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Acabo de señalar cómo los jóvenes escultores de comienzos del siglo XVIII se ven guiados en sus primeros pasos por los grandes maestros del Gran Siglo. Uno de entre los más destacados fue Antoine Coysevox (1640-1720), que ya había realizado obras importantes en su ciudad natal y que posteriormente fue puesto al mando de un numeroso equipo de escultores, entre ellos sus sobrinos los Coustou, dedicado a la decoración del palacio y los jardines de Versalles. René Frémin fue también alumno de Coysevox y, en compañía de otros, marchó a España para realizar las esculturas del palacio de La Granja, cerca de Segovia, núcleo importante de irradiación de la escultura francesa por nuestro país.Fue también Coysevox un hábil retratista y, aunque buena parte de su producción puede incluirse sin dificultad dentro de las características del siglo XVII, hay algunas cosas en que se anuncia el inicio del Rococó por su actividad dinámica, el movimiento de los paños y el aire de ligereza. El mejor ejemplo es el retrato de María-Adelaida de Saboya, duquesa de Borgoña, como Diana cazadora, encargado en 1710 por el duque d'Antin, recién nombrado director de los Edificios Reales, para el parque de su château del Petit-Bourg. No sólo apuntan al nuevo estilo las características formales, sino también la misma representación como diosa que inaugura la serie de retratos mitológicos que pondrán de moda en pintura Largilliére y Nattier. Hay, sin embargo, un matiz que los distingue, mientras que en las pinturas la mitología se utiliza como un disfraz, el retrato de la duquesa entra naturalmente en el seno de la iconografía versallesca del mito de Apolo.Entre los discípulos y seguidores de Coysevox ocupan un lugar sobresaliente sus sobrinos, los hermanos Nicolás (1658-1733) y Guillaume I Coustou (1677-1746), miembros de una de esas dinastías de artistas tan frecuentes en la época. La mayor parte de su obra se realiza en profunda colaboración con su tío, dedicados fundamentalmente a la decoración de las residencias reales de Versalles y Marly. Tras una primera formación con su pariente, ambos marcharon a Roma, en donde tuvieron ocasión de estudiar la escultura de la segunda generación barroca, en contacto especialmente con Pierre II Legros. A su vuelta mantuvieron la inspiración clásica, pero con una inflexión más ornamental.En sus obras de gran aparato lógicamente domina el carácter más monumental, escenográfico y un tanto frío: el gran relieve de mármol del Paso del Rin por las tropas francesas, comenzado por Nicolás y continuado por Guillaume, sigue la retórica versallesca con la figura de Luis XIV coronado por la Victoria, la figura alegórica del río o el niño portando el casco del vencedor. Aunque actualmente colocado en el vestíbulo de la capilla de Versalles, originalmente se encargó para sustituir el relieve de Coysevox en el Salón de la guerra, obra en estuco y por lo tanto material no noble; este primer destino justifica también su pomposo carácter celebrativo.En 1739 la dirección de los Edificios Reales decide la ejecución de dos monumentales caballos, unos tres metros y medio de altura, retenidos por palafreneros, para el estanque del Abrevadero en Marly. Terminados por su autor Guillaume I Coustou en 1745, se colocan al año siguiente en Marly hasta 1794, en que el gobierno revolucionario decide su traslado a la entrada de los Campos Elíseos, y hoy han sido nuevamente desplazados a causa de las obras de reestructuración del gran Louvre. El primer recuerdo que sugieren es, sin lugar a dudas, el del grupo de los Dióscuros, copia romana imperial de un original clásico griego, situado frente al palacio del Quirinal en Roma. Sin embargo, el hermano menor de los Coustou sacrifica las referencias mitológicas o alegóricas por la representación de una acción simplemente humana. El naturalismo empieza a vencer su batalla contra la altisonancia del gran siglo.Acabamos de considerar, líneas arriba, el retrato de la duquesa de Borgoña como Diana, de Coysevox, el punto de partida del retrato mitológico. Pues bien, para el mismo cliente, el duque d'Antin, y el mismo lugar, su château del Petit-Bourg, aunque luego se trasladaron a Versalles, hacen los hermanos Coustou los retratos de Luis XV como Júpiter, obra de Nicolás, y de su mujer María Lesczynska como Juno, de Guillaume. De la obra del tío a la de los sobrinos han pasado veinte años que han permitido asentar el género y, sobre todo, en la figura de la reina con el niño volandero ofreciendo la corona y el cetro, conseguir las características propias del gusto rococó.Robert Le Lorrain (1666-1743) fue alumno de Girardon, otro gran maestro del XVII, y como los Coustou también pasó por la Academia de Francia en Roma y participó activamente en los trabajos de las residencias reales. Algo más aferrado a la tradición clásica asoma, sin embargo, en alguna de sus obras, el dinamismo y fantasía de la nueva escultura. Su obra más representativa en este sentido es el relieve de los Caballos de Apolo para la fachada de las caballerizas del hótel de Rohan de París, de la década de los treinta.Los que verdaderamente abren el arte francés durante la primera mitad del siglo a las nuevas corrientes son los tres hermanos Adam, pertenecientes a otra dinastía de escultores de origen lorenés. El más famoso, Lambert-Sigisbert (1700-1759) repite el habitual camino de todos los grandes escultores galos, formación en París, Primer Premio en el concurso de la Academia en 1723, estancia en la Academia de Francia en Roma e ingreso en la Academia de pintura y escultura, cuya pieza de recepción entregó en 1737. El peso de la influencia romana -allí ejecutó algunas de sus obras, unas de inspiración miguelangelesca y las más berninianas-, se refleja en su posterior producción, muy en especial en la escultura religiosa. También trabajó en los encargos reales y suyo es el Triunfo de Neptuno y Anfítrite, grupo central del estanque de Neptuno en Versalles de 1740, en colaboración con su hermano Nicolás-Sébastien (1705-1778). Pueden verse esculturas suyas también fuera de Francia, por ejemplo en el palacio de Sans-Souci de Federico II de Prusia, quien protegió a François-Gaspard (1710-1761), el hermano menor de la familia Adam.Una tercera dinastía de escultores franceses, los Slodtz, la inaugura Sébastien, el padre, artista flamenco que trabaja para los Menus Plaisirs du Roi, dedicado fundamentalmente al arte efímero de las fiestas, el teatro y las exequias. Sus hijos Sébastien-Antoine y Paul-Ambroise le sucedieron en el puesto concibiendo numerosas decoraciones, colaboraron con los arquitectos para la ornamentación escultórica de los monumentos y dieron numerosos dibujos para muebles, jarrones y otros objetos artísticos. Es también importante su papel en la modernización de las antiguas iglesias góticas, que llenaron de motivos rococó.El más dotado de la familia fue René Michel, llamado Michel-Ange (1705-1764), el benjamín de la dinastía. Aunque sólo había obtenido el segundo premio, partió en 1728 a Roma en sustitución de Jean-Baptiste Lemoyne, que había tenido que quedarse en París para cuidar de su padre. Perfectamente adaptado en el medio barroco romano se instaló por su cuenta de 1736 a 1746. En Roma realizó sus primeros encargos, entre los que se encuentra nada menos que la monumental escultura de San Bruno para la iglesia de San Pedro.Vuelto a París en 1747, se le presenta la ocasión de demostrar su valía cuando se le encarga en 1750 la tumba para la iglesia de San Sulpicio de su anciano cura Jean-Baptiste Languet de Gergy. Su aparatosa composición, el movimiento de las telas, las figuras en las que no falta el esqueleto, la policromía de mármoles y bronces dorados, indudablemente plasmaban sus años romanos y su admiración por las tumbas de Bernini. Excesivamente grandilocuente, sin la genialidad de las obras que pretendía copiar, queda bien lejos del Rococó, enemigo acérrimo de todo lo que pueda significar muerte o tragedia. Gracias sin embargo a la fama conseguida y al puesto que ocupaban sus hermanos en la Corte, inició un nuevo rumbo en su carrera como dibujante de los Menus Plaisirs, ornamentista y organizador de fiestas y exequias.Una mentalidad muy diferente a lo visto hasta ahora, la protagoniza Edme Bouchardon (1698-1762), alumno de Guillaume I Coustou. Marcha a Roma tras obtener, en 1722, el primer premio de escultura, y allí permanece nueve años con su colega Lambert-Sigisbert Adam, de orientación tan diferente. En efecto, Bouchardon se encuentra a gusto ejecutando con extremado cuidado las copias de las esculturas antiguas que exigía la dirección de los Edificios del Rey. Entra en el ambiente romano, es nombrado miembro de la Academia de San Lucas y retratista de la corte papal. Sus retratos son sobrios, con un implícito trasfondo moral, más propios de finales de siglo.Los regidores de la villa de París encargan, en 1739, a Bouchardon, una monumental fuente en el moderno Faubourg Saint-Germain en una de las calles más importantes, la calle de Grenelle. Terminada en 1745, es un ejemplo precoz de la reacción clásica que se generalizará en la segunda mitad del siglo. En una monumental arquitectura -Voltaire con su maliciosa ironía escribía "mucha piedra para tan poco agua"- la villa de París, mujer vestida a la antigua, recibe la pleitesía de las alegorías del Sena y el Marne dentro de una rígida composición piramidal. Unicamente le acerca al rococó la ligereza de las esculturas de los genios alados y de los relieves de niños jugando, representación de las estaciones.Este compromiso entre las tendencias clásicas y la gracia rococó lo plasma en su Amor haciendo un arco con la clava de Hércules (Museo del Louvre), cuya versión definitiva en mármol es de 1750, pero cuyo primer modelo en terracota lo expone en el Salón de 1739, cuando trabajaba en la fuente de la calle de Grenelle. En el escrito de presentación se podía leer: "orgulloso de su poder... el hijo de Venus testimonia con su risa maligna la satisfacción que siente por todo el mal que va a ocasionar".El retratista oficial de Luis XV y su familia fue Jean-Baptiste II Lemoyne (1704-1778). De una familia de escultores, se formó con su padre y con Robert Le Lorrain. Consiguió el primer premio de escultura en el concurso, lo que le hubiera permitido ir pensionado a Roma, pero se lo impidió la mala situación económica de su familia, arruinada por la bancarrota de Law, y a la que tuvo que dedicar toda su atención. A pesar de ello pronto participó de los encargos oficiales y subió todos los escalones de la carrera académica hasta llegar a ser director en 1768, como sucesor de Boucher.Aunque también se dedicó a la escultura monumental o funeraria, fue más apreciado por sus retratos. Esculpió varias veces la figura de Luis XV, algunas para adornar las plazas reales como monumento de glorificación monárquica. Para su desgracia, unas no fueron proyectadas y otras no llegaron a nosotros a causa de la Revolución. En sus encargos oficiales cae a menudo en un banal y adulador convencionalismo; sin embargo, en los retratos de particulares, como el del físico Réaumur (Museo del Louvre) demuestra cómo sabe aprenhender el carácter del personaje. Con el paso de los años va adquiriendo una mayor sobriedad sin perder el naturalismo, cualidades que reconocía Diderot en 1765: "Este artista hace bien el retrato, es su único mérito... Haced retratos, M. Lemoyne, pero dejad los monumentos".
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Todas las ciudades griegas antiguas contaban con una acrópolis, la parte más alta de la ciudad, que servía como lugar de defensa ante eventuales ataques y de santuario para los dioses locales. La Acrópolis de Atenas es la más famosa y la disposición actual data de la época de Pericles, en el siglo V a.C. Al recinto se accede a través de una empinada rampa y unas escaleras que nos acercan a los famosos Propileos construidos por Menesicles, levantados con mármol blanco del Pentélico. El edificio más importante de la Acrópolis es el Partenón, templo dedicado a Atenea Partenos -Virgen en griego- la diosa protectora de la ciudad. Ictino y Calícrates son los arquitectos que diseñaron este edificio mientras que la decoración corrió a cargo de Fidias. En el frente observamos ocho columnas de orden dórico, que se repite en las columnas de los laterales. Los relieves del frontón están dedicados a los dioses del Olimpo mientras que en las metopas apreciamos cuatro famosas luchas mitólogicas. En el friso se dispuso la procesión de las Panateneas. La destrucción del Partenón se produjo en 1687 cuando los venecianos dispararon un proyectil sobre el edificio que en aquellos momento había sido convertido por los turcos en un polvorín, tras haber sido mezquita.
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Todas las ciudades griegas antiguas contaban con una acrópolis, la parte más alta de la ciudad, que servía como lugar de defensa ante eventuales ataques y santuario para los dioses locales. La Acrópolis de Atenas es la más famosa y su disposición actual data de la época de Pericles, en el siglo V a.C. Al conjunto de la Acrópolis se accedía por los Propileos, dejando a la derecha el Templo de Atenea Niké y a la izquierda la Pinacoteca. Las dos estructuras principales eran el Partenón y el Erecteión. Estos edificios se complementaban con otros menores como el Recinto del olivo sagrado, el Brauronion o la Calcolteca. Al recinto se accede a través de una empinada rampa y unas escaleras que nos acercan a los majestuosos Propileos construidos por Mnesikles, levantados con mármol blanco del Pentélico. Esta vía ascendente era una monumental puerta de acceso al recinto, que se iba abriendo a la vista del visitante a medida que subía los escalones. El edificio más importante de la Acrópolis es el Partenón, templo dedicado a Atenea Partenos -Virgen, en griego- la diosa protectora de la ciudad. Iktinos y Calícrates son los arquitectos que diseñaron este edificio, mientras que la decoración corrió a cargo de Fidias. En el frente observamos ocho columnas de orden dórico, que se repite en las columnas de los laterales. Los relieves del frontón están dedicados a los dioses del Olimpo, mientras que en las metopas apreciamos cuatro famosas luchas mitólogicas. En el friso se dispuso la procesión de las Panateneas. Frente al Partenón se encontraba el magnífico Erecteion, abierto a los cuatro vientos. El edificio, proporcionado y sutil, combina diversos lugares de culto relacionados con Atenea. Formando un saliente sobre una pared desnuda, destaca el bellísimo Pórtico de las Cariátides, gráciles estatuas de mujer que sostienen sin esfuerzo aparente la cubierta. El magnífico recinto de la Acrópolis y el Partenón quedó seriamente dañado en 1687, cuando los venecianos dispararon un proyectil sobre el edificio, que en aquellos momentos había sido convertido por los turcos en un polvorín, tras haber sido anteriormente mezquita.
