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África

Desarrollo


Según una de las múltiples variantes que existen de la leyenda, Olorun, dios de los cielos, deseaba dar fin al absoluto dominio de las aguas sobre la tierra. Para ello, hizo descender a su hijo Odudwa con un gallo de cinco dedos, un puñado de tierra y una nuez de coco. Odudwa bajó de los cielos por una cadena o cuerda, y tiró el puñado de tierra, que formó un montículo entre las aguas: allí se construiría después la ciudad de Ife. El gallo escarbó en el montón, y el héroe divino plantó la nuez de coco. De ella surgirían siete ramas, orígenes de las monarquías yorubas. Otra variante de este mito afirma que Odudwa no bajó del cielo, sino que llegó al mando de un ejército desde oriente, lo que ha hecho suponer que acaso puedan ser considerados ya yorubas los creadores de la cultura de Nok. Sea como fuere, lo cierto es que, como todas las culturas africanas, la yoruba comienza por la ocupación del territorio, al que accede el pueblo tras una migración. En cuanto a la fecha del acontecimiento, lo único que podemos decir es que la ciudad de Ife (o Ile-Ife) parece mostrar vestigios de población ya en el siglo IV a.C., cuando aún era un simple conjunto de aldeas, y que la unificación urbana se consolidó en el siglo VI d.C. Con el tiempo, en Ife se instaurará una monarquía que cobrará para todos los yorubas un carácter eminentemente religioso. El portugués J. de Barros, en el siglo XVI, dice que al monarca u "omi oni se le tenía en gran veneración, como entre nosotros los Sumos Pontífices", y sabemos que los distintos reyes yorubas recibían de él la confirmación de su mandato y sus emblemas de poder.

Es posible, sin embargo, si creemos la hipótesis de H. J. Drewal, que Ife se plantease sus primeras realizaciones artísticas antes de alcanzar este poder supremo: del periodo inicial serían unos espigados monolitos -entre los que sobresale el Bastón de Oranmiyan, de más de 18 pies de altura y adornado con clavos de hierro -que tuvieron al parecer un sentido fálico vinculado a las fuerzas de la fecundidad. Después, ya en los siglos IX y X, iría elaborándose el primer arte figurativo llegado hasta nosotros, con obras en piedra y terracota que buscan un estilo cada vez más realista. Pero es a partir del año 1000, coincidiendo con la aparición de una moda decorativa que durará cuatro siglos -la de los suelos con empedrado o mosaico de guijarros y fragmentos de cerámica-, cuando de verdad se desarrolla el arte escultórico que ha dado fama a Ife, elevándola a la cumbre de las artes africanas. No extraña que, cuando se dieron a conocer las primeras muestras de esta plástica, el gran etnógrafo Leo Frobenius creyese que su única explicación posible era una colonia griega en la mítica Atlántida, que hubiese podido llevar el arte clásico hasta las selvas de Nigeria. Y es que, efectivamente, el carácter de realismo idealista del clasicismo griego es el mismo criterio estético que domina estas figuras. En terracota o en bronce, se alinean ante nosotros unas decenas de cabezas, además de unas pocas estatuas de cuerpo entero, e incluso un grupo de un hombre y una mujer, y todo ello rompe por completo con la estética africana tradicional.

