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Los retratos de mano de Zurbarán fueron más frecuentes en sus últimos años, en los que vivió de encargos particulares más que de grandes clientes eclesiásticos. Sin embargo, durante la época de mayor éxito, realizó con frecuencia retratos ideales de santos o grandes personajes de la Iglesia, por lo que tampoco debe extrañarnos encontrar este retrato de Fray Diego de Deza entre su producción de los años veinte del siglo XVII. Fray Diego era un importante personaje, arzobispo de Sevilla y miembro de la Santa Inquisición toledana. Zurbarán emplea para su retrato los tipos establecidos desde antiguo para los retratos oficiales, y fácilmente nos recuerda los cardenales o los papas de Rafael o el prelado Barberini de Caravaggio. Fray Diego está sentado de tres cuartos, captado de cuerpo entero y con la mirada sesgada hacia el espectador, lo que presta a su expresión un matiz inquietante y distanciado. La túnica y el sobrecuerpo plegado y lleno de encajes son absolutamente prodigiosos. En ellos podemos apreciar el famoso blanco de Zurbarán, de quien se decía era capaz de pintar más de un centenar de tonos diferentes. El empleo de los colores en el artista resulta en extremo severo, pues se limita en este caso a tres únicos colores: blanco y negro para la figura, y el rojo, que presta relieve y contraste, esparcido en la mesa y el sillón. Esta economía está sabiamente utilizada por el autor, quien la pone al servicio del retratado para darle dignidad y relevancia.
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Fray Diego de Landa Diego de Landa Calderón nació el 12 de noviembre de 1524 en la localidad alcarreña de Cifuentes (Guadalajara), y quizá el primer paisaje que vieron sus ojos fue el de viñedos y alamedas, de arbustos de tomillo y mejorana, con cerros y copiosas fuentes, tan distinto del último que contemplarían al cerrarse para siempre en el Nuevo Mundo. Ese mismo año de 1524 Pedro de Alvarado fundaba la ciudad de Santiago de los Caballeros en la recién conquistada Guatemala, pero la península de Yucatán estaba aún lejos de formar parte real del naciente imperio de las Indias. De su infancia se sabe poco; sería la de cualquier niño en ese pueblo que Cela llama hermoso y alegre en el Viaje a la Alcarria, con no pocos rincones para excitar la imaginación del futuro etnógrafo y un macizo castillo que hiciera construir don Juan Manuel en la meseta a cuyo pie brotan los manantiales que dan nombre al lugar. Claro es que Diego de Landa pertenecía a una ilustre familia y recibió la educación que le correspondía; su remoto abuelo fue Iván de Quirós Calderón, descendiente de cristianos viejos que se establecieron en Cifuentes hacia los tiempos de Alfonso VIII, cuando se repoblaba la región con gentes de las montañas del norte. Es probable que tratara con los franciscanos que tenían un cenobio en la villa condal y que, según solía acontecer entonces, fuera destinado tempranamente a la vida religiosa. Adolescente todavía, de dieciséis o diecisiete años, llegó al convento de San Juan de los Reyes para profesar en la orden seráfica. Cabe pensar que el tiempo de residencia en el claustro toledano sirvió para moldear su carácter de obstinado defensor de la fe, y que sus preceptores inculcaron en él la intransigencia puesta de manifiesto después a lo largo de su labor evangelizadora. Sin embargo, la manera terca y decidida de afrontar las relaciones con los españoles de América es prueba seguramente de que los rasgos de su temperamento --cruel y fanático ha sido llamado por varios autores-- no fueron producto de la formación juvenil sino cualidades peculiares de su personalidad. Hacia 1547 Landa se incorpora, junto a otros cinco sacerdotes, al pequeño grupo que debe acompañar a Nicolás de Albalate de regreso a Yucatán. Allí los conquistadores y colonos, terminadas las guerras con los indios, pedían misioneros sin presentir los enfrentamientos que se avecinaban, pues, como señala el mismo Landa, los nativos aceptaban pesadamente el yugo de la servidumbre, y los frailes que iban llegando reprochaban a los españoles su despiadado comportamiento. Corría el año 1549 y el franciscano tenía por delante una carrera eclesiástica de gran brillantez. El mismo año que puso pie en Yucatán fue nombrado asistente del guardián de Izamal, famosa ciudad antigua en donde se veneraba al dios Itzamná. En 1552 pasó a ocupar el puesto de guardián y se le encargó la construcción del convento de San Francisco, ya que hasta entonces los frailes habían vivido en