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De todas la acrópolis griegas, ninguna es tan impresionante como la de Atenas. En ese lugar se produjo el enfrentamiento entre Atenea y Poseidón. El dios, para mostrar su poder, hizo manar una fuente mientras que la diosa dio vida a un olivo. Los atenienses elegirán a Atenea como su diosa y a ella se consagra el templo más importante del lugar. Los templos de la Acrópolis fueron destruidos por los persas durante las guerras médicas. Pericles será el encargado de poner en marcha un nuevo programa de construcciones que, en breve plazo, acabará de perfilar el aspecto monumental del conjunto. A la entrada del recinto amurallado se levanta la puerta monumental o propíleos, edificados por Mnesikles. Delante de ellos se sitúa el templo de Atenea Nike, obra de Calícrates. En el interior de la Acrópolis y frente a los propíleos se halla la gigantesca estatua en bronce de Palas Atenea, realizada por Fidias. A su derecha está el propilón de la Calcoteca y ocupando la meseta se levanta el Partenón, diseñado por Ictinos y Calícrates. En el norte hallamos el Erecteion, también obra de Menesicles, y a su lado el altar de Atenea.
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No se piense, sin embargo, que durante la pentecontecia todo fue miel sobre hojuelas, pues existieron profundas tensiones, a pesar de las cuales el más acendrado antropocentrismo, al que los griegos siempre habían sido proclives, triunfó en toda línea. La actuación de Pericles y la de los personajes integrados en su círculo alcanzaron el triunfo y lo hicieron redundar en gloria de Atenas. Entre las ciudades griegas, Atenas y, dentro de ella, la Acrópolis constituyen el emblema de la Grecia Clásica. Se ha dicho tantas veces y es tan cierto que no hace falta insistir sobre lo mismo, aunque no está de más recordar que esa situación no fue configurada por azar o por capricho de un puñado de mentes preclaras, sino por una tradición secular enraizada en entresijos mitológicos, según los cuales en aquel lugar tenía la diosa Atenea su complacencia. Su predilección correspondía a los desvelos y homenajes que incesantemente le tributaban los habitantes, reciprocidad llamada a colmar los más altos designios. Así se convirtió la Acrópolis desde época geométrica en objeto de atención especial para los gobernantes de Atenas. Existe, pues, una vinculación evidente entre ellos y los monumentos sucesivamente construidos. Para la época que tratamos conviene esclarecer la relación de dependencia entre el programa constructivo de la Acrópolis y la voluntad de Pericles. Que él es la mente inspiradora y quien se empeñó en sacar la empresa adelante es innegable, pero también lo es la intervención directa y activa de una comisión de obras creada especialmente al efecto, para controlar y dirigir la situación. En ella estaba Pericles y a ella pudieron ser llamados artistas amigos suyos, como el arquitecto Iktinos y el escultor Fidias, pero en última instancia es el pueblo ateniense, a través de sus representantes, el responsable de las obras. "La Vida de Pericles" de Plutarco y la epigrafía de la Acrópolis son fuentes inagotables para la cuestión. El primer monumento que se empezó a construir en la Acrópolis el año 448/447 fue el Partenón, seguido de los Propíleos, del templo de Atenea Nike, tras un largo tira y afloja en el seno de la comisión, y del Erecteion, cuyas obras concluyen hacia 406. Casi medio siglo, por tanto, de febril actividad y dificultades vencidas, pues cada monumento parece superar en complicaciones topográficas y técnicas al que le había precedido.
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El gran monarca con quien la arquitectura neoasiria utilizó fórmulas de identidad propia fue Assur-nasirpal II (883-859), el cual, poco después de su ascenso al trono, abandonó la vieja capital imperial asiria pasando a ocupar Kalkhu (Nimrud), ciudad que había construido Salmanasar I en el siglo XIII a. C. a unos 70 km al norte de Assur; sin embargo, el nuevo monarca no abandonó a su suerte a la ciudad imperial, que pasó a desempeñar un papel eminentemente religioso. En Kalkhu, la nueva capital, Assur-nasirpal II levantó un magnífico palacio (Palacio noroccidental), muchos de cuyos datos constructivos conocemos gracias a la Estela conmemorativa de su inauguración, que tuvo lugar en el año 879 a. C. Tal palacio (200 por 120 m), que reproducía en buena medida el de Adad-nirari I de Assur, estaba formado por dos grandes patios, perfectamente conectados entre sí, a cuyo alrededor se distribuían las estancias, con puertas de acceso flanqueados por toros androcéfalos como motivo de ornamentación. En su sector nordeste -llamado babanu-, y en torno al gran patio central de acceso al palacio, se hallaban las dependencias destinadas a las tareas públicas (viviendas de funcionarios, archivos, dependencias auxiliares, etc.), que se comunicaban con la parte privada -sector bitanu- gracias al Salón del trono (50 por 10 m), una magnífica pieza revestida con ortostatos decorados con bellísimos relieves, desde el cual, y mediante un orgánico sistema de estancias, se llegaba a las habitaciones reales. El palacio sería más tarde abandonado por Adad-nirari III (810-783) y vuelto a reutilizar por Sargón II a finales del siglo VIII. El hijo de Assur-nasirpal II, Salmanasar III (858-824), perfecto estadista, devoto creyente de Assur y buen militar, tuvo asimismo preocupaciones arquitectónicas, sobre todo de índole militar y religiosa. Sabemos que construyó las nuevas murallas de Assur, doblando así el perímetro de las existentes, reforzó sus puertas de acceso y construyó un terraplén interior. También reconstruyó la parte superior de la vieja ziqqurratu y reedificó el Templo de Ishtar y el doble Templo de Anu y Adad. Tras ello, en algunas puertas de la capital asiria -en la Puerta Gurgurri y Tabira, por ejemplo- situó diferentes estatuas suyas de bulto redondo, en testimonio de su actividad arquitectónica en Assur y, sobre todo, de su prestigio imperial. En Kalkhu, fuera de la ciudadela y en su sector este, ordenó construir una gran estructura multifuncional (Fuerte Salmanasar), verdadero fortín que Assarhaddon, años más tarde, al restaurarlo, denominaría Ekal Masharti (el arsenal). Este fuerte se levantaba sobre una alta terraza rodeada por una potente muralla, en la cual se abrían tres puertas; todo el conjunto se ordenaba en seis patios, a cuyo alrededor se agrupaban unas 200 estancias. La zona norte se destinó a residencia para oficiales y soldados, cuadras para caballos, almacenes para los carros militares, arsenales para las armas y máquinas de guerra, depósitos para los botines, etc. El sur lo ocupaba un palacio, cuyas habitaciones, de modestas dimensiones, estaban protegidos por la muralla y por dos patios laterales. Al lado de los aposentos se situó el Salón del trono, ornamentado con pinturas murales, y la Sala del tesoro, siguiendo la disposición de las salas del Palacio noroccidental, el de su padre, Assur-nasirpal II. En textos de Salmanasar III aparece citada