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Datos principales


Desarrollo


En el primer tercio del siglo XIX actúa una serie de pintores que, formados en la tradición del XVIII, van a darle supervivencia. La prolongarán incluso, prácticamente hasta la mitad de la centuria en algunos casos. Son pintores de diversa procedencia y suerte, que se sitúan, en general, en ese campo un tanto ambiguo y ambivalente que denominaríamos clasicismo académico. Espacio que media entre la tradición barroca y el neoclasicismo, participando frecuentemente de ambas tendencias. Ello los hace difícilmente clasificables a veces, ya que incluso algunos, en cierta etapa de su producción, realizan obras que podrían considerarse neoclásicas y hasta prerrománticas. Por esto preferimos referirnos a ellos bajo el denominador más genérico que los caracteriza, que es su general entronque con las tradiciones setecentistas. Son artistas de mediocre calidad, en general, salvo el caso de Vicente López y algún otro, y están todos ellos agrupados en torno al círculo cortesano de Fernando VII. Del grupo más tradicional -aparte Juan Gálvez (1774-1847)-, merece la pena destacar el cultivo del género paisajístico por parte de Fernando Brambilla (1763-1834) y Bartolomé Montalvo (1769-1846). Especialidad ésta de poca tradición en la pintura española, pero que alcanzará gran desarrollo a lo largo del siglo. Brambilla fue el principal paisajista de la última década del siglo XVIII y primer tercio del XIX. Magnífico perspectivista que sabe dotar de amenidad y encanto a las vistas y paisajes que representa, puede situarse su estilo en ese paisajismo clasicista que une la racionalidad geométrica y descriptiva a una seducción ambiental y encanto nostálgico que preludia el romanticismo.

Su colección de vistas de los Reales Sitios (Patrimonio Nacional), representa el enlace entre el paisajismo rococó de un Paret y Alcázar y el romántico posterior. Paisajista de un clasicismo también mitigado por la tradición populista del siglo XVIII fue Montalvo, quien tiene la originalidad de cultivar además las marinas. Pero la figura cumbre, la más característica y representativa de este grupo de pintores cortesanos, mantenedores en mayor o menor grado de la tradición, es Vicente López Portaña (1772-1850). Fue uno de los más depurados productos de la formación proporcionada por la Academia borbónica, y uno de los mayores pintores de su tiempo, aunque su arte se mantuviese anclado en las premisas dieciochescas en que se formó. Estas no eran otras que la herencia estética de Mengs, interpretada en la Academia por sus discípulos, donde aún tenían vigencia las herencias decorativas barrocas. Por ello no se le puede considerar netamente un neoclásico. Su obra, fundamentalmente retratística, tiene el doble interés de la calidad pictórica y la iconografía, caracterizándose por el realismo, relieve de la figura, excesivo acabado, detallismo de primitivo, brillante colorido y excelente dibujo. Todo ello envuelto en su ambiente exacto, pero, adoleciendo de una cierta languidez y falta de fuerza, en general, en la introspección psicológica (La reina María Cristina, D. Antonio Ugarte y su esposa, o Goya, Museo del Prado).

El resto de su obra está compuesta, fundamentalmente, por pintura religiosa y decoraciones al fresco (Bóveda del Salón de Carlos III, Palacio Real). Sus numerosos discípulos, tanto de su taller madrileño como de la Academia de Valencia, mantuvieron aún, algo más diluida, la tradición dieciochesca poco más allá de la mitad de la centuria. Se contaron entre los afincados en la corte sus dos hijos, Bernardo (1800-1874) y Luis (1802-1865), Mariano Quintanilla Víctores (1804-1875), Manuel Aguirre y Monsalve (muerto en 1855) y Antonio Gómez y Cros (1809-1863). El arte de estos dos últimos está ya algo imbuido de romanticismo. Mientras, en Valencia siguieron la línea del maestro Vicente Castelló y Amat (1787-1860), Miguel Parra (1784-1846), Francisco Llácer (1781-1852), Andrés Crua (1775-1835), Vicente Lluch (1780-1812), José Maea y Juan Llácer y Viana. Fino clasicista y con cierto aire de nostalgia romántica en sus retratos (El poeta José Quintana, Museo del Prado), fue el valenciano afincado en Madrid José Ribelles y Helip (1775-1835), buen acuarelista y uno de los primeros litógrafos de España. Pero fueron el canario Luis de la Cruz y Ríos (1776-1853), con su magistral Autorretrato (colección marqués de Espeja), y el madrileño Zacarías González Velázquez (1764-1834), con las decoraciones murales de la escalera de servicio de la Casita del Labrador de Aranjuez o La hija del artista tocando el clave (Museo Lázaro Galdiano), ambos pintores del círculo cortesano de Fernando VII, quienes avanzan en el clasicismo académico dieciochesco, en que normalmente se mueven, hasta alcanzar en algunas ocasiones el neoclasicismo, pero sin llegar nunca a la rotunda concepción davidiana. Forman así estos dos pintores la imprecisa frontera entre el clasicismo dieciochesco anterior a David y el puro neoclasicismo davidiano en España.

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