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Hacia 1918 Monet estaba a punto de finalizar uno de sus conjuntos de obras más conocidos, el de los nenúfares. El mismo afirmará al respecto: "Trabajo todo el día en estos lienzos, me los pasan uno tras otro. En la atmósfera reaparece un color que había descubierto ayer y abocetado sobre uno de los lienzos. Inmediatamente me traen el cuadro y trato de fijar lo más rápidamente posible y de manera definitiva la visión, pero casi siempre desaparece en seguida para dejar sitio a otro color ya registrado días antes en otro estudio que inmediatamente me ponen delante... y así prosigo todo el día". Desde luego, ante la lectura de estas palabras no podemos menos que sentir el enorme grado de concentración, esfuerzo y a veces de frustración que conocía el pintor a lo largo de esta serie. Por fortuna, el resultado final es uno de los más espléndidos de la pintura occidental.
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En una fecha tan temprana como la de esta obra, situada entre los años 1897 y 1899, Monet alcanza algunos grandes hallazgos que servirán y mucho a toda la pintura occidental del siglo XX. En primer lugar, certifica la defunción inapelable de las leyes de la perspectiva aplicadas al arte; como es sabido, desde el Renacimiento la perspectiva lineal y aérea habían producido el espejismo de que el ser humano era capaz de reproducir fielmente el mundo que le rodeaba. Siglos después de creer en ese dogma, el Impresionismo y Monet a la cabeza afirman lo contrario. En la imagen vemos cómo el punto de vista es sorprendente, tomado desde un plano superior, como hacía la fotografía por otra parte, pero también podemos comprobar que ya no hay profundidad: parece un papel estampado que estuviera colgado de la pared.