por primera vez la ciudad siria de Til Barsip (hoy Tell Ahmar), capital que fue del reino arameo de Bit Adini. Tras conquistarla dicho rey, estableció en ella una colonia que llamó Kar-Salmanasar; en ella reconstruyó un antiguo palacio provincial, destinado a residencia de los gobernadores asirios, rodeándolo de murallas, con una sola puerta de acceso, y que organizó siguiendo la disposición de los demás palacios imperiales. El interés de este edificio se basa en las magníficas pinturas que adornaron las paredes de algunas estancias y que cronológicamente abarcan desde el final del siglo X hasta mediados del siglo VII a. C. Sería Tiglat-pileser III (744-727) quien, años después, volvió a construir en la propia Kalkhu otra residencia palacial, que situó al sur del Palacio de Assur-nasirpal II. Por referencias documentales sabemos que contó -y este es el primer caso documentado arqueológicamente en Asiria- con una estancia con pórtico con columnas y piso superior, a modo de los bit hilani sirio-hititas, estancia que a partir de entonces se hallaría presente en todos los palacios neoasirios. Del resto de tal construcción, con excepción de algunos de sus relieves, no nos ha llegado absolutamente nada. Asimismo, en la lejana Hadatu (hoy Asrlan Tash) edificó un palacio provincial, con los aposentos de planta rectangular distribuidos, como en los demás palacios asirios, en torno a un patio central. El rey Sargón II (721-705) con su personal visión de la grandeza asiria intentó la creación de un verdadero Imperio mundial bajo la égida del dios Assur. La expresión material de tal presunción fue la magnífica ciudad y residencia regia que levantó de nueva planta en Dur Sharrukin, Residencia de Sargón (hoy Khorsabad), situada cerca de Nínive. Dicha ciudad estuvo, en efecto, a la altura de la grandeza y prestigio de tal soberano asirio: se trataba de un enclave urbano fuertemente fortificado (sus muros miden 23 m de espesor), de planta ligeramente rectangular (1750 por 1685 m) con siete puertas de acceso, cuatro de simple estructura y tres adornadas con colosales estatuas de toros alados y genios protectores. En el lado noroeste de la misma construyó una ciudadela que fue estructurada en dos niveles topográficos diferentes. En el más elevado, sobre dos terrazas de 18 m de altura, se alzaba con sus propias murallas defensivas un magnífico palacio que ocupaba 10 hectáreas de superficie. A él se accedía desde el interior de la ciudad por una amplia rampa apoyada en la fachada sudeste. Esta fachada comprendía un triple portal, adornado con estatuas en sus ambas, que daba paso a un gran patio (103 por 91 m) en cierta manera regulador de todo el complejo. En el sector norte se hallaban las estancias oficiales, a las que se llegaba después de atravesar otro patio, a cuyo lado estaba la magnífica Sala del trono (45 por 10 m), con triple portada de acceso, adornada con colosales figuras; por el noroeste se abrían otros patios y salas, así como lo que pudo haber sido un bit hilani; en el oeste se situaba el gran complejo religioso de la ciudadela, dominado por una gran ziqqurratu de planta cuadrada (43,10 m de lado) con sucesivas terrazas (¿tal vez cinco?) de 6,10 m de altura cada una, decoradas con nichos pintados y provista de rampa exterior de acceso. Próxima a ella se levantaban tres templos (de Sin, Nigal y Shamash) y tres capillas (dedicadas a Ea, Adad y Ninurta). Tanto los patios como las estancias principales del palacio de la ciudadela estuvieron decorados con ortostatos, cuyos relieves reproducían las empresas militares del rey. Fuera de dicho palacio y del conjunto de templos y capillas antes citado se hallaban -situadas en la zona más baja de la ciudadela y con una muralla propia- las viviendas de los dignatarios y funcionarios, así como un templo dedicado a Nabu, el cual estaba unido a los templos del recinto palatino por una pasarela que equilibraba el desnivel existente. Por el lado sudoeste, e integrado en la muralla de Dur Sharrukin, se situó un pequeño palacio, tal vez residencia del príncipe heredero Senaquerib, que constaba de dos patios y otras estancias dispuestas en forma de T, siguiendo la planta del arsenal (Ekal Masharti) que Salmanasar III había construido en Kalkhu. Sin embargo, y sin que se sepan los motivos, el sucesor de Sargón II, Senaquerib (704-681), conquistador y destructor de Babilonia, abandonó Dur Sharrukin y eligió Nínive como capital imperial, construyendo y restaurando en ella edificios, calles y murallas. En la parte sudoeste de la ciudadela (colina de Kuyunjik), que embelleció con hermosos parques y jardines, y después de demoler un Palacio viejo, levantó sobre una enorme plataforma el suyo propio, que denominó Palacio que no tiene igual, construcción que al no haber sido totalmente excavada presenta serios problemas de interpretación arquitectónica. Lo conocido demuestra que seguía el modelo asirio de patios con estancias en sus lados, aunque ahora la novedad estribaba en disponer dichos patios a modo de bloques o unidades independientes, sistematizados en ángulo recto y separados por corredores y galerías, sin distinguirse bien la parte pública (babanu) de la parte privada (bitanu). Este palacio, al igual que los anteriores citados, estuvo revestido de ortostatos con relieves, habiéndonos llegado, sin embargo, sólo una pequeña parte de ellos. Tampoco se olvidó de Assur, ciudad en la que levantó el Palacio del príncipe para su hijo menor Assur-ilu-muballitsu, y del que se conservan muy pocos restos. Assarhaddon (680-669), que accedió al trono en medio de una guerra civil, se hizo construir en Nínive, en la colina de Nebi Yunus, y de nueva planta, un palacio. No obstante, prefirió seguir residiendo en Kalkhu, ciudad en cuyo sector meridional, por debajo del antiguo palacio de Tiglat-pileser III, edificó su residencia palatina, reutilizando en ella materiales y ortostatos del viejo palacio del citado Tiglat-pileser. Lo más destacable de tal palacio fue el bit hilani, con columnas adornadas en su base con esfinges. A Assarhaddon le sucedió su hijo Assurbanipal (668-630), reconocido rey, en contra de los legítimos derechos de su hermano mayor, gracias a los esfuerzos y maniobras de su abuela, la reina Naqi'a. Tal rey, de excelente formación intelectual y amante de las letras y del arte, dio quizá los mejores y últimos días de esplendor artístico a Asiria. A él se debió la reorganización de la ciudad de Nínive, que la convirtió nuevamente en capital imperial. Tras haber residido un tiempo en el palacio de su abuelo Senaquerib, situado, como vimos, en la colina de Kuyunjik, edificó también su propio palacio en la misma colina, aunque en el sector norte, palacio que, lamentablemente, conocemos de modo incompleto, aunque se sabe que estuvo estructurado en complejos arquitectónicos independientes, en torno a patios unidos por corredores y galerías. También este palacio contó con una hermosa decoración relivaria, presente en los ortostatos de sus diferentes aposentos: quizás sea la más hermosa decoración del arte asirio de todas las épocas.