chozas de paja; eligió una modesta colina que los indígenas denominaban pa'pol chak, tal vez un título de los dioses mayas de la lluvia, donde estuvo antaño la residencia de los sacerdotes del culto prehispánico. Cuatro años más tarde era custodio de Yucatán y primer definidor de la Provincia, siendo citado como tal en los capítulos de la Orden. Poco después, separadas las misiones franciscanas de Yucatán de la provincia del Santo Evangelio, cuya sede central estaba en la capital de la Nueva España, se celebró el primer capítulo en Mérida. Yucatán formaba una sola provincia con Guatemala, y de ella fue nombrado provincial Diego de Landa el 13 de septiembre de 1561. Desde el año anterior era guardián del convento de Mérida. La reputación del cifontino crecía constantemente, se le tenía por hombre virtuoso y prudente, y nada hacia presagiar la exaltación con que iba a cumplir los nuevos cometidos que se le asignaron como máxima autoridad religiosa de la península (ya que de 1545 a 1562 los asuntos eclesiásticos de Yucatán fueron dirigidos por los prelados franciscanos a falta de obispo residente). La chispa saltó de inmediato. Los frailes habían adoptado la costumbre de establecer albergues para los hijos de los indios cerca de los conventos, porque así era posible adoctrinarlos con una tarea cotidiana y hacer de ellos fieles intermediarios ante sus hermanos de raza y de lengua, llamados a difundir el catolicismo y el modo de vida de los dominadores en los rincones más apartados de las comarcas. Actuaban los muchachos, por tanto, de agentes aculturadores, siguiendo una inteligente política ya puesta en práctica en otras zonas de América. Los encomenderos opinaban que por aprender la religión cristiana los nativos descuidaban el trabajo, e incluso incitaban a los demás a la holgazanería. Se cuenta a este respecto que al principio, obligados los caciques a entregar a sus hijos, temiendo el trato que los religiosos podían darles, mandaban en su lugar a niños esclavos o muchachos pobres de las aldeas y que posteriormente, persuadidos de la bondad de la enseñanza, y de que con eso libraban a los pequeños de los duros trotes a que eran sometidos por los colonos, los conducían ellos mismos al convento de muy buena gana. El propio Diego de Landa ofrece en la Relación testimonio de estas graves desavenencias y deja constancia de que los españoles dejaron de asistir a los oficios sagrados, llegando a quemar por dos veces el templo y cenobio de Valladolid. Ante el clima de conflicto permanente fueron requeridas las autoridades. Alonso López Cerrato, segundo presidente de la Audiencia de Guatemala, había enviado a Tomás López como visitador a Yucatán en 1552, quien promulgó unas ordenanzas que favorecían el partido de los frailes a la vez que limitaban y controlaban eficazmente la autoridad de los caciques indígenas. Una real provisión de la Audiencia de los Confines de Guatemala, fechada en 1558, daba instrucciones concretas a los alcaldes mayores de la península para que ayudaran en lo necesario a los religiosos, pero aquellos se mostraban reacios a aceptar las reformas propugnadas por López y las protestas se sucedían sin reposo. En 1560 llegó otro visitador, el licenciado Garci Jofre de Loaisa, que trató de reconciliar a ambas partes garantizando a los encomenderos el trabajo y servicio de los indios, pero dando también órdenes precisas para su protección. Mientras tanto, a raíz de las peticiones en tal sentido hechas por Landa y otros clérigos, la jurisdicción sobre Yucatán había pasado de nuevo a México, y el doctor Diego Quijada había sido nombrado alcalde mayor y justicia mayor de Yucatán, Cozumel y Tabasco. El rey de España, por cédula del 9 de enero de 1560, trasladó Yucatán y Tabasco al distrito de la Audiencia de México, y el 19 de febrero despachó otra real cédula designando al doctor Diego Quijada alcalde mayor. De ahí en adelante los nombramientos de altos cargos civiles fueron hechos por el rey siguiendo la recomendación del Consejo de Indias, con lo cual dio fin el período de 1549 a 1560 --desde que los Montejo, conquistadores de Yucatán, abandonaron el gobierno-- de nombramientos de alcaldes mayores con autoridad plena procedentes de las Audiencias. Las quejas de los españoles fueron decisivas para que el rey tomara sobre sí este cometido, pues acusaban a los de México y Guatemala de proporcionar estas prebendas a sus criados y otras gentes de su favor. En cualquier caso, con Quijada iban a continuar los problemas, agravados por el aparente cambio de actitud del provincial