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África

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Si el Sudán se caracteriza, en su arte y en su literatura oral, por el ascetismo introspectivo y la grandiosidad mítica, nada mejor que iniciarnos en su mentalidad a través de los dogon y del mundo religioso que inunda todas sus obras y acciones. Ya la propia colocación de sus aldeas, en la parte alta o al pie del impresionante precipicio de Bandiagara, sobrecoge a quien lo visita, y no hay viajero que, con mayor o menor fortuna, no haya querido lucir su capacidad retórica al describirlo. Véanse si no las palabras de W. B. Seabrook, quien pasó por allí en los años treinta: "Desde el borde del precipicio... se divisaba un paisaje semejante al decorado irregular, a la par que espléndido, erigido por gigantes que hubieran soñado con el gabinete del doctor Caligari, las pinturas de Picasso y las murallas de Carcasona, y lo hubieran juntado todo en un lugar secreto en las montañas del otro lado de la Luna". En ese ámbito alucinante, donde las propias rocas verticales forman cuevas utilizadas como necrópolis, habitan los dogon, satisfechos de las constantes visitas que reciben por parte de investigadores y aun de turistas del mundo entero: desde que M. Griaule se interesara por vez primera, hace unos sesenta años, por sus enrevesadas creencias y sus ritos y danzas cargados de símbolos, la mitología dogon, y sus cosmogonía en particular, constituyen un capítulo entero en la historia de las religiones. Las leyendas son múltiples, y varían según el grado de saber y madurez del iniciado a quien se relatan.

Un hogon, o jefe religioso de aldea, sabe que ciertas explicaciones míticas son verdaderas para los niños o jóvenes, mientras que otras, más simbólicas o complejas, sólo son accesibles en los grados más altos de iniciación. Por tanto, a nadie extraña que una figura o una máscara signifiquen algo diferente para cada espectador, según el nivel que haya alcanzado en su educación religiosa. Los dioses y seres míticos son, sin embargo, los mismos para todos: Amma es el dios único, que creó varios sistemas solares, y que hizo el sol y la luna como vasijas de tierra adornadas con espirales de metal. Como dios celeste, Amma se unió a la tierra y tuvo varios hijos: el zorro, símbolo del desorden del mundo y principio del mal, y los Nommo, símbolos del agua y de la lluvia, además de transmisores de la sabiduría divina. Amma creó con barro la primera pareja humana, que fue guiada por los Nommo y que tuvo como hijos a los ocho antepasados primordiales -cuatro hombres y cuatro mujeres-. Estos ascendieron al cielo, donde Amma les dio las ocho simientes básicas; pero cometieron una falta, y por ello hubieron de descender de nuevo a la tierra. Hicieron el viaje en un gran arca cuadrangular, donde se acomodaron junto a las simientes y a los animales, y utilizaron como camino el arco iris. Retornados a la tierra, los antepasados primordiales se apoderaron de ella combatiendo al zorro y a sus descendientes -unos hombrecillos cabezudos llamados yebau-, y comenzaron a cultivar los campos: Al principio, no morían, sino que se introducían en la tierra tomando forma de serpientes; pero, una vez, una de estas serpientes encontró a unos hombres vivos y les habló en la lengua de las serpientes: esta revelación fue fatídica, pues supuso el principio de la muerte para los hombres.

Las variantes, como decimos, son muchas: en otras versiones, Amma creó ocho Nommo, de los que uno sería el rebelde, destinado a convertirse en zorro, mientras que los otros constituirían el principio de diversos elementos naturales; otras, en cambio, dicen que uno de los Nommo, transformado en caballo, condujo el arca donde bajaron al mundo todas las cosas... Esta mitología apasionante, cuyas concomitancias con la mesopotámica y la bíblica ya asombraron a los primeros estudiosos, sirve de base para toda la iconografía artística: según los sabios dogones, cualquier obra humana constituye el reflejo de un mito. Una vasija evocará el arca primordial; una casa, con sus cuatro columnas, será una alusión directa a la unión de dos antepasados, pues el suelo será el principio femenino, el techo el masculino, y las columnas los brazos de ambos. Cada vez que un tallista o constructor realice un friso con ocho elementos, será obvio el recuerdo de los ocho antepasados, y tan sólo los más cultos descubrirán una alusión a los ocho Nommo, o a las ocho semillas entregadas por Amma; esos mismos sabios serán los que vean el Nommo-caballo en lo que, para los demás, no es sino la escultura de un jefe a caballo, etc.

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