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Es éste quizá uno de los aspectos de la sociedad indígena del área indoeuropea que no han merecido por parte de los investigadores la misma atención que otros. Por ejemplo, si lo comparamos con la organización social donde, desde los primeros trabajos de Schulten, se han ido produciendo avances importantes procedentes de campos diversos: historia, lingüística, antropología, etc. La actividad económica ha sido objeto de menos estudios que, en líneas generales, no han supuesto una gran aportación. La mayor parte de ellos tienen un carácter eminentemente descriptivo, concediendo gran importancia a la enumeración de las actividades económicas que desarrollan esas comunidades o sus miembros y de los productos que esas actividades generan. Se suele prestar poca atención a la comprensión de la actividad económica dentro de todo el entramado social, es decir, relacionando a la economía con los demás niveles de la misma. No obstante, en los últimos años se han realizado algunos trabajos en los que sí se ha intentado esto. Las razones que explican esta descompensación en el análisis son varias y, entre ellas, podemos resaltar, por un lado, la propia evolución de la ciencia de la Historia en general y de la Historia Antigua en particular (sólo modernamente ha habido corrientes historiográficas que consideran que la economía, junto con la política, juega un papel determinante en el desarrollo de los procesos históricos), y, por otro, el propio carácter cuantitativo y cualitativo de las fuentes de información de que disponemos. Otro de los rasgos que caracterizan estos estudios sobre la organización económica es la ausencia de un planteamiento metodológico coherente que sirva como instrumento de análisis. Como consecuencia de ello se produce un uso erróneo de una terminología económica propia aplicable a sociedades modernas, pero inaplicable para sociedades antiguas. El uso de estos conceptos lleva a oscurecer y confundir la realidad haciendo más dificil su análisis y comprensión. Por ejemplo, cuando se habla de "capital" o "capitalismo agrícola o pecuario" en el contexto histórico del área indoeuropea para intentar explicar el fenómeno del bandolerismo lusitano enfocándolo, además, como "un movimiento de rebeldía de clases sociales desamparadas". Así pues, en muchos de estos trabajos el resultado que se obtiene son una serie de afirmaciones y conclusiones que resultan obvias con la lectura de las fuentes o valoraciones arriesgadas derivadas de asociaciones incorrectas que llevan a reconstrucciones erróneas de la realidad histórica. Pero hay también otros estudios que intentan analizar la actividad económica integrándola y relacionándola con el conjunto de la estructura social, estudios que se han realizado siguiendo la teoría de la evolución de las sociedades humanas elaborada a partir de los trabajos de Morgan, como hemos visto anteriormente. Esta visión del mundo indígena implica la existencia de una serie de características que Morgan define para la sociedad iroquesa y que hacen referencia también a la organización económica: el clan tiene como base la igualdad y, como consecuencia, se produce una estricta igualdad de derechos sobre la tierra, es decir, existe la propiedad comunal. Es de esta base de la que parten historiadores como Vigil en su análisis de la economía del área indoeuropea y posteriormente Salinas estudiando a los vettones y celtíberos. Aunque sus trabajos suponen un avance respecto a otros anteriores, al tratar de explicar esta faceta de la actividad humana dentro de la estructura social, hay una cuestión metodológicamente peligrosa, la aplicación de un modelo cerrado ya establecido en el que deben encajar los datos de las fuentes, lo que a veces produce la impresión de que los datos son tomados más con la intención de corroborar una teoría inicial establecida de antemano que con la de reconstruir a partir de ellos la organización de la sociedad, su estructura económica y su funcionamiento. En este sentido, se produce un esfuerzo por suplir la falta de información sobre determinados aspectos de la economía de un pueblo concreto mediante la utilización de los testimonios pertenecientes a otro pueblo. Los ejemplos más claros son dos: la propiedad de la tierra entre los vettones y celtíberos, a quienes se atribuye un sistema de organización gentilicia y a los que, por ello, de acuerdo con el esquema de Morgan, les correspondería un tipo de propiedad comunal, a partir del texto de Diodoro (5, 34, 3) que hace alusión a la propiedad comunal de la tierra entre los vacceos. El dato de Diodoro se utiliza, pues, como norma general. En otras ocasiones este dato se interpreta un poco a la inversa, es decir, a partir del texto de Diodoro se afirma tajantemente que los vacceos conservan un régimen tribal muy puro. Es decir, si la propiedad comunal de la tierra es una característica de la organización gentilicia y si el texto de Diodoro se interpreta como tal, puede hablarse de este tipo de sociedad. Ni las fuentes literarias, ni los datos transmitidos por la arqueología son abundantes ni claros a la hora de realizar el análisis de la estructura económica, e incluso en ocasiones son contradictorios. Partiendo de estas premisas vamos a analizar tres aspectos que consideramos esenciales dentro de la estructura económica: los sectores de producción y los productos, la propiedad de los medios de producción y el destino final de los productos. A pesar de la fragmentariedad de las informaciones hay una diferencia bastante clara entre los celtíberos y los pueblos del valle del Duero y Tajo y los pueblos del Norte. En las áreas de los Celtíberos y valles del Duero y Tajo existe una agricultura de cereales de secano, una ganadería bastante desarrollada y la extensión del uso del hierro. De una forma más pormenorizada por pueblos podemos decir que: a. Entre los celtíberos citeriores, lusitanos y vettones la base fundamental de su economía es la ganadería (son famosos los verracos del área de los vettones), destacando dentro del ganado menor las ovejas y las cabras y en el ganado mayor la ganadería y el pastoreo de caballos. En el año 140-139 a. C., Numantia (Numancia) y Termantia (Termes) entregaron a los romanos, entre otras cosas, 3000 pieles de buey y 800 caballos, cantidad muy importante para sólo dos ciudades. b. Los arévacos y pelendones se dedican a la ganadería/pastoreo y a la agricultura, desarrollando una agricultura no demasiado importante de cereales en tierra de secano y de huerta en los márgenes de los ríos. c. Los carpetanos tenían en la ganadería una de las riquezas fundamentales, aunque la agricultura era más importante que entre los celtiberos. Hay un indicio bastante claro de que tenían una economía más próspera que otros pueblos de la Meseta, las frecuentes incursiones que realizaban los lusitanos para aprovisionarse de productos de los territorios de los carpetanos. d. Parece probable por los datos de las fuentes que los vacceos se hubieran expandido por el sur a costa de los vettones controlando las mejores tierras ganaderas al sur del Duero. La agricultura está muy desarrollada en su territorio tanto al norte como al sur del Duero, por ejemplo en Cauca (Coca), donde conocemos por las fuentes que se produce la acumulación de exceso de producción que destinan a la industria bélica para ayudar a los arévacos y para el abastecimiento del mineral para fabricar armas. En este grupo de población debió tener también gran importancia la actividad ganadera/pastoril, como demuestra el hecho de que en el año 151 a. C. Lúculo, general romano, recibiera de los caucenses, además de rehenes y talentos de plata, fuerzas de a caballo; por su parte los de Intercatia hubieron de entregarle ganado y 10.000 sagoi (prendas hechas de lana de oveja); finalmente los de Pallantia (Palencia) le ofrecieron dura resistencia gracias a su caballería. Se trata de una región especialmente apta para los cultivos cerealísticos, donde se hallan incluso poblados de una fase antigua de la época indoeuropea de antes de la mitad del primer milenio, que presentan las características de un grupo de población predominantemente agrícola (es el caso del Soto de Medinilla en vías de excavación). e. Los autores antiguos hablan de la fecundidad de las tierras de los lusitanos, de la abundancia de frutos y de que sus ríos son navegables