de los franciscanos, que había desatado la represión hacia los mayas acusados de prácticas idolátricas, y por la presencia de fray Francisco Toral que venía a ocupar la silla episcopal recién creada. Toral sólo fue el primer obispo efectivo, pues en 1552 se había nombrado para ese puesto a fray Juan de San Francisco, quien renunció, y en 1557 a fray Juan de la Puerta, que murió en Sevilla antes de tomar posesión. En diciembre de 1561 Pío V instituyó el nuevo obispado de Yucatán, diócesis separada de Chiapas o de Guatemala, pero incluyendo el territorio de Tabasco, y a petición de Felipe II designó a fray Francisco Total para ocupar el cargo. Éste llegó a Mérida el 14 de agosto de 1562, poco antes de que lo hiciera el alcalde mayor Diego Quijada. Antecedentes del descubrimiento y castigo de idolatrías se encuentran por ejemplo en las acciones del padre Lorenzo de Monterroso en Sotuta, y las que el mismo Landa cuenta que fueron consecuencia de una visita a los pueblos de los alrededores de Valladolid, probablemente en 1558, donde halló grandísimas bellaquerías e idolatrías y amonestó severamente a los principales señores indígenas de aquellos lugares. Pero el auto de fé de Maní del 12 de julio de 1562 reúne unas especiales características y ha tenido una repercusión insospechada hasta la actualidad, por lo que merece minuciosa atención. La reconstrucción de los acontecimientos que condujeron al procesamiento de Diego de Landa puede empezar cierto día en que el portero del convento de Maní salió de caza. Los perros que llevaba consigo entraron en una cueva y sacaron un pequeño venado que acababa de ser degollado; penetró a su vez el indio estimulado por la curiosidad y vio con gran sorpresa un altar, y allí varios ídolos ensangrentados, señales evidentes de que se habían ofrecido sacrificios a las divinidades paganas. Pedro Che volvió a Maní e hizo un detallado relato al guardián del convento, y éste al provincial de la orden franciscana. Después de conferenciar con Quijada, Landa llegó al escenario de los hechos en junio de 1562 para proseguir con las averiguaciones. Prontamente quedó constituido un tribunal religioso que abriría juicio contra los culpables, y otros frailes fueron despachados a los pueblos próximos con el fin de indagar la extensión de la idolatría, castigar sobre el terreno a los transgresores menores y remitir a Maní a los que hallaran reos de crímenes importantes. En Mérida se había acordado también que el provincial tuviera el apoyo de la autoridad civil. Quijada nombró a Bartolomé de Bohorques alguacil con la misión de asistir a Landa, ejecutar sus órdenes, prender a los indios y cumplir sus autos y sentencias. Cuando Landa encontró a Bohorques le requirió bajo pena de excomunión para que aceptara el cargo de alguacil mayor de la inquisición ordinaria. El 11 de junio Landa mandó apresar a treinta indígenas prominentes, incluyendo caciques y gobernadores de Pencuyut, Tekit, Tikunché, Hunacté y otros lugares. En las semanas siguientes detuvieron a Francisco de Montejo Xiu, gobernador de Maní; Diego Uz, señor de Tekax; Francisco Pacab, jefe de Oxkutzcab, y Juan Pech, principal de Mama. Había dado comienzo uno de los más célebres episodios de persecución de idolatrías en la América hispana; el auto de fe se abrió con una procesión de españoles e indios penitenciados que marchaba a los sones del salmo Miserere mei, Deus. Los mayas responsables fueron trasquilados, encorozados y ensambenitados; el escarmiento resultó tan penoso que algunos se ahorcaron en los bosques o huyeron despavoridos tratando de evitar el rigor de los castigos. Pero más doloroso quizá que las torturas o cualquier padecimiento físico fue para los indígenas tener que presenciar con estupor la destrucción de sus objetos religiosos; una famosa lista publicada por el doctor Justo Sierra en el siglo XIX sostiene que en Maní se rompieron o quemaron 5.000 ídolos de diferentes formas y dimensiones, 13 grandes piedras utilizadas como altares, 22 piedras pequeñas labradas, 27 rollos con signos y jeroglíficos y 197 vasijas de todos los tamaños. Los herederos de la vieja civilización centroamericana estaban consternados ante este espectáculo inaudito, y el fraile que más tarde ayudaría poderosamente con sus informes a la recuperación del pasado de Yucatán permanecía impasible mientras el fuego devoraba decenas de preciosos testimonios de la antigüedad. Terrible calamidad para la ciencia arqueológica, por mucho que los datos numéricos de Sierra sean en sí inexactos o exagerados. Cuando Landa informa en su obra acerca de la escritura maya comenta con dureza: Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena. Tal oprobio espoleó los sentimientos antiespañoles, mas para bastantes indios el prestigio de la Iglesia no sufrió mengua alguna, sino que salió reforzado, pues ¿no tenía acaso el dios de los extranjeros potestad superior a la de los númenes tradicionales que habían permitido esa humillación? Cuando los ánimos se apaciguaron, transcurrido el tiempo, los mayas idearon medios convenientes de preservar los cultos ancestrales, incorporados a la liturgia cristiana muy a menudo, procurando en adelante no excitar a la luz del día la cólera de los frailes. Los procedimientos expeditivos de los religiosos fueron entonces criticados por los colonos, que vieron así la oportunidad de tomar venganza de anteriores agravios. Diego Rodríguez Vibanco escribió a Felipe II sobre los suplicios de Maní: Comenzaron el negocio con gran rigurosidad y atrocidad, poniendo a los indios en grandes tormentos de cordeles y agua, Y colgándoles en alto a manera de tormento de garrucha con piedras de dos y tres arrobas a los pies, y allí colgados dándoles muchos azotes hasta que les corría a muchos de ellos sangre por las espaldas y piernas hasta el suelo; y sobre esto los pringaban como se acostrumbra hacer a los negros esclavos, con candelas de cera encendidas y derritiendo sobre sus carnes la cera de ellas. El mismo Diego Quijada, en una misiva al rey fechada el 15 de marzo de 1563 da cuenta de los millones de ídolos descubiertos en Yucatán y de la vehemencia con que los franciscanos habían llevado a cabo las pesquisas, pues como algunos indios temiesen el rigor de los religiosos y por no dar sus ídolos, se iban a ahorcar a los montes, y éstos fueron hasta seis y dos se dieron con piedras en la garganta. No es extraño, en consecuencia, que el flamante obispo fray Francisco Toral se encontrara con una larga lista de acusaciones contra el provincial de la orden seráfica, las cuales venían a sumarse al negativo informe hecho por el tesorero real Pedro Gómez, antiguo alcalde y acompañante suyo en el viaje desde España. La comunidad hispana se había dividido en dos bandos, uno compuesto de frailes con el alcalde mayor y sus partidarios, otro de ciudadanos influyentes y ciertos clérigos que desaprobaban la actuación de Landa. Fray Diego decidió por fin apelar al virrey y a la Audiencia de la Nueva España, y en octubre de 1562 fue a Campeche camino de Veracruz. Allí tropezó con Martín Cortés, que viajaba también a México y quiso mediar entre provincial y obispo. Toral fue a Campeche y parece que Quijada hizo lo mismo. Pero al final se acordó consultar a Francisco de Montejo el Mozo, persona con reputación en cuestiones de idolatrías. Montejo abandonó pronto las investigaciones, según Landa movido por el obispo, así que las gestiones del segundo Marqués del Valle de Oaxaca fracasaron y no se pudo alcanzar un compromiso satisfactorio. Tras las conversaciones mantenidas, y luego de saber que Toral había escrito a Felipe II ocupándose de su caso, Landa pensó que el asunto había ido demasiado lejos y, previsoramente, se embarcó para España en una carabela que a punto estuvo de ser capturada por los piratas berberiscos. Eran los últimos días de marzo o los primeros de abril de 1563; como apoyo a sus vindicaciones maduraba sin duda en su mente la Relación de las cosas de Yucatán. Se dirigió a Barcelona donde estaba en ese momento el General de los franciscanos, quien le dio una carta con la que se presentó al monarca. El rey remitió la causa de fray Diego al provincial de Castilla con el encargo de que hiciese justicia, pero éste, debido a una enfermedad, no pudo formar parte del tribunal que por último quedó constituido. Iba a decidirse sin tardanza el futuro del fraile de Cifuentes; cuando no se hallara todavía establecida la jurisdicción ordinaria, los Breves pontificios autorizaban a los provinciales de América pata desempeñar el cargo de inquisidores. Landa pudo presentar en su defensa las bulas de Adriano IV, León X y Pablo III, que detallaban los poderes y privilegios de los prelados inferiores de las órdenes monásticas allí donde no hubiera obispos residentes; y tales argumentos eran decisivos, como lo fue también probablemente la condescendencia del Consejo de Indias, a cuyos miembros debieron parecer endebles los argumentos acusatorios. Quién puede imaginar la repercusión que tuvieron en aquellos severos jueces las palabras escritas por Toral: ... que en lugar de doctrina, los indios han tenido estos