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África

Desarrollo


Del arte negro en su conjunto, y del gabonés en particular, interesaron a las vanguardias, por un lado, la estructura geométrica y abstracta; por el otro, la expresividad de las facciones. En efecto, lo primero que se advierte, al enfrentarse con el apartado que aquí comienza, es una marcada dicotomía de estilos basada en el mismo criterio: los duala, kwele, kota y kete se hallan entre las etnias africanas más aficionadas a la estilización geométrica, mientras que las obras fang resultan inolvidables por su aspecto misterioso y turbador. La razón de este enfrentamiento tiene, al parecer, raíces históricas. Allá a principios del siglo XVIII, la zona que nos interesa quedó ocupada por toda una serie de pueblos procedentes del este, de la cuenca del Ubangi: eran portadores de una estética geométrica y colorista, y enseguida empezaron a elaborar sus estilos independientes. Pero, a fines del mismo siglo y principios del XIX, irrumpieron desde el norte los feroces guerreros fang, abriéndose un amplio espacio y alcanzando en ocasiones la costa; ellos traían una plástica más relacionada con las Praderas o con el Sudán, y, aunque pronto hubo intercambios culturales con los pueblos preexistentes en la zona -lo veremos sobre todo en el culto a los difuntos- las hostilidades no cesaron por completo hasta que impusieron su ley las autoridades coloniales. Como es lógico en este contexto, siempre les fue más fácil a los colonos europeos entenderse con los enemigos de los fang que con los fang mismos, y ello llevó aparejada una consecuencia muy peculiar: mientras que estos últimos mantuvieron firmemente sus ideas y creencias, de modo que han podido ser estudiadas minuciosamente por los investigadores, los primeros accedieron desde el principio a recibir misioneros y a bautizarse -hoy los gaboneses son casi todos católicos-, con lo que perdieron casi todas sus máscaras y el recuerdo de sus costumbres.

Actualmente, resulta a menudo imposible adivinar el uso y sentido de ciertas máscaras conservadas desde hace un siglo en museos de Europa y América. Tal es el caso, por ejemplo, de las obras más tradicionales de los duala: sus máscaras frontales en forma de bóvidos, realizadas con forma cubista y pintadas con diseños geométricos de vivos colores; lo único que sabemos es que se parecen mucho a ciertas piezas de los kwele, y que, desde luego, representan un momento artístico anterior al de las aparatosas banquetas y proas de barcas talladas: éstas sin duda responden al momento en que los duala se convirtieron en avezados navegantes y vendedores, lo que les puso en contacto con los ashanti y los yorubas; hay quien dice incluso que, casi desde el principio, las proas fueron concebidas como souvenirs para los europeos. La situación del arte kwele es aún más desesperante si cabe: nada sabemos de sus bellísimas máscaras, de esas estructuras estilizadas y curvilíneas cargadas de misterio y encanto. Pueden sugerirnos muchas sensaciones, como cuando G. Baladier nos dice que los "ojos, oblicuos, dan un aspecto desconcertante a estas figuras lunares", pero ni siquiera sabemos si nos encontramos ante verdaderas máscaras que alguien se colocaba para danzar, o si, como algunos suponen, fueron usadas simplemente como emblemas en ceremonias de iniciación o en funerales. Tenemos más suerte, en cambio, en el caso de los kota y de las obras más típicas de su cultura: las figuras de relicario.

En efecto, responden a una costumbre que también veremos entre los fang, y que se conoce bastante bien, aunque haya caído en desuso desde hace muchas décadas: acostumbraban los kota introducir en un cesto los cráneos de sus antepasados más importantes y famosos, y, como guardianes, colocaban encima unas curiosísimas figuras de madera recubiertas de cobre y latón en láminas. Estas figuras, simples cabezas sobre un cuerpo esquematizado en forma de rombo, son un verdadero símbolo del espíritu guardián: sus ojos fijos evocan los de las gorgonas apotropaicas griegas, y, a veces, se construyen cabezas janiformes, con una cara a cada lado, acaso para multiplicar su efectividad protectora. Pocas creaciones africanas impresionan tanto a primera vista como estos mbulu-ngulu con sus aparatosos peinados de metal, o como su versión más abstracta, el llamado bwete, donde toda la obra se resume y concentra en la enigmática mirada del espíritu. A medida que descendemos hacia el sur, alcanzando las sabanas previas al curso del Zaire, el ciclo de la plástica geométrica, plana y colorista se va diluyendo poco a poco: tanto las decoradas cabezas con que los kuyu rematan los faldones de sus máscaras, como los fetiches de los teke, tan parecidos a los que realizan los kongo, nos hablan ya de una sensibilidad distinta. Sin embargo, sería imperdonable que no mencionásemos, casi como colofón de todo el ciclo, un pequeño grupo de máscaras planas, realizadas por las tribus septentrionales de los teke: apenas sabemos nada de ellas -incluso se duda a veces de su origen preciso-, pero son únicas en toda África por basar todo su efecto en el juego de diseños y tintes, sin ayuda de la talla o del relieve; su alegre colorido y sus dibujos simétricos, que recuerdan la forma de una cara, evocan una verdadera pintura bidimensional.

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