y con oro. Sí parece cierto en las tierras costeras, donde se produce un temprano desarrollo de una agricultura y ganadería próspera, aunque con fuertes diferencias sociales y económicas, con Astolpas y Viriato como ejemplo, pero no para el interior, donde grandes masas de gente depauperada no tienen otra salida que el pillaje y el bandolerismo. En cuanto a la economía desarrollada entre los pueblos establecidos a ambos lados de la cornisa cantábrica es preciso citar: a. Los turmódigos ocupan dos zonas claramente delimitadas, una llana donde se desarrolla la agricultura y una montañosa donde se impone el pastoreo. b. Los autrigones, caristos y várdulos desarrollan una economía mayoritariamente pastoril, aunque hay también importantes zonas agrícolas en el territorio que ocupaban en la actual provincia de Burgos y en Álava (La Llanada). c. Los vascones tienen una economía diferenciada, según se trate de la zona montañosa (pastoril/ganadera) o de las fértiles tierras del valle del Duero (agricultura y horticultura). d. Dentro de los cántabros, astures y galaicos hay dos sectores claros y diferenciados: el agropecuario y el minero. Según los datos de las fuentes literarias y la arqueología, no cultivaban ningún cereal para la elaboración del pan (Plinio, NH 16, 15 y Estrabón 3, 3, 7 y 3, 4, 18, donde afirma que el ejército romano se vio obligado en las Guerras Cántabras a traer trigo de Aquitania). En contra tenemos, no obstante, el texto de Dión Casio (53, 29) en el que se nos dice que, cuando Augusto abandonó Hispania y dejó como legado a Lucio Emilio, envió a decir al legado que pensaban regalarle trigo y otros aprovisonamientos para el ejército. Es frecuente entre ellos, según Estrabón y Plinio, el empleo de las bellotas para hacer pan, bellotas que han sido halladas en distintos castros del Noroeste en los niveles arqueológicos de esta época (Castro de Coaña, castros bíbalos del valle del Búbal, castro de Vixil en Lugo, etc.). Otros productos de los que tenemos noticias en las fuentes literarias y arqueológicas son: un grano para hacer el zythos, bebida fermentada que utilizan en lugar del vino; el mijo y la escanda (la escanda aparece ya en el s. VIII a. C. en el Norte de España) y el vino, pero únicamente en algunos lugares de Galicia. En cuanto a la ganadería tenemos referencias en las fuentes al ganado equino, los famosos asturcones y tieldones de que habla Plinio y que pondera Silio Itálico, muy apreciados en Roma durante todo el Imperio, encontrándose también representados caballos en la diadema áurea de Ribadeo, y ganado caprino, base de la alimentación de estas poblaciones según Estrabón, así como objeto de sacrificio, junto con los caballos y prisioneros, a un dios indígena asimilado a Marte. También tenemos en los restos de los yacimientos arqueológicos noticias de la caza, destinada a complementar la dieta y no como deporte, lo que sucede ya en época romana, y de la pesca, con ausencia de referencias en las fuentes literarias, pero habiéndose hallado en los niveles arqueológicos inferiores de los castros costeros pesos de redes y numerosos concheros. En los escritores greco-latinos de época altoimperial encontramos gran número de referencias a minerales. Se trata de oro (Estrabón, Plinio, Silio Itálico y Floro), estaño (Estrabón y Plinio), plomo (Estrabón y Plinio), cobre y hierro. El problema principal es asignar una cronología a estas explotaciones. Sabemos que ya se obtenía oro en época prerromana, con el que se hicieron las joyas castreñas, cuya área de difusión tiene mucho que ver con las explotaciones de época prerromana y romana, tanto beneficiando las arenas auríferas de algunos ríos, como con explotaciones del subsuelo, y además los términos empleados por Plinio en la descripción de las explotaciones son indígenas. Por otra parte en las minas de cobre se han encontrado herramientas de piedra y hueso para la obtención de mineral, así como utillaje de cobre prerromano en yacimientos arqueológicos. Por ello el texto de Floro (2, 33, 60) no debe entenderse en el sentido de que los romanos comenzaron a explotar las minas del Noroeste, sino que aceleraron la explotación indígena existente antes de su llegada. A partir del texto de Diodoro (5, 34, 3) y siguiendo el esquema de Morgan, se ha pensado que entre los vacceos había propiedad comunal de la tierra, repartiendo cada año la tierra cultivable en suertes y asignando cada una de ellas para que fuese trabajada por las unidades suprafamiliares. El producto total pertenecía a la colectividad, que lo repartía a cada uno según sus necesidades; quien se apropiara fraudulentamente de alguna parte recibía el castigo de la pena capital. En opinión de Lomas, a primera vista la propiedad de la tierra y los frutos de la comunidad estaban por encima de las fracciones (gentes) y subfracciones (gentilitates). Pero este pretendido igualitarismo económico es desmentido por otras fuentes. Sabemos que existe una diferenciación social entre estas poblaciones, pues, cuando Aníbal sitiaba Helmantica, parlamentaron con él los hombres de condición libre, quedando en el interior de la ciudad los esclavos. La explicación del texto de Diodoro en clave de sociedad gentilicia sería la siguiente (Lomas): la tierra laborable era asignada a la gentilitas para que sus componentes la trabajasen colectivamente, siendo la propiedad de la gens o del populus. La gentilitas, a su vez, la asignaba a cada familia o miembro de la misma. El papel de la gentilitas sería de supervisión y administración. Entre los celtiberos tenemos también un indicio de esta posible propiedad comunal. En las excavaciones de Langa de Duero, realizadas por Taracena, se encontró dentro del poblado un edificio de proporciones mucho mayores que el resto de las casas y dentro de él gran número de herramientas agrícolas. También en algunos textos de los agrimensores latinos (concretamente en Julio Frontino) se hace referencia a un tipo especial de campo a la hora de fijar las dimensiones con referencia a los tributos, englobando todo el territorio de un pueblo, sin tener en cuenta las divisiones que pudiera haber dentro de él. Por otra parte, en el territorio de los lusitanos encontramos un agudo contraste entre el rico propietario con una explotación técnicamente avanzada (Astolpas) y el menesteroso lusitano (Viriato). Según el texto de Diodoro (33, 7), hay que pensar en la concentración de la riqueza en manos de la aristocracia indígena. Por los pocos datos que tenemos hasta el momento, a partir de los análisis realizados por distintos autores, se puede afirmar que la mayor parte del producto de la actividad económica de estos pueblos se dedicaba a la autosubsistencia, produciéndose, según las fuentes, situaciones distintas. Sabemos que entre los vacceos había excedentes que se dedicaban a la industria bélica en ayuda de los vacceos y que también abastecían a este grupo de población de los celtíberos de mineral para armas. Por otra parte, deducimos que entre estas poblaciones la producción era en algunos casos deficitaria, porque se dedicaban a vender su fuerza como mercenarios (de los cartagineses en Sicilia en el s. V a. C.; de estos mismos en época de Aníbal); también aparecen como mercenarios de los pueblos del sur, teniendo noticias de que a comienzos del siglo II a. C. los turdetanos opusieron a los romanos 10.000 mercenarios celtíberos, lo cual, aunque sea una exageración propia de un texto con una intención clara de sobrevalorar la potencia de Roma y de ahí la cantidad, no deja de confirmar la existencia de mercenarios. Este carácter supuestamente deficitario de la economía de estas poblaciones da lugar también al bandolerismo, en el cual hay que distinguir el bandolerismo surgido a causa de las desigualdades económicas y sociales dentro de un pueblo, es decir, las contradicciones dentro de un mismo grupo, y la práctica de expediciones depredadoras llevadas a cabo por todo un pueblo como fuente de aprovisionamiento para la autosubsistencia. Este hecho se produce o bien entre poblaciones que habían sido expulsadas de terrenos más fértiles o entre poblaciones que se hallaban en un estadio de desarrollo más primitivo. Los metales son usados a veces como elemento de trueque. Es lo que sucede, según Estrabón, con los trozos de plata recortada que utilizan las poblaciones del norte de la Cordillera Cantábrica para los intercambios.