miserables tormentos, y en lugar de darles a conocer a Dios, les han hecho desesperar. Piadosa actitud frente a los que afirmaban que sin recurrir a la violencia no era posible predicar las enseñanzas del cristianismo. He aquí, por tanto, resumidas con claridad las dos tendencias que se oponían en Yucatán, al igual que en muchas otras regiones del Nuevo Mundo, el benévolo paternalismo de algunos españoles frente a la postura intolerante y avasalladora de bastantes funcionarios o frailes iluminados. Landa fue absuelto, marchó hacia Guadalajara, y poco después a Toledo, nombrado maestro de novicios en San Juan de los Reyes. En 1568 parece ser que nuestro autor pasó una larga temporada en su pueblo natal. Casi todos los que se han ocupado de la figura de Diego de Landa coinciden en señalar que la Relación debió ser redactada en la versión original por el año de 1566, tal vez a orillas del Tajo. Hay que suponer que el manuscrito navegó a América con su autor y fue depositado posteriormente en el convento franciscano de Mérida. Se le menciona en la Relación de Chunchuchu datada alrededor de 1581. France Scholes llevó a cabo la tediosa labor de revisar los papeles archivados en San Juan de los Reyes y en otros conventos en que residió Landa durante su estancia en España, pero nada encontró. Solamente una copia incompleta, la de la Real Academia de la Historia de Madrid, queda del valioso esfuerzo del fraile por ordenar sus notas y recuerdos mientras se preparaba a regresar al escenario tropical donde tan polémico renombre había logrado. Landa se hallaba en el monasterio de San Juan de la Cabrera cuando recibió una Real Cédula participándole haber sido propuesto para la silla episcopal de Mérida. En 1572 embarcó en Sevilla junto con treinta franciscanos más que llevaban por comisario a fray Pedro de Cardete. Era ya obispo de Yucatán; las bulas de Gregorio XIII de 15 y 16 de noviembre ofrecen detalles de la elección y otros pormenores. Toral había muerto en México en abril en 1571. El tiempo de permanencia en la metrópoli había serenado al antiguo provincial. Es de presumir la inquietud que despertaría en Yucatán la designación entre las personas con las que se había enfrentado años antes. También los indígenas tenían motivos sobrados para recelar de la disposición del nuevo obispo, a pesar de que en la época de su retiro en España se recibieron en la corte diversas peticiones de viejos feligreses solicitando su retorno. En efecto, hay una carta de diez caciques de 11 de febrero de 1567 que reza así: Suplicamos a V. M. se compadezca de nuestras ánimas y nos envíe frailes franciscanos que nos guíen y enseñen la carrera de Dios, y en especial algunos que han ido de estas partes a España, que sabían ya muy bien la lengua de esta tierra con que nos predicaban, que se llaman fray Diego de Landa, fray Pedro Gumiel, de la provincia de Toledo, y fray Miguel de la Puebla y los demás que V. M. fuere servido. De la etapa que ahora inicia apenas sobresalen unos pocos sucesos dignos de reseña; han acabado los tropiezos con los encomenderos, y hasta parece que el ímpetu fogoso de antaño se ha trocado en una suerte de humildad y resignación. No obstante, en el gobierno de su Iglesia se mostró enérgico; por ejemplo, llegó a excomulgar al gobernador de Mérida por un conflicto de jurisdicción, y no levantó las censuras hasta que éste abandonó sus pretensiones. Entre finales de 1574 y principios de 1575 hizo un viaje a México para mandar imprimir una doctrina cristiana en la lengua maya, de la que existen referencias pero que, lamentablemente, nunca ha podido encontrarse. Vuelto a su diócesis, Diego de Landa murió en la ciudad de Mérida el 29 de abril de 1579, a los 54 años de edad. Desde el convento de San Francisco de la capital yucateca los restos del prelado fueron trasladados a España casi siglo y medio después, suponiéndose que quien se hizo cargo de ello fue su pariente don Diego Ladrón de Guevara Orozco Calderón, obispo de Panamá y virrey del Perú, que, aunque fallecido en México en 1718, tal vez pudo dejar terminados los arreglos pertinentes. El académico de la Historia, don Juan Catalina García, descubrió el enterramiento de Landa en una excursión que le llevó a Cifuentes y sus inmediaciones, dando cuenta del hallazgo en el tomo 16 del Boletín de la Academia con estas palabras: Al entrar en una de las capillas del templo (parroquial de El Salvador de Cifuentes) a la cual llaman de los Calderones o de Cerecedo, mis ojos puse en un nicho abierto a bastante altura en la pared de la derecha como se