Sus superficies onduladas, con blandas musculaturas y mirada perdida, evocan ese curioso gusto por el naturalismo que a veces surge en las culturas más apartadas del planeta, desde la del Indo hasta la de Akkad, sin olvidar ciertas figuras olmecas de México: se trata de actitudes puntuales, aisladas, que no llegan a crear una tradición como en Egipto y Grecia, y que pronto se diluyen en los convencionalismos estilísticos del ambiente en que nacen. Tal parece, desde luego, el caso de las esculturas de Ife. Fechadas globalmente en los siglos XI-XIII, se cree en general que proceden de un ámbito muy restringido: las de bronce, en particular, no llegan, hoy por hoy, a la treintena, y pudieron ser realizadas en un mismo taller, quién sabe si todas ellas por encargo de un oni concreto. En cuanto a ciertas diferencias estilísticas de matiz -por ejemplo, sólo una de las figuras enteras, la de Tada, muestra la cabeza en sus justas proporciones, mientras que en las otras se mantiene el convencionalismo de hacerla mayor-, podrían explicarse por razones conceptuales, como el carácter del personaje esculpido: las segundas representarían a monarcas, y conservarían por ello proporciones oficiales, mientras que la primera, acaso estatua de mero adorno, le permitiría al artista mayor libertad en su búsqueda del realismo. Paralelos para esta explicación no nos faltarían en el arte egipcio, por ejemplo. Lo que permanece oscuro, hoy por hoy, son ciertos detalles iconográficos: ¿Qué sentido tienen los surcos verticales que adornan la piel de muchas figuras? ¿son escarificaciones rituales de una familia reinante? ¿representan convencionalmente las cintas que, en los tocados regios yorubas, ocultan la cara del monarca a la vista de los súbditos? ¿Para qué servían los agujeros que presentan en la cara ciertas cabezas? ¿para colocar mechas de cabellos, o ciertos velos o adornos simbólicos? Y, sobre todo, sigue siendo un misterio el objetivo de estas obras: unas, que son máscaras -llevan agujeros bajo los ojos pudieron ser llevadas en funerales o procesiones, como hacían los romanos con las "imagines" en cera de sus antepasados.

Otras, en cambio, serían objeto de adoración en los santuarios, puesto que los monarcas adquirían carácter divino a su muerte, y cabe la posibilidad de que muchas fuesen creadas pensando en los rituales de culto a la monarquía, casi como maniquíes para sostener las coronas y otros objetos simbólicos del oni. Pero ¿pasaron a menudo de un uso a otro, como sabemos que ocurrió en algún caso aislado? No olvidemos la falta de contexto en que han llegado casi todas hasta hoy. Tantas dudas acarrean otras, acaso de mayor entidad, y que afectan a la problemática del propio artista: las caras muestran una plástica blanda y orgánica, realista en apariencia, pero, como hemos dicho, resultan tan ideales como las que esculpió Praxíteles, y se basan sin duda en un prototipo mental perfecto. Esta es una observación general que podría ponerse en duda en el caso de alguna terracota, pero no en el de los bronces. O el artista yoruba de Ife, como su contemporáneo románico cuando tallaba un sepulcro, quería idealizar a un jefe u oni muerto, para darle el aspecto intemporal del más allá, o se planteaba sólo la idea abstracta del monarca como hombre supremo, sin pensar en su identificación con una persona concreta. De cualquier forma, pasado este momento genial y fugaz, que no dudaríamos en calificar de "milagro de Ife", de nuevo por comparación con el tan repetido "milagro griego", pronto advertimos que, ya desde el siglo XIII, las formas onduladas, táctiles y suaves, van dejando paso a una progresiva esquematización, a la vez que decae el uso del bronce y recobra su práctico monopolio la terracota.

Aún habrá ciertas figuras deformes o monstruosas, apliques en ocasiones de vasijas cerámicas, que nos hablen de una fantasía grotesca en clave realista -algunas recuerdan terracotas egipcias helenístico-romanas-, pero empieza a dominar la inseguridad, y, para superarla, se acude a ciertas convenciones de la tradición. Sin duda alguna, esta interpretación que presentamos exige mantener una hipótesis difícil de demostrar con datos fehacientes: que tal tradición siguió viva a lo largo de siglos, a partir del final de la cultura de Nok. Aparte de criterios lógicos, sólo contaríamos para apoyar nuestra tesis con un conjunto de esculturas en piedra, el de Esie, relativamente tardío, pues sólo comienza en el siglo XII para prolongarse hasta el XV. Pero creernos que puede postularse la existencia, paralela al arte realista oficial, de una plástica expresionista que, entonces como hoy, se mantendría en máscaras y figuras de leño. Cuando se habla de arte africano, hay que tener siempre en cuenta que su material común es precisamente la madera, la cual, por desgracia, y salvo en casos aisladísimos, apenas puede soportar más de un siglo el clima húmedo y cálido de la selva. De ahí la falsa impresión que recibe el estudioso principiante cuando cree descubrir que el arte africano antiguo es de bronce, terracota o piedra, mientras que el actual se hace sólo secundariamente en estos materiales, y es sobre todo lígneo o textil.

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