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Otro de los grandes imperios coloniales europeos, Portugal, era gobernado por Pedro II de Braganza desde 1668, primero como regente por la incapacidad de su hermano Alfonso VI, y desde 1683, como rey. Buscó no sólo el reforzamiento del poder de la Corona (las Cortes se reunieron por última vez en Portugal durante el Antiguo Régimen en 1690) sino el aumento del prestigio de la Monarquía tanto en la Península como en las colonias. Porque el imperio ultramarino lusitano había sufrido los ataques de los neerlandeses durante la época en que Portugal formó parte de la Monarquía hispánica y la diplomacia portuguesa de la Restauración (desde 1640 hasta 1661) se había visto obligada a hacer dolorosas concesiones a franceses, ingleses y holandeses a cambio de ayuda en su lucha contra España para obtener la independencia. Y, aunque consiguió recuperar todo el territorio de Brasil en 1654, perdió algunas posesiones importantes, sobre todo en Insulindia, lo que le apartó del importantísimo y lucrativo mercado de las especias. Pero aún disponía de numerosos enclaves privilegiados en África (Mozambique, Angola y Guinea), Asia (Diu, Damao, Goa, Timor y Macao) y América (Brasil), que le permitían traficar con metales preciosos, azúcar, tabaco, algodón, maderas y esclavos, productos todos de altísimo precio. Y, además, el Portugal de Pedro II se encontraba en los albores del siglo XVIII en una fase de expansión (1693-1714) debida a los beneficios que las guerras de la Liga de Augsburgo y de Sucesión a la Corona de España representaron para los comerciantes lusitanos. Por ejemplo, el cierre de los puertos franceses a los barcos ingleses desde 1688 hasta 1697 obligó a buscar nuevos mercados donde comprar vinos; y así, Inglaterra comenzó a consumir caldos portugueses y españoles en sustitución de los franceses. Años más tarde, desde 1703, serán los vinos españoles los desplazados por el vinho. Asimismo, contribuyó mucho a esa recuperación económico-mercantil el reciente hallazgo de las nuevas minas de oro en el interior del Brasil (Minas Gerais, Matto Grosso y Goiás). El primer cargamento arribó a Lisboa en 1699 y estaba constituido por 514 kilos de oro. En 1701 ya eran 2.000 kilos, más de 4.406 en 1703 y en 1712 fueron 14.500 los kilogramos. Y durante medio siglo -coincidiendo con el largo reinado de Juan V (1706-1750)- no cesó la llegada de importantes remesas de este metal que alcanzaron la cifra más alta en 1720, en que sumaron 25 toneladas. Pero en esos mismos años se produce un acontecimiento trascendental en la historia portuguesa: el Tratado de Methuen de diciembre de 1703. Enmarcado en la red de alianzas que se tejieron con motivo del conflicto sucesorio español, ese pacto diplomático logrado por el embajador inglés en Lisboa (John Methuen) significa no sólo la ruptura de la alianza de Portugal con Felipe V y Luis XIV (que se había firmado en Lisboa en junio de 1701 y parecía augurar un sólido eje ibérico-francés con enorme proyección en el mundo colonial), sino el paso de Portugal a la esfera de influencia británica. Por un lado, y a corto plazo, modificó sustancialmente el mapa militar de la Guerra de Sucesión: desde comienzos de 1704 se sitúa en la propia Península una de las bases logísticas de los ejércitos aliados contra los Borbones. Tanto por tierra como por mar, aprovechando los puertos lusitanos, los ejércitos y la flota que apoyan los derechos del pretendiente austriaco al trono de Madrid están en disposición de presionar sobre la España partidaria del Borbón. Y así fue determinante para el desarrollo de las operaciones en los reinos orientales de la Península la llegada de tropas embarcadas en Lisboa, que incluso provocan el alzamiento de los reinos de la Corona de Aragón contra Felipe V, del mismo modo que serán soldados salidos de Portugal los que llegan a ocupar Madrid por primera vez en 1706, permitiendo que Carlos III de Habsburgo ocupe su capital. Y, a más largo plazo, el tratado anglo-portugués de 1703 significó el inicio de un proceso secular que llevó a Portugal a una situación de dependencia económica casi absoluta. Inglaterra vendía productos textiles y manufacturas a cambio de rebajar sustancialmente los derechos arancelarios sobre el vinho que importaba. Los intercambios entre Londres y Lisboa acabaron por tener un signo claramente favorable a los intereses británicos, cuyos comerciantes controlaban la mitad del comercio colonial portugués, acentuándose esta situación tras la firma de los Tratados de Utrecht. Desde entonces Portugal se incorpora al esquema económico y diplomático inglés. Si unimos a ello la ocupación de Menorca y Gibraltar, y los propios tratados anglo-españoles de 1713 (que abrían una brecha en la estructura colonial hispánica), hemos de concluir con un hecho de la mayor trascendencia en la historia mundial. Gran Bretaña ampliaba su esfera de dominio atlántico y se instalaba comercial, militar y diplomáticamente en la Península y en las puertas del Mediterráneo. Para España significaba un radical cambio de estructura en nuestra frontera meridional, condicionante de primer orden de la política exterior de España entre los siglos XVIII y XX (Jover-Hernández Sandoica).
obra
Braque se esmeró en articular plásticamente esa doble vertiente de la realidad que busca una forma de integración en la visualidad cubista: la realidad externa de la naturaleza y la realidad interna de las cosas. En la representación de personas, como es el caso de este cuadro, tal desdoblamiento del sentido se convierte en riqueza psicológica de un anonimato. Del análisis plástico resulta una superficie vibrátil y ritmada que poetiza la realidad del representado. El empleo de letras estarcidas tan pronto sirve para introducir nombres que se ligan al asunto -baile es un ejemplo- como para acentuar la platitud en un espacio desarrollado genéricamente en profundidad, pero que impone siempre soluciones de continuidad en la penetración del mismo hacia el fondo.
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Un antiguo secretario de Saint-Simon, Auguste Comte, se apoyó en la teoría sansimoniana de los tres estadios del desarrollo del conocimiento (el teológico, el metafísico y el positivo) para fundamentar una teoría que trataba de poner toda la realidad social bajo el dominio de la ciencia. El positivismo consistiría, según Biddis, en la creencia de que la metodología científica proporciona el principal, e incluso único, sistema para la consecución del verdadero conocimiento. La principal obra de Comte, su Curso de filosofa positiva, se publicó entre 1830 y 1842 y contribuyó decisivamente a extender la convicción de que la ciencia natural era la única que podía dar validez al conocimiento y hacer posible una verdadera cosmovisión.Detrás de esas pretensiones de obtener una visión global de la realidad había un intento de poner en pie una religión secular, lo que resultó patente tras la publicación, entre 1851 y 1854, de su Sistema de Gobierno positivo, en el que había un intento de integrar las leyes sociales con una pretendida religión de la humanidad. Algunos simpatizantes se apartarían de Comte a partir de entonces (entre ellos J. S. Mill y T. H. Huxley, que afirmó que las propuestas de Comte equivalían a catolicismo sin cristianismo), pero éste continuó siendo una referencia intelectual inexcusable para quienes se esforzaban en encontrar la clave de una interpretación unitaria de la realidad social. Su intento de una religión positiva representó el cenit de la secularización del pensamiento europeo, de la que escribió O. Chadwick.La réplica del positivismo comtiano en Inglaterra la representa Herbert Spencer (Social Statics, 1851; Synthetic Philosophy, 1862), empeñado en un intento de ordenar la totalidad del conocimiento humano y en fijar las leyes de la evolución social, de acuerdo con las exigencias de su entorno. En ese sentido, Spencer opinaba que las sociedades industriales estaban mejor dotadas que lo que él denominaba sociedades militantes, que sufrían la coerción de las autoridades militares o religiosas.
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A partir del siglo IX, coincidiendo en parte con los procesos de decadencia cultural acaecidos en las ciudades principales del centro y del sur de Mesoamérica, cesa la influencia de esta región, patrocinada en buena medida por los mayas. La caída de los centros clásicos del Petén hace que las relaciones se limiten al oeste de Honduras y El Salvador y que éstas sean de diferente signo. Sitios como Los Naranjos, Tenampúa y Yarumela se despueblan. Por el este, grupos de afiliación Putún originarios de la Laguna de Términos en Campeche y fuertemente influenciados por las tradiciones del centro de México, llegan al Atlántico para conseguir productos que son muy ambicionados por las comunidades yucatecas del Postclásico: cacao, oro, tumbaga... Como consecuencia de ello, aparecen en la región elementos que definen esta tradición Putún y rasgos toltecas, como son las cerámicas Naranja Fina y Tohil Plomizo, ambas consideradas como dos marcadores del período Postclásico Temprano en Mesoamérica. Los grandes centros comerciales de Nito y Naco en la costa atlántica manifiestan la cercana relación de estas regiones con los grupos itzá, que los utilizaron como puertos de intercambio controlados por ellos dada su situación estratégica entre áreas ecológicas y culturales distintas. En diferentes regiones de Nicaragua se desarrolla un estilo escultórico caracterizado por estatuas colocadas sobre altas espigas que se clavan en el suelo y están relacionadas con plataformas arquitectónicas. Las esculturas representan hombres que cargan a su espalda otros individuos más pequeños interpretados como la representación de su otro yo, y que resultan frecuentes en San Agustín y otros sitios de Colombia. También se producen profundas transformaciones en Costa Rica; en cerámica, desaparecen los fondos rojos, marrones y naranjas, que son desplazados por otros de tonalidades blancas y cremas y que definen el tipo Papagayo Polícromo, en un proceso que se corresponde con la expansión de un grupo de cultura mexicana, los Chorotegas. Por su parte, la cerámica polícroma Las Vegas con formas cilíndricas de alta base anular, y la cerámica Vallejo, presentan decoraciones que recuerdan el estilo Mixteca-Puebla, y son consecuencia de la penetración en la región de grupos del centro de México desde etapas intermedias del Postclásico, muchos de ellos definidos con el término común de pipiles. Los grandes metates decorados también sufren cambios hacia el año 1.000, ya que tienden a desaparecer y a ser desplazados por otros de manufactura más común. En arquitectura se hacen también frecuentes los montículos circulares sobre basamentos de piedra dispuestos en torno a plazas, que se conectan entre sí mediante un complicado sistema de calzadas. El sitio Guayabo de Turrialba tiene acueductos de piedras alineadas, puentes y tumbas en cista. Grandes losas de piedra talladas a manera de estelas pudieron ser usadas como marcadores funerarios. El rasgo más importante de la etapa es el énfasis en los trabajos con el metal, tanto oro como cobre y tumbaga, conociéndose las técnicas de la cera perdida, martillado, laminado y filigrana, y produciéndose bellas realizaciones artísticas que serán distribuidas por toda América Central y regiones del centro y sur de Mesoamérica. Su manufactura es introducida en el sur de la región al menos desde el 200 d.C., en que se hizo importante la producción de pequeños pendientes decorados para formar águilas, pájaros, sapos y hombres que, al menos entre el 400 y el 1.000 d.C., guardan muy estrecha relación con los estilos Quimbayas de Colombia, y durante el Postclásico se rigen por patrones originarios de Colombia y Panamá. En términos generales, existen durante esta etapa pocos sitios con cerámica polícroma, pero que tienen numerosos montículos de baja altura. Muchos de ellos persistieron en su orientación costera basada en la recolección de productos marítimos y fluviales en los manglares, pero en el interior y en el sur se detectan otros comportamientos de vida más orientada hacia la agricultura extensiva y la caza, siendo su característica fundamental su conexión con los acontecimientos culturales de América del Sur.
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La llanura costera de Veracruz estuvo ocupada en los momentos finales de esta etapa por cuatro grupos diferentes, olmecas, totonacos, huastecos y uixtotin, los cuales compartieron la región con pueblos de habla nahua. El centro y el sur de Veracruz tuvo una evolución lenta durante la etapa tolteca, con influencias de las formas culturales emanadas de Tula, según ponen de manifiesto diversas fortalezas levantadas en la región antes de que concluyera el siglo XIII, como Tuzapan y el Castillo de Teayo. Para el final del Postclásico, el centro de Veracruz permanece en manos de los totonacos, con centros como Quauhtochco y Comapan, algunos de ellos verdaderas fortalezas que cayeron en manos de los aztecas a mediados del siglo XV. Los centros más importantes en esta época son Cempoala, con una población estimada entre 80.000 y 120.000 habitantes, Jalapa, con 120.000 individuos, Colipa y Papantla, con 24.000 y 60.000 habitantes, respectivamente. Otros, como Quiahuiztlan fueron fortalezas y sitios de enterramiento, que en el tiempo de la conquista eran controlados por los aztecas. También en la Huasteca se habían levantado centros complejos desde mediados del Clásico en que se incluyeron de lleno en la tradición cultural mesoamericana, en sitios como Tamuin, Tancanhuitz, Tantoc y Tamposoque. Sin embargo, la región tuvo importancia estratégica para los aztecas, con quienes entablaron muy fluidas relaciones comerciales a lo largo del Postclásico Tardío.
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La historia de lo que se viene denominando postimpresionismo no es sino la de las diferentes actitudes que se adoptan ante la naturaleza. Antes de estudiar las propuestas que oscilan entre el sintetismo y el simbolismo, de la importante presencia de Gauguin y su influencia, vamos a esbozar la historia de tres actitudes personales: el cientifismo de Seurat, la conciencia de la realidad de Cézanne y la naturaleza reanimada de Van Gogh. Ello no infiere un orden cronológico real, histórico, sino un orden necesario a la hora de historiar las alternativas de los artistas que intentan ir más allá del impresionismo. La referencia al impresionismo, en el que algunos han participado, su superación o negación, es el único factor común a todos ellos.
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Los japoneses contaban con 51 divisiones, de las cuales 22 estaban ocupadas en China. A pesar del pacto de neutralidad formalizado entre Rusia y Japón, éste, desconfiado, dejó 13 divisiones en Manchuria y empleó 11 para sus designios expansionistas en el suroeste del Pacífico. Las restantes permanecían en la metrópoli y los distintos archipiélagos que poseía. El Ejército 14, a cargo del teniente general Homma, debería ocupar Filipinas, apoyado por la 5? Fuerza Aérea. Este Ejército estaba integrado por las divisiones 16 y 48, la Brigada Autónoma 65 y la Agrupación 56. Por su parte, el Ejército 15, mandado por el teniente general Iida, debería ocupar Birmania y Tailandia. Para ello, contaba con la División 33 y buena parte de la 55. La ocupación de Malasia correspondería al Ejército 25 del general Yamashita, con el apoyo de entre 350 y 450 aviones del Ejército, mientras que para Hong-Kong se destinaba la División 38, dependiente del mando en China. El resto de operaciones en el Pacífico se confiaban a fuerzas de la Marina y al resto de la División 55. El hecho de que el Ejército japonés atravesara en aquellos momentos por una fase de reorganización hace que las divisiones japonesas variarán entre sí en cuanto al número de efectivos que las componían. Tradicionalmente, el Japón utilizaba formaciones de 12 batallones de más de 20.000 hombres, con medios de transporte animal. Estas fueron sustituidas por divisiones más compactas de nueve batallones, motorizadas, que integraban entre 12.000 y 15.000 soldados. La infantería estaba dotada de un buen armamento artillero, especialmente en lo que respecta a morteros. Además, la moral del soldado japonés era alta, tras varias décadas de éxitos en sus campañas en China y Rusia; la fidelidad al Emperador estaba asegurada por la tradición cultural y la confianza en la capacidad técnica e industrial del Japón estaba avalada por el rápido y reciente progreso experimentado por el país tras su apertura a Occidente. La táctica de ataque japonés consistía en la infiltración nocturna tras las líneas enemigas, ocupando los puntos estratégicos. Con ello se obviaba el problema de la precariedad de apoyo artillero y se aseguraba el suministro logístico. Las necesidades del soldado japonés eran bajas, por cuanto poseía una extraordinaria capacidad de sufrimiento y aguante, siendo capaz de sobrevivir aislado y con escasa comida durante varios días. En cuanto a los medios técnicos, el Ejército meridional disponía de un número limitado de carros de combate, como el Chi-Ha, ligeros y medios. El potencial aéreo japonés sólo sería empleado parcialmente: 700 aviones de primera línea del Ejército de un total de 1.500, reforzados por 480 aviones de la Armada más los 450 destinados contra Pearl Harbor. Manejados por pilotos expertos y con una gran autonomía, los cazas A6M Zero eran los mejores aviones de combate del Pacífico, pudiendo escoltar a los bombarderos bimotores G3M y G4M durante su vuelo de ida y vuelta entre Formosa y Manila, de 1.450 km. Con ello, los portaaviones considerados necesarios para la cobertura aérea quedaron libres para el golpe de Pearl Harbor. Los bombarderos, sin escolta, podían llegar a Singapur desde sus bases en la Indochina meridional, a 1.100 km. A finales de octubre de 1941 llegaron a estas bases cerca de 100 bombarderos G3M, número que se incrementó con 27 G4M en los primeros días de diciembre. Estos, más pesados, recibieron la orden de acabar con la Fuerza Z británica, especialmente el acorazado Prince of Wales y el crucero Repulse, que habían reforzado la dotación de Singapur el 2 de diciembre de 1941. La Marina japonesa de organizaba en grupos según los objetivos fijados. El almirante Yamamoto mandaba el grueso de la Flota combinada, dos acorazados con cañones de 406 mm. y cuatro con cañones de 356 mm. A la que pronto se añadiría el acorazado más potente del mundo, el Yamato, con cañones de 460 mm. El grupo de portaaviones que iban a participar en el ataque a Pearl Harbor estaba al mando del almirante Nagumo. Contaba con seis portaaviones, formados en tres parejas iguales: Akagi y Kaga, Hiryu y Soryu, y Shokaku y Zuikaku, estos últimos de reciente construcción y entregados al servicio activo en agosto y septiembre de 1941, respectivamente. Les escoltaban dos acorazados- Hiei y Kirishima-, dos cruceros pesados -Tone y Chikuma-, uno ligero, 16 destructores y tres submarinos. Excepto el Kaga, todos los portaaviones podían alcanzar una velocidad máxima superior a los 30 nudos, llevando consigo entre 63 y 75 aviones, en total 423. Además, Japón contaba con otros cuatro portaaviones más pequeños, dos para entrenamiento y otros dos asignados al frente meridional, que contaba también con dos acorazados con cañones de 356 mm., 11 cruceros con cañones de 203 mm., 7 cruceros ligeros, 40 destructores y 18 submarinos.
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El 1 de julio de 1939, entre las armas de tierra y aire el Ejército estadounidense no sumaba los 130.000 soldados. De las nueve Divisiones que integraban la infantería, ninguna se acercaba a su plantilla de guerra. De las dos de caballería, ninguna podía disponer de la mitad de su personal. No siquiera existía una División blindada y las escasas unidades de tanques eran atendidas por apenas 1.500 hombres. Algo más desarrollada estaba la Aviación, compuesta por 1.175 aparatos y 17.000 hombres. Las bases de ultramar se encontraban defendidas por un total de 45.300 soldados. Como puede verse, los Estados Unidos no se encontraban preparados para afrontar una guerra a gran escala, con enemigos por aquel entonces mucho más potentes. Sin embargo, el potencial industrial y humano de los Estados Unidos se hallaba intacto, convirtiéndose en apenas tres años y medio en el "arsenal de las democracias". Ajenos a la guerra en Europa, sólo a partir de Dunkerke comienzan a producirse sentimientos de inquietud por la expansión de los fascismos. Como reacción, el Congreso autoriza a finales de agosto de 1940 la movilización de la Guardia Nacional y, pocas semanas después, el servicio selectivo. El progreso es lento, de tal forma que a la invasión de la URSS por Hitler los Estados Unidos sólo han podido reforzar levemente sus bases de ultramar, pues la legislación vigente impide el traslado de efectivos fuera del hemisferio occidental y la permanencia en el servicio militar por más de un año. Finalmente, el Congreso acabó por aprobar la Ley de Ampliación del Servicio Selectivo, rompiendo los límites de actuación del Ejército norteamericano y permitiendo incrementar los efectivos hasta un número de 1.500.000 soldados. La modernización y adecuación para la guerra del Ejército norteamericano es emprendida por el jefe del Estado Mayor, general George C. Marsahll, ayudado por W. Bedel Smith, L. T. Gerow, B. Somerwell, P. J. Hurley, J. T. MacNarney, W. K. Harrison, G. V. Strong, W. Donovan, H. H. Arnold, Mark Clark, G. S. Patton o Eisenhower, entre otros. El potencial aliado contaba con 307 aviones americanos en Filipinas (incluidos 35 bombarderos B-17), 158 aviones británicos en Malaya, anticuados en su mayor parte, y otros 37 en Birmania; Holanda contaba con 144 aparatos no mucho mejores en sus colonias. En cantidad y en calidad la superioridad aérea japonesa era aparente (28). Otro elemento a valorar era el portaaviones. Yamamoto fue el primer japonés en vislumbrar que el portaaviones relegaría rápidamente al acorazado y sobre esta hipótesis realizó sus planes. En diciembre de 1941 Tokio disponía de 10 portaaviones, contra siete americanos (tres de ellos estaban en el Pacífico). Sin embargo, Washington tenía en construcción en esos momentos 17 portaaviones, mientras que los astilleros japoneses sólo trabajaban en cinco grandes portaaviones y trasformaban dos grandes buques de pasajeros. La superioridad japonesa era evidente en 1941, pero el tiempo discurría en su contra.
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El período de tiempo que abarca entre el 3.500 y el 1.800 a.C., si bien muy dilatado, resulta de gran transcendencia para la formulación de las bases culturales sobre las que se asentará la civilización en los Andes. Como veremos, en él se definen fenómenos tales como el establecimiento pleno de la vida agrícola, la complementareidad ecológica costa/sierra, la aparición de los centros urbanos y las jerarquías sociales, grandes innovaciones tecnológicas como la metalurgia y un patrón ideológico básico que se plasma en el arte arquitectónico, escultórico, cerámico, textil y por otros medios secundarios. A lo largo de esta etapa podemos definir varias tradiciones culturales que, unificadas por el contacto, serán de gran relevancia