contexto
La actividad escultórica en el Madrid del XVII no presenta rasgos unitarios que permitan su consideración como escuela de características propias. El encargo a centros de prestigio, como el vallisoletano o el andaluz, y la importación de obras extranjeras, especialmente italianas, por parte de los círculos cortesanos y de la monarquía, restaron protagonismo a los escultores que por entonces trabajaron en Madrid, que se vieron en general alejados de la clientela más importante. Si a esto sumamos el auge de la pintura madrileña de este período, preferida casi siempre a la escultura en la ornamentación de interiores y retablos, puede comprenderse que Madrid carezca en este siglo de una escuela propia, y que sus artistas, llegados en su mayoría de distintos lugares atraídos por la corte, realizaran una escultura, en muchos casos de calidad, pero en gran medida dependiente de influencias foráneas.La capitalidad introdujo sin embargo en el panorama escultórico madrileño algunas necesidades diferentes a las del resto de la Península. El deseo de dotar a la ciudad de una apariencia digna de su condición de capital, determinó su ornamentación con fuentes monumentales, realizadas en mármol y bronce y diseñadas con frecuencia por arquitectos, pero ejecutadas por escultores. Estos conjuntos, muy lejanos del esplendor romano, embellecieron la villa con obras de carácter mitológico, aunque hoy sólo se conocen a través de dibujos y de alguna estatua conservada.Gómez de Mora proyectó en 1617 las fuentes de la Cebada y de Santa Cruz, siendo Gaspar Ordóñez quien realizó esta última, a la que pertenece el Orfeo del Museo Arqueológico Nacional. Un año después el italiano Rutilio Gaci diseñó otras cuatro fuentes, para las plazas de las Descalzas, del Salvador y de la Puerta del Sol y para Puerta Cerrada. En ellas intervinieron escultores españoles como Francisco del Valle, Antonio de Riera y Francisco del Río y el italiano Ludovico Turqui. Este fue el autor de la popular Mariblanca, la única escultura conservada de la fuente de la Puerta del Sol, llamada de las Arpías (hoy en el Ayuntamiento madrileño).Además de los italianos ya citados, otros artistas de esta nacionalidad trabajaron en la corte, con Juan Antonio Ceroni, autor de diversas esculturas de bronce para el panteón de El Escorial, cuya decoración fue coordinada por Crescenzi, y Juan Bautista Morelli, quien ejecutó algunos trabajos para los palacios reales. Sin embargo, las obras más destacadas de esta escuela que por entonces podían admirarse en Madrid, fueron hechas en la propia Italia: las esculturas ecuestres de Felipe III (1616) y de Felipe IV (1640), hoy en la Plaza Mayor y en la de Oriente, respectivamente. La primera de ellas fue realizada para la Casa de Campo por Juan de Bolonia con un estilo aún renacentista, de caballo al paso, siguiendo un modelo pictórico de Bartolomé González. La de Felipe IV, destinada a los jardines del Buen Retiro, se debe a Pietro Tacca quien, inspirándose en un ejemplo pintado por Velázquez y en un busto del rey hecho por Martínez Montañés, concibió una composición más barroca y dinámica con el caballo en corveta.Los escultores españoles que desarrollaron su labor en Madrid en las primeras décadas del siglo reflejan en su estilo la herencia de Pompeo Leoni, que presta a sus obras un carácter un tanto frío y académico, y también en ocasiones la influencia de Gregorio Fernández, cuyo arte disfrutaba de extraordinario prestigio en la corte. Uno de los seguidores de Leoni es Antón de Morales, quien colaboró en diversos encargos con el maestro italiano. Entre sus escasas obras conservadas sobresale el retablo mayor de las Carboneras (1622), en el que también participó Vicente Carducho, pintando el lienzo central de la Santa Cena. El catalán Antonio de Riera alcanzó renombre por estos años gracias a su dedicación al género funerario y a su dominio de la escultura en mármol. En este material realizó el relieve de la fachada del monasterio de la Encarnación (1617), resuelto con acusados efectos espaciales.En los años centrales de la centuria, el panorama escultórico madrileño estuvo dominado por la personalidad del portugués Manuel Pereira (1588-1683). Nacido en Oporto, se encontraba ya en España en 1624, sin que se conozcan datos sobre su formación y su actividad anterior. Todas las obras que se conservan de él son de tema religioso, realizadas con gran dominio técnico en madera, piedra y alabastro. Estos últimos materiales los empleó para llevar a cabo numerosas imágenes destinadas a ornar las fachadas de los templos, siendo ésta una de las facetas más sobresalientes de su producción. En ella muestra un estilo vinculado al realismo imperante en la época, pero su lenguaje posee una dulzura ajena al dramatismo expresivo de la escuela castellana. Sus serenas figuras, de apariencia melancólica, son esbeltas y elegantes, y de talla delicada, por lo que se le ha relacionado con el arte de Montañés y Cano. En ellas logró plasmar una expresión de íntima religiosidad, captando magníficamente el espíritu contemplativo de la mística.Sus primeros trabajos documentados son las esculturas en piedra de San Pedro, San Pablo, San Ignacio y San Francisco Javier, labradas en 1624 para la fachada de la iglesia de la Compañía en Alcalá de Henares, en las que utiliza duros y quebrados pliegues que desaparecerán en su obra posterior. Probablemente también en ese año hizo la imagen de San Bernardo que corona la portada del convento de monjas bernardas de la misma localidad.Poco tiempo después realizó una de sus obras más conocidas: el San Bruno de la Cartuja de Miraflores (Burgos), de madera policromada, donado por el cardenal Zapata antes de 1635. Un sublime misticismo dimana de esta imagen, en la que el artista ha conseguido expresar la sencillez y la trascendencia del espíritu monástico. Con idéntica sobriedad cartujana volvió a representar en piedra a este santo en 1652 para el monasterio del Paular, aunque fue colocado en la fachada de la Hospedería de la Cartuja en la capital, encontrándose en la actualidad en el Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.En su abundante producción para los templos y conventos madrileños cabe destacar el San Antonio del altar mayor de la iglesia de San Antonio de los Alemanes (1631) y las esculturas del monasterio benedictino de San Plácido (h. 1647), en las que con un estilo dulce y estilizado representa a San Bernardo, San Ildefonso, San Anselmo y San Ruperto. Dedicado prioritariamente a la ejecución de imágenes de santos, son escasos los temas pasionales que se conocen de su mano. Sobresale en este capítulo el Cristo del madrileño Oratorio del Olivar (1647) y el de la catedral segoviana. Concebidos en expiración, según es habitual en él, dirigen su anhelante mirada hacia las alturas. En la década de los sesenta participó en la decoración de la Capilla de San Isidro en San Andrés, para la que hizo, entre otras, diez esculturas de santos labradores para rodear el tabernáculo que guardaba las reliquias de San Isidro. Tras la expulsión de los jesuitas fueron trasladadas con los restos del santo a la iglesia del Colegio Imperial, hoy catedral de San Isidro, donde desaparecieron al ser quemado el templo en 1936, final por desgracia frecuente para muchos de los trabajos madrileños de Pereira.Aunque la calidad de su arte le proporcionó fama y numerosos encargos, y en su taller formó algunos discípulos, no consiguió crear una escuela que prolongara su estilo. No obstante influyó, entre otros, en su contemporáneo Juan Sánchez Barba (muerto en 1670), quien también trabajó en Madrid en los años centrales del siglo, siendo su nombre el único relevante que puede añadirse al del portugués en la escultura madrileña del XVII. Sin la calidad de Pereira, Sánchez Barba recuerda a este maestro en algunas de sus obras, como en el Cristo de la Agonía que hizo para la comunidad de Padres Agonizantes (hoy en el Oratorio de Caballero de Gracia), cuyo desnudo aparece suave y elegantemente modelado siguiendo el estilo del portugués, aunque su intensa mirada y el agitado movimiento del cuerpo muestran su preferencia por una mayor acentuación expresiva. Quizás este interés deriva del conocimiento del arte de Gregorio Fernández, a quien se comprometió a imitar cuando contrató en 1650 un Cristo yacente, al parecer el que hoy se conserva en la madrileña iglesia del Carmen. Es ésta una obra de emotivo realismo que, salvo en el tema, no presenta demasiada similitud con los modelos de Fernández. Seis años después se obligó a realizar las esculturas del retablo mayor de dicha iglesia, posteriormente sustituido por otro de estilo neoclásico, en el que, sin embargo, se volvieron a colocar sus imágenes. Entre ellas destaca el grupo central de la Virgen imponiendo el escapulario a San Simón Stock, en el que utiliza recursos de la plenitud barroca.Durante las últimas décadas del siglo no trabajaron en Madrid escultores relevantes, probablemente por el descenso de los encargos y la hegemonía indiscutible de la pintura. Además, la actividad retablística fue en gran medida absorbida por los arquitectos, que se convirtieron como tracistas en los principales artífices de este tipo de obras, completadas por regla general con pinturas, quedando relegada la labor escultórica a un segundo plano.
