquista, al modo de los cruzados. Por último, las denuncias crecientes sobre los abusos de los colonos hacia los indios hacían necesaria la presencia de hombres que, bajo la óptica deel momento, pudieran poner orden y sentido en un universo caótico. La primera cuestión a dilucidar era saber si los indios eran o no seres racionales, algo que increiblemente pocos pensaban en los primeros momentos.

Uno de los primeros en defender la posición indígena fue el dominico Antonio de Montesinos quien, en 1511, no sólo postuló la humanidad y el carácter racional de los indios, sino además estableció que los españoles no tenían derecho a explotarles ni hacerles servir. Su opinión dio lugar a una controversia, pues se enfrentaba a los intereses económicos de los colonos, si bien como consecuencia se promulgaron las Leyes de Burgos (1512-13), un mal remedio que, aunque limitaba el trabajo forzoso, no pudo evitar el genocidio en las Antillas. Posteriormente el debate se reproducirá con las discusiones entre Las Casas, Sepúlveda y Vitoria. Mientras se dirimían estas cuestiones, lo cierto es que la labor de evangelización continuaba, para lo que paulatinamente fueron embarcando pequeños grupos de frailes dominicos, agustinos y franciscanos, primero hacia Nueva España, a partir de 1523, y después hacia el Perú, desde 1534. El resultado fue un choque de culturas y concepciones del mundo, donde los misioneros no supieron o pudieron comprender mentalidades radicalmente diferentes. La "extirpación de idolatrías", la destrucción de ídolos, la conversión de los paganos, fueron misión evangélica desde los primeros momentos, en las que se distinguieron, por citar sólo a algunos, Mogrovejo o Arriaga. Para un mejor desarrollo de su labor, no obstante, en general se esforzaron en convivir con los indígenas, aprender su lengua y sus costumbres, conocer su historia.

De ello algunos nos han dejado impagables documentos que, aunque a veces contienen inexactitudes o exageraciones, está repletos de información valiosísima por su inmediatez y cercanía. La mayoría de los cronistas de Indias provienen del estamento clerical, como Sahagún, Las Casas, Motolinía, Diego de Landa, Pedro Simón, Pedro Aguado, José de Acosta, etc. En México fundaron un colegio, el de Santa Cruz de Tlatelolco, en el que Sahagún y Andrés de Olmos contribuirán a la recuperación de la cultura nativa gracias a su labor de recogida de manuscritos, códices e historia oral, legándonos buena parte de lo que hoy sabemos sobre las antiguas culturas mexicanas. En Perú, algunos siglos más tarde, otro obispo, Martínez Compañón, nos legará un documento de altísimo valor etnohistórico. La redacción de catecismos, gramáticas y libros devocionales en lengua indígena permite tener hoy una riquísima fuente de información sobre lenguas a veces desaparecidas. La labor misional hubo de adaptarse al terreno y a las condiciones de los misionables. Provenientes de una tradición europea y judeo-cristiana en la que el adoctrinamiento y evangelización eran realizados por individuos que se internaban entre los paganos, pronto comprendieron que resultaba más eficaz atraer y agrupar a estos, haciéndolos vivir alrededor de misiones en donde pudieran aprender la religión y cultura dominantes.

El máximo exponente de este instrumento serán las reducciones de la Compañía de Jesús, establecidas primero en Brasil desde 1549 y en la América hispana desde 1568, alcanzando su esplendor en las reducciones paraguayas desde 1607. La misión fue también una herramienta de colonización y ocupación de nuevos territorios, demostrando la estrecha alianza del trono y el altar, estableciéndose en zonas fronterizas. El ideal del misionero, personaje educado en la doctrina de una religión expansiva y conocedor de la vida de otros que, antes que él, pasaron sus días en tierra extraña realizando conversiones, es realizar un mundo nuevo acorde a sus creencias, trabajando con "materiales" no contaminados. Se piensa a sí mismo como herramienta de Dios, y a la labor de los europeos como dirigida por los designios divinos, conciencia que aparecerá en la mayoría de las obras que nos dejaron escritas.

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