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Los años del Manierismo avanzado son los de la completa extensión europea del movimiento y su apertura a una geografía mucho más amplia que la de la península Italiana. De los países que primero atrajeron a artistas italianos, fue Francia, por especial interés de Francisco I, la que los descubrió en sus contactos políticos con Italia y no por iniciativa de aquellos. Ejemplo ilustre será Leonardo. En años sucesivos fueron escultores como Benvenuto Cellini, pero en mayor número serán los pintores como Primaticcio, natural de Bolonia que moriría en París, factor decisivo para el palacio real y la escuela manierista de Fontainebleau, donde fallecería Niccoló dell'Abbate, nativo de Módena (h. 1509-1571). Al país transalpino llevarán mucho del maduro manierismo y el refinado sensualismo de Parmigianino. Los embajadores de Felipe II trataron de hacer venir a España, sin conseguirlo, a Tiziano y a Tintoretto, pero sí obtuvieron que trabajara en El Escorial Federico Zuccaro, que dejó en el retablo mayor algunos lienzos un tanto fríos; vuelto a Roma, pintó frescos con su hermano Taddeo en la Villa Farnesio de Caprarola y fue príncipe de la Academia (1577). Le sucedió como autor de otros lienzos en el retablo escurialense y los frescos del claustro de los Evangelistas el boloñés Pellegrino Tibaldi, ya citado como arquitecto, que en el Palacio Poggi de Bolonia (h. 1555) había dejado en sus gigantes olímpicos muestras de mayor talento, y también en Roma, asociado con Volterra, con sus grandilocuentes escorzos de inspiración buonarrotesca, que le valieron el dictado de Miguel Angel reformado. Su obra cumbre en España es la bóveda de la Biblioteca de El Escorial. También actuaron aquí manieristas como el arquitecto lombardo Giambattista Castello, llamado el Bergamasco por su ciudad natal (h. 1509-1569) que se ha relacionado con El Escorial y erigió el Palacio del Viso del Marqués, decorado con frescos de otro italiano, J. B. Peroli, genovés. Asimismo, de Génova era Luca Cambiaso (1527-1585), que pintó en El Escorial, donde murió, algunas bóvedas de la basilica y el coro; mostró inclinación por los cuadros de noche y en sus dibujos adivinó el futuro geometrismo de los cubistas. Otro emigrante lombardo, el milanés Giuseppe Arcimboldo (h. 11527-1593), llevaría al norte de los Alpes, esta vez a la corte del emperador Rodolfo II en Praga, los caprichos de sus bodegones antropomorfos, modernamente aclamados como antecedentes por Dalí y los surrealistas, como La Primavera de la Academia de San Fernando de Madrid, su único lienzo de capriccio existente en España.
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Este retrato del grabador y litógrafo Émile Bellot fue el primer éxito popular de Manet en el Salón oficial, recibiendo críticas favorables cuando se presentó - junto al Descanso - en 1873. El modelo posó durante setenta u ochenta sesiones y, curiosamente, no gustó a los amigos del pintor, que lo consideraron muy tradicional. Es cierto que existe una gran influencia de Frans Hals, cuya obra había contemplado recientemente Manet en el Museo de Haarlem, durante una visita a Holanda. Con este retrato hace un magnífico homenaje a las populares escenas de bebedores, tan características del Barroco centroeuropeo. Sin embargo, se trata de una figura moderna, al situar al personaje en el café Guerbois, al que Manet acudía asiduamente. De esta manera, el pintor une en sus escenas tradición y modernidad, como ya había hecho con Desayuno en la hierba o la Olimpia. Los temas no eran tan desafiantes ni los modelos tan marginales, por lo que tuvo cierta aceptación; de hecho, algunos críticos le calificaron de maestro. La figura del litógrafo se recorta sobre un fondo neutro, en el que no existe ninguna referencia espacial, dando la impresión de salir de la oscuridad. Un fuerte foco de luz ilumina su sonrosada cara, con un gesto de infinito placer al fumar su pipa y agarrar su cerveza. La oscuridad generalizada se ilumina con las tonalidades blancas de los cuellos, los puños y la espuma de la cerveza. El traje de color gris sirve para diferenciarse también del fondo. Sin duda, lo más destacable es el realismo con que muestra Manet a su amigo, dando la impresión de ser una auténtica fotografía, a la que se debe añadir la personalidad del modelo, con los ojos chispeantes, llenos de gracia e ingenio y el buen humor de su gesto. De esta manera, muestra su profunda admiración por los retratos de Goya y Velázquez, a los que destacaba entre sus maestros.
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La relación entre Émile Bernard y Toulouse-Lautrec se inició en el estudio de Cormon, hasta que Bernard fue expulsado por su maestro por insubordinación. Rápidamente abandonó el Impresionismo para desarrollar primero el puntillismo y más tarde el sintetismo, relacionándose con Gauguin. El propio Bernard cuenta cómo tuvo que posar en más de 20 sesiones para que Henri realizara su retrato, pero el tiempo de espera mereció la pena al haber conseguido Toulouse-Lautrec captar la seriedad que siempre manifestó su amigo, aunque esté conseguida a base de pequeñas pinceladas que hacen que la imagen parezca más trabajada. La figura en primer plano es sobria y elegante, recuerda los retratos de Manet, uno de los artistas que antes llamó su atención. En esos primeros años, Toulouse-Lautrec pone en marcha todas sus posibilidades como retratista para representar a la sociedad con la que se relaciona.
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El verano de 1889 lo pasa Toulouse-Lautrec en Arcachon, dedicándose a los deportes náuticos llegando a vencer en una regata a bordo del yate "Damrémont". La afición a estos deportes le vino de la mano de su amigo Emile Davoust, propietario del yate "Cocorico" desde el que Henri pintó uno de sus escasos paisajes: la bahía de Arcachon. Emile posa en su barco, trayendo a la memoria las primeras obras impresionistas de Manet influido por Monet al crear zonas de sombra coloreadas y tomar la luz directamente del natural. La diferencia la encontramos en el mayor empaste a la hora de aplicar el color, abocetando más el conjunto y trazando unas líneas rápidas y contundentes que organizan la composición como si de un entramado se tratara. El centro de atención se ubica en la cabeza del marino, situada a pleno sol para difuminar sus contornos y crear un sensacional efecto ambiental. La personalidad de otros modelos deja paso al interés hacia la luz, enlazando con las teorías impresionistas que Lautrec superará.
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El escritor Émile Zola había defendido en numerosos artículos las obras de Manet. Como agradecimiento al último de ellos, publicado para la muestra organizada por el pintor (en paralelo a la Exposición Universal de 1867) en el puente d´Alma, Manet realizó este espléndido retrato. Zola tuvo que acudir siete u ocho veces al estudio del artista para posar. Para que identifiquemos a simple vista cuál es su trabajo y su carácter, Manet coloca en el lienzo diferentes objetos, como los libros que vemos junto a la figura, el tintero o la pluma. Ésta era una práctica habitual desde la pintura flamenca y atestigua el apego a la tradición que tiene el artista. Pero no renuncia a la modernidad: la figura carece de modelado y el color se aplica de manera plana, siguiendo la estampa japonesa. De hecho, en la parte del fondo contemplamos una estampa de un Samurai y un biombo con decoración típicamente oriental, indicando el gusto por la moda japonesa del pintor y del escritor. También en el fondo aparece una fotografía de la Olimpia - obra defendida con fervor por Zola - y un grabado de los Borrachos de Velázquez, considerado por Manet el pintor de los pintores. Se puede pensar que ese tablón del fondo contiene las raíces artísticas del maestro. Algunos de los críticos alabaron la luz que circula por el interior y se distribuye por el rostro y las manos del modelo. Manet continúa empleando las tonalidades negras y blancas para contrastar, iniciando una etapa en la que la pincelada es cada vez más suelta, en contacto con el Impresionismo. Sin embargo, no olvida recortar la figura sobre un fondo neutro, práctica habitual desde sus primeras obras, el Bebedor de absenta, por ejemplo.