contexto
Aunque Madrid era la capital desde 1561, esta idea no comenzó a afianzarse hasta después del regreso de la corte de Valladolid en 1606, lo que permitió que Toledo conservara todavía en esta etapa inicial del siglo su antiguo prestigio y, por consiguiente, una actividad pictórica importante que, sin embargo, después de estos años fue absorbida por el foco madrileño.Entre los pintores que trabajaron en el monasterio filipense sobresale por su aportación a la creación del nuevo estilo el florentino Bartolomé Carducho (h. 15604 1608). Discípulo de Zuccaro, se trasladó con él a El Escorial en 1585, donde participó en la decoración al fresco del claustro principal. Educado en el manierismo reformado, mostró una temprana inclinación a la humanización de los modelos y a la utilización de los contrastes luminosos, como puede apreciarse en dos de sus obras más destacadas: la Muerte de San Francisco (Museo de Lisboa, 1593) y el Descendimiento de la Cruz (Madrid, Museo del Prado, 1595), en las que ya aparece la atmósfera devocional que desarrollará posteriormente el Barroco.Su hermano Vicente Carducho (1570-1638) se formó con él y tras su muerte le sucedió en su puesto de pintor del rey. Su estilo muestra ya una clara actitud naturalista, sobre todo a partir de los años veinte, aunque mantuvo un gusto por la monumentalidad y el equilibrio compositivo de raíz clásica, que confiere a su producción un tono de contenida mesura, sólo roto en ocasiones por los efectos claroscuristas, más dependientes de la escuela veneciana que de Caravaggio. Pintor fecundo, realizó decoraciones al fresco (capilla del Sagrario de la catedral toledana, 1615, en colaboración con Eugenio Cajés), numerosos lienzos para retablos (monasterio de la Encarnación, Madrid, 1614; monasterio de Guadalupe, en colaboración con Cajés, 1618), e incluso cuadros de batallas para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro (1634, Fleurus, Constanza y Rheinfelden, Madrid, Museo del Prado). Pero su obra más significativa es la serie de cincuenta y seis pinturas que ejecutó a partir de 1626 para la Cartuja de El Paular, en las que muestra un total dominio de los recursos expresivos del Barroco.Si su arte es importante porque supone la afirmación del nuevo lenguaje en el foco madrileño, su personalidad adquiere aún mayor relevancia por su condición de teórico, actividad poco frecuente entre los pintores españoles. En su tratado "Diálogos de la pintura" (1633) plasmó sus ideas estéticas, aún vinculadas a la concepción renacentista, ya que afirma que los artistas no deben copiar la naturaleza, sino enmendarla, en evidente contradicción con su propia práctica pictórica. Probablemente por su condición de intelectual defendió con ahínco a lo largo de su vida la dignidad de la profesión artística, participando en 1606 junto a otros pintores en el intento de crear una academia bajo el patrocinio real, empeño sin embargo fracasado.Amigo y colaborador suyo fue Eugenio Cajés (1574-1634), hijo del pintor escurialense Patricio Cajés. Su formación, que completó con una estancia en Roma hacia 1595, es semejante a la de Carducho, aunque se interesa más por la blandura y suavidad formal. El refinamiento cromático y los suaves efectos luminosos de raíz veneciana completan las cualidades de su estilo, especialmente inclinado al verticalismo (frescos de la capilla del Sagrario de la catedral de Toledo y retablo del monasterio de Gudalupe, en colaboración con Carducho; Santa Leocadia, catedral de Toledo, 1616). Cuando murió estaba trabajando en la decoración del Salón de Reinos del Palacio de Buen Retiro, para donde realizó la Recuperación de Puerto Rico (no conservado) y la Toma de la isla de San Cristóbal, que concluyeron sus ayudantes.El conocimiento directo de la obra de Caravaggio llegó a la escuela madrileña a través de Juan Bautista Maino (1581-1649), el primer artista cuyo aprendizaje aparece ya desvinculado del foco escurialense. Se formó en Italia a partir de 1600, primero en el entorno milanés y después en Roma, donde conoció la obra de Caravaggio y de Aniballe Carracci, además de entablar amistad con Guido Reni. Sin embargo, el clasicismo boloñés apenas inspiró su labor, en la que por el contrario sí son evidentes las sugestiones de Caravaggio, en modelos, actitudes y sistema de iluminación, aunque su claroscurismo es más suave que el del artista milanés. Una de sus obras más significativas es el retablo de las Cuatro Pascuas (Museo del Prado y de Villanueva y Geltrú), que realizó en 1612 para el convento de San Pedro Mártir de Toledo, ciudad en la que se instaló un año antes y donde ingresó en la orden dominica en 1613. Sus contactos con la corte debieron de ser importantes, pues hacia 1620 fue nombrado profesor de dibujo del futuro Felipe IV, trasladándose por este motivo a Madrid, donde residió hasta su muerte. Su obra conocida es escasa, quizás porque pintó poco, aunque para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro realizó uno de los mejores cuadros del conjunto, la Rendición de Bahía (1635, Madrid, Museo del Prado), en el que sitúa al fondo, en un lateral, la gloria del soberano, dedicando los primeros pianos a la representación de los males de la guerra. En este lienzo abandona ya los efectos tenebristas, siguiendo la tendencia que se generalizó en la pintura española a partir de estos años.El principal retratista del reinado de Felipe III fue Bartolomé González (1564-1627), quien mantuvo el estilo descriptivo y envarado definido por Sánchez Coello en la centuria anterior, aunque el empleo de suaves sombras para modelar los cuerpos depende de Pantoja de la Cruz (retrato de la Reina Margarita, 1609, Madrid, Museo del Prado; retrato de Felipe III, 1621, Madrid, Palacio Real).