entra en la capilla. Tras de antigua vidriera, vi en aquel nicho una caja de madera o ataúd cubierto con una tela de brocado antiguo, y a mis preguntas sobre aquellos trofeos fúnebres nadie supo responder. Pero a la hora satisfizo mi curiosidad una inscripción abierta sobre una losilla de alabastro, en que leí lo siguiente: "Aquí están colocados los guesos del Illmo. Sr. D. Fr. Diego de Landa Calderón, Obispo de Yucatán. Murió año de 1572. Fue sexto nieto de D. Iban de Quirós Calderón que fundó esta capilla, año 1342, como consta de la fundación". Sólo hallamos la osamenta, y por las dimensiones del ataúd se comprendía que no fue hecho para contener todos los mortales despojos del prelado, sino sus descarnados huesos. Causó en los presentes cierta admiración la perfecta contextura del cráneo, el mejor conformado que vieron dos médicos presentes en el acto. Hoy ese nicho que viera don Juan Catalina no existe; entrando en la capilla por la puerta adornada con los emblemas de los Calderones apenas se distingue un fragmento de la losa empotrado en la pared. Don Herminio Villaverde, el párroco actual, asegura que la sepultura de Landa fue destruida durante la Guerra Civil de 1936. En la plaza de Izamal, no lejos del convento del que fue guardián, hay un monumento moderno erigido a la gloria del primer mayista conocido, y de los muros del recinto religioso cuelga un modesto y borroso retrato de época donde el visitante advierte los grandes ojos entornados, la frente despejada, las mejillas enjutas, la nariz afilada, los labios finos y enérgicos, y el mentón prominente del más importante de los cronistas de Yucatán Los historiadores han dedicado mayor atención a la obra de Diego de Landa que a su persona. Contamos, no obstante, con abundantes referencias en los escritores coloniales, como Lizana, López Cogolludo, Mendieta y Sánchez de Aguilar. En tiempos recientes Carrillo y Ancona, Orozco y Berra, Martínez Alomía, Barrera Vázquez, Jean Genet, William Gates, Serrano Sanz, Alfred Tozzer, Ángel María Garibay, Yuri Knorozov y Francisco Solano, entre otros, han aportado esbozos biográficos y variados comentarios. France Scholes realizó un minucioso acopio de información en los archivos españoles con el propósito de escribir una extensa biografía. Juan de Dios de la Rada y Delgado no aprovechó sin embargo su edición de la Relación en 1881 --la mejor, y única completa, publicada en España, aunque como apéndice de un ensayo de León de Rosny-- para investigar la vida del eminente franciscano.
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Ésta parece una de las típicas figuras zurbanarescas, pintor de frailes y monjes. Pertenece a una serie de mercedarios insignes, que fue situada en la biblioteca del convento de la Merced Calzada de Sevilla. De allí pasó a la Real Academia madrileña, junto con otros lienzos de la serie, titulados Fray Jerónimo Pérez y Fray Pedro Machado. El mérito de este fraile, Francisco Zumel, fue notorio en su época. Nacido en Palencia en el año 1540, murió en 1607, es decir, que Zurbarán no pudo conocerlo ni retratarlo, aunque pudo basarse en descripciones de sus compañeros. La Orden mercedaria tuvo un importante papel en la Reconquista española, puesto que era militar a la vez que religiosa. Este prestigio militar lo mantuvo a lo largo de su existencia. Fray Francisco Zumel llegó a alcanzar el grado de General de la Orden en 1593, al servicio de Felipe II. Antes ya había gozado de una brillante carrera como catedrático de la Universidad de Salamanca y consejero de Felipe II. Dado su poder militar, tuvo un papel relevante en la reorientación de la Orden hacia la redención de cautivos de guerra y civiles, fin para el que fue creada la Merced. Terminó por abandonar el generalato, regresando a sus clases y a la producción filosófica, de la que destacan sus comentarios a Santo Tomás. Zurbarán lo incluye por estas razones en la serie para la biblioteca, captado desde un punto de vista bajo para dotarlo de mayor monumentalidad, apoyada en la composición triangular, que da estatismo y solemnidad.
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A fray Tomás Alonso le sucede en la dirección de las obras de San Martín Pinario otro monje benedictino, fray Gabriel de Casas, que representa una opción clasicista dentro del barroco compostelano, ya que prescinde de las exuberancias ornamentales de sus contemporáneos para centrar su interés en la valoración del edificio como volumen plástico que domine por su grandiosidad y correctas proporciones. Supone, en definitiva, fray Gabriel de Casas un último eco del vitruvinianismo clasicista, al que él llegaría en primer lugar a través de sus lecturas, pues sabemos que, aunque autodidacta, el monje benedictino debía de poseer una importante biblioteca de arquitectura, según refiere el autor del manuscrito "Varones memorables de la Congregación de San Benito de España", que dio a conocer Filgueira Valverde y en el que menciona también que el propio fray Gabriel dejó escrito un "Tratado de Arquitectura" cuyo paradero desconocemos, pero que, en todo caso, vendría a demostrar la formación teórica de su autor. En segundo lugar, el clasicismo mantenido como una constante por fray Gabriel es el que imperaba en el monasterio compostelano que le albergó durante más de treinta años: la contemplación, sobre todo, del claustro de las Procesiones de San Martín Pinario, entonces todavía sin acabar pero de una absoluta modernidad, le condujo a una admiración por Bartolomé Fernández Lechuga, su tracista, del que tomará el gusto por el empleo del orden gigante de columnas o el sentido dinámico de los entablamentos, que buscan en ambos arquitectos un marcado carácter lumínico. A fray Gabriel le cupo el honor de que con él trabajara Fernando de Casas y Novoa y, aunque hay una gran diferencia entre sus respectivas concepciones de la arquitectura, no es menos cierto que Casas se verá influido también por su hipotético maestro, que le puso al frente de la obra del claustro de la catedral de Lugo en 1708. La primera referencia documental cita a fray Gabriel de Casas como adjudicatario de la obra de reconstrucción de la bóveda de la Capilla Mayor y del crucero y nave de la colegiata de Santa María de Iria (Padrón), que no se llevará a cabo hasta bastantes años más tarde (1708) dirigida por otro maestro de obras, Pedro García, si bien cabe preguntarse hasta qué punto este último, que era un artesano seguro y conocedor del oficio en palabras de Bonet, siguió las trazas de fray Gabriel de Casas, como por otra parte hará en otras ocasiones, como en San Paio de Antealtares o en la capilla del Rosario de Santo Domingo de Bonaval. Siete años más tarde, en 1607, fray Gabriel reemprende los trabajos del monasterio de San Martín Pinario, superados ya los problemas con el Cabildo de la catedral que habían impedido a la comunidad monástica construir la fachada sur del edificio, la más importante y significativa. La inmensa fachada del monasterio, con su predominio de la horizontalidad y la rítmica secuencia de sus ventanales, tiene una importancia clasicista indudable, casi como una lejana evocación del monasterio de El Escorial; los lienzos murales se distribuyen en cuatro pisos atados por pilastras toscanas gigantes que rematan en pináculos, y en los ángulos, un cuerpo saliente en forma de torre cuadrangular de cinco pisos, rompe con la monótona secuencia de la fachada. En el centro se abre la monumental portada del monasterio que comunica con el claustro procesional, cuyo doble juego de gigantes columnas pareadas se repite en el primer cuerpo flanqueando la puerta, la hornacina con la imagen de San Benito y el volado balcón triple con barandilla de piedra sostenida por mascarones. Sobre la cornisa se yergue la aérea peineta con el escudo real y encima, recortándose sobre el horizonte, San Martín partiendo su capa con el pobre; este remate fue trazado por Fernando de Casas y Novoa en 1738, pero su ímpetu barroco no desentona en absoluto con el clasicismo de la parte inferior. A fray Gabriel hay que atribuirle también en San Martín dos escaleras: en 1696 se hace una escalera en el lado norte del edificio, contigua al espacio en el que se levantará luego la sacristía, y que es una construcción eminentemente funcional y por ello carente de decoración, pero muy interesante por el empleo que en ella se hace de arcos abocinados como soporte de la caja de la escalera, utilizados también en otras dependencias de San Martín Pinario. Mucho más suntuosa es la escalera llamada de la Cámara, situada en el ángulo suroeste del claustro, de cuatro pisos al aire y balaustres con machones decorados con elementos vegetales y sartas de frutas, concesión ornamental extraña en fray Gabriel de Casas, pero que debe responder a un deseo de armonía con la escalera del refectorio ya citada. Los distintos tramos se cubren con bóvedas planas de casetones y la caja lo hace con una bóveda plana decorada con motivos florales. El año 1700 supone el momento de mayor actividad del arquitecto benedictino, ya que traza la iglesia de San Paio de Antealtares, diversas dependencias del convento dominico de Belvís y, por encargo del arzobispo Monroy, el expositor y camarín del altar mayor de la catedral de Santiago, obras todas ellas de desigual interés y distinta suerte, ya que la parte del convento dominico es una obra eminentemente funcional y modesta en su planteamiento, y en la iglesia de San Paio de Antealtares tuvo una importante intervención Pedro García, por lo que como reconoce Bonet a fray Gabriel habrá que atribuir la inspiración o, como mucho, las trazas o disposición general. La iglesia es de cruz griega, alzado de pilastras dóricas y bóvedas casetonadas, destacando la media naranja que centra el crucero, con las pechinas decoradas con escudos y el cascarón de plásticos casetones. La fachada puede recordar la distribución de la del monasterio de San Martín Pinario, pero por su severo clasicismo no deja de evocar a la fachada del monasterio de San Paio que, años antes, había levantado Melchor de Velasco. En relación con fray Gabriel de Casas se cita también a la iglesia del monasterio de Poio (Pontevedra), antiguo cenobio benedictino cuya fábrica se prolongó hasta 1743 y de la que Bonet publica una planta conservada en el Archivo Histórico Nacional, que él atribuye a la firma de fray Gabriel de Casas, si bien a la hora de acometer la construcción se efectuaron importantes modificaciones, tanto en la distribución interior como en la fachada, que según el plano tendría cuatro columnas (quizá un orden gigante tan del gusto de fray Gabriel) mientras que, en la versión actual, se prefirió una superposición de órdenes que le confiere un ritmo más fragmentario. En 1705, fray Gabriel de Casas da la traza para el nuevo claustro de la catedral de Lugo, que ni siquiera se había empezado a su muerte en 1709. Puesto al frente de la obra Fernando de Casas y Novoa, entonces aparejador de fray Gabriel, a él ha de atribuirse la totalidad del recinto claustral que de ese modo se convierte en un eslabón decisivo entre el fraile benedictino y Casas y Novoa, o lo que es lo mismo, entre un concepto arquitectónico clasicista nunca olvidado y una opción decorativa que triunfará en Santiago durante el siglo XVIII, pero que ensaya en Lugo, donde la actividad de Casas y Novoa será continuada por Lucas Ferro Caaveiro.
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Una vez más, Zurbarán se entrega a los grandes encargos monásticos, con una serie sobre la Orden jerónima, para el monasterio extremeño de Guadalupe. Aquí muestra a uno de los grandes patriarcas de la orden, Fray Gonzalo de Illescas, sentado en su despacho en actitud de escribir. Tras él, una ventana abierta nos muestra una escena secundaria, aludiendo a las virtudes de su Orden y a las del propio fraile: se trata de unos pobres recibiendo limosna de un monje jerónimo, lo cual nos indica que la escena es una alegoría de la caridad. Fray Gonzalo se encuentra en un interior, prodigiosamente reflejado. El cortinaje rojo, de abundantes y gruesos plegados, nada tiene que envidiar al colorido veneciano que periódicamente estuvo de moda en Sevilla. La mesa sobre la que el padre escribe muestra una naturaleza muerta al más puro estilo de la vanitas: la calavera que recuerda la mortalidad del ser humano, el reloj de arena aludiendo al paso del tiempo, y los libros que nos hablan de lo efímero del conocimiento. Zurbarán se muestra como un genio único en la plasmación minuciosa de estos trocitos de realidad a los que dota de tal relevancia que su significado nos lleva a otra realidad distinta. El fraile mira de frente al espectador, con un gesto severo e inquisitivo. Su rostro es tan verista como el retrato más fiel, aunque Zurbarán no solía retratar a los monjes objetos de la serie. Su gesto solemne y autoritario se explica por una vida llena de honores: Gonzalo de Illescas llegó a obispo de Córdoba y Consejero del rey Juan II. En esta obra se aprecia cómo la paleta del pintor se ha iluminado un tanto más que en su época más tenebrista.
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Este monje era conocido como Pico de Oro por su locuacidad y capacidad de persuasión. Fue un personaje muy relevante de la Orden Mercedaria, de ahí que su retrato de tamaño mayor que el natural le fuese encargado a Zurbarán. El conjunto debía ir en la biblioteca del convento, pero de ahí pasó tras la desamortización del siglo XIX al Museo de la Trinidad y, por último, a la Real Academia de San Fernando, para que los jóvenes artistas que estudiaban en Madrid pudieran ejercitar su arte copiando las grandes obras de Zurbarán.