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Restauración

Desarrollo


Cuando el rey optó por llamar de nuevo a los conservadores al poder, en enero de 1884, Cánovas quiso dejar la presidencia del Consejo de ministros a Romero Robledo; en aquellos momentos le interesaba más la historia que la política. Pero ni el partido -es decir, sus notables- ni, sobre todo, Alfonso XII aceptaron la jubilación anticipada del hombre clave de la Restauración. En el gobierno conservador que se formó en aquella ocasión figuraba nuevamente Romero Robledo como ministro de Gobernación. Pero el hecho más significativo era la presencia en el mismo de Alejandro Pidal y Mon, el hombre más representativo de la Unión Católica, como ministro de Fomento, no se sabe si por iniciativa del rey mismo o de Cánovas. Pidal era un destacado neocatólico, nombre que durante el reinado de Isabel II se dio a un grupo de políticos e intelectuales caracterizados por la defensa de las tesis católicas más extremas, tal como fueron expuestas en el Syllabus. Al producirse la revolución del 68, la mayoría de sus componentes, encabezados por Cándido Nocedal, ingresaron en las filas del carlismo. Pidal, que nunca dio ese paso, se significó, no obstante, por la oposición rotunda que presentó a Cánovas en la discusión constitucional de 1876, en defensa de la unidad católica. Sin embargo, ya en 1880, en una ocasión solemne, Pidal había manifestado públicamente su aceptación de la legalidad vigente, haciendo un sonado llamamiento a las "honradas masas que, arrojadas al campo por los excesos de la revolución", formaron el partido carlista para que se agruparan en defensa de los intereses conservadores.

Con este fin, Pidal fundó en 1881 La Unión Católica. La tendencia que Pidal y la citada asociación representaban, respondía a las nuevas orientaciones que emanaban del Vaticano donde, en 1878, León XIII había sustituido a Pío IX. En lugar de la anterior intransigencia frente al Estado liberal, el nuevo pontífice promovió en toda Europa la aceptación de las instituciones vigentes y la unión de los católicos -o ralliement, como fue llamada en Francia- para participar en la vida política, en defensa de los intereses de la Iglesia. El Papa aconsejaba explícitamente a los neocatólicos españoles "someterse respetuosamente a los poