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Pontificado y cultur

Desarrollo


Las diferentes potencias de la Cristiandad, tras la perplejidad inicial, fueron alineándose con cada uno de los Papas -Urbano VI y Clemente VII-, teniendo en cuenta, esencialmente, sus intereses políticos. En algún caso la toma de posición se retrasó un tiempo; hubo cambios de partido, a veces reiterados. El eje se halla en Francia, y la toma de posición de cada Reino se verá mediatizada por su relación con este Reino. Es posible afirmar que, sin el apoyo de Carlos V, los cardenales de Fondi no se hubiesen atrevido a proceder a una nueva elección; desde agosto llegan a Fondi palabras de aliento y dinero de Francia, indispensables ambos para proceder a una segunda elección. Apenas conocida esta, Carlos V, con aparente frialdad, convocó, en noviembre de 1378, una reunión de doctores y clérigos, convenientemente seleccionados, que recomendaron obedecer al segundo elegido, no sin alguna resistencia. Hasta el 7 de mayo de 1379, después de recibir varias embajadas de cardenales y de organizar actos para captar la opinión popular, no se produjo la adhesión oficial de Francia a Clemente VII. La decisión francesa mediatizó, en uno u otro sentido, la posición adoptada ante el Cisma por otras potencias. El conde Amadeo VI de Saboya, emparentado con la familia real francesa, se adhirió también a la obediencia de Clemente VII, al igual que Escocia, aliada de Francia, y, sobre todo, enemiga de Inglaterra. Esta última adopta desde el primer momento una postura favorable a Urbano VI, antes incluso de que Francia se defina oficialmente; las medidas en favor del Papa romano llegaron, en Inglaterra, a la confiscación de los bienes y beneficios de quienes le negaran obediencia.

En cambio, en las posesiones inglesas en el Continente hubo fuertes núcleos clementistas. La postura del ducado de Bretaña fue equivoca, y dubitativa la de Flandes, respondiendo a la división de intereses en el interior del condado; no obstante, el conde Luis de Mäle acabó inclinándose hacia Urbano VI. En el Imperio, Carlos IV se convirtió en un firme defensor de Urbano VI, tanto por consideraciones políticas, como por auténtica convicción; esta posición fue seguida, con cierta inercia por su hijo y sucesor, Venceslao, y también en Hungría por Luis I. Sin embargo, la atomización política alemana convierte al Imperio en escenario de un enfrentamiento permanente entre miembros de ambas obediencias. De modo esquemático puede decirse que las regiones occidentales y meridionales del Imperio fueron clementistas; el resto fue urbanista. Debe tenerse en cuenta, no obstante, que fueron abundantes las excepciones y frecuentes los cambios de obediencia. Los Reinos ibéricos actuaron, en general, de modo muy ponderado. Enrique II, a pesar de sus compromisos diplomáticos con Francia, reclamó más información y convocó una asamblea del clero castellano para conocer su opinión; a la espera de esa información se declaró neutral, posición en la que falleció. Su sucesor, Juan I, adoptó inicialmente la misma postura: quería mantener la amistad francesa, oficialmente clementista ya, pero deseaba lograr una identidad de postura de Aragón, para evitar una posible alianza anticastellana, de la que Aragón pudiera formar parte.

Era difícil de lograr porque Aragón, que todavía no había tomado partido, podría acercarse a Inglaterra como medio de oponerse a los proyectos políticos de los Anjou. Una comisión investigadora castellana visitó Aviñón, Nápoles y Roma durante la primavera y verano de 1380; paralelamente tenían lugar conversaciones castellano-aragonesas. La asamblea del clero castellano consideró aquellos informes, pero, sobre todo, tuvo en cuenta la necesidad de estrechar la alianza con Francia en un momento en que las relaciones con Portugal parecían conducir a un nuevo enfrentamiento. En esas condiciones, el Reino de Castilla proclamaba en Salamanca, en mayo de 1381, su fe clementista. Pedro IV manifiesta el mismo interés por hallar la verdad, pero sus gestiones llevan a conclusiones muy distintas. Considerando imposible, por el momento, definirse por uno u otro Papa, se declare indiferente; tal indiferencia no es simple neutralidad ni ausencia de interés por el problema, sino desconocimiento temporal de la autoridad de ambos, durante la cual el monarca proveerá las vacantes de la Iglesia de su Reino y cobrará, entretanto, las rentas de los beneficios. La postura de Pedro IV no se modificó durante toda la vida del monarca, a pesar de que no era compartida por amplios sectores del clero aragonés ni por el príncipe heredero, claramente clementistas, y de que tanto por parte castellana como francesa se dieron amplias muestras de amistad.

Tampoco Carlos II de Navarra abandonó nunca la neutralidad, a pesar de las invitaciones castellanas, acompañadas de sustanciales modificaciones del tratado de Briones de 1379, que había dejado bajo administración castellana algunos lugares navarros, incluso la anulación total de las obligaciones territoriales entonces contraídas. La posición portuguesa es la que sufre mayores modificaciones, siempre a compás de su inestable situación política. Fernando I se declaró, inicialmente, neutral; reconoció a Clemente VII, a finales de 1379, y se aproximo a Francia y a Castilla, a pesar de lo cual llegó a una alianza con Inglaterra que significó el reconocimiento de Urbano VI, en agosto de 1381. Un año después, Portugal volvía a la obediencia clementista y firmaba una alianza con Castilla. La muerte de Fernando I, la guerra civil en Portugal, que eleva al poder a Juan, maestre de Avis, y, finalmente, la derrota castellana en Aljubarrota significan el distanciamiento definitivo de Portugal y Castilla y, por tanto, la adscripción de Portugal a la política inglesa y a la obediencia urbanista. La siempre difícil situación política italiana iba a verse complicada todavía más con el Cisma. Clemente VII contaba con el conde de Fondi, la reina Juana I de Nápoles, el condado de Monferrato y el de algunas ciudades del Patrimonio. Urbano VI contaba con un mayor apoyo popular, especialmente en Nápoles, pese a la postura oficial, así como con el de Florencia, Perusa y Pisa. El recurso a la fuerza tendrá Italia como escenario, con resultados generalmente desfavorables a Clemente VII. En un esfuerzo supremo, este Pontífice creará para Luis de Anjou un quimérico reino en el centro de Italia, el Reino de Adria, integrado por territorios pontificios, con la obligación de conquistarlos y llevar a su Papa a Roma. No fue posible para Clemente VII permanecer en Italia, esencialmente hostil: en mayo de 1379 embarcaba rumbo a Aviñón que le recibió con grandes muestras de cariño. Se consolidaba la división, ocasión, a su vez, para que se manifestase una problemática hasta ahora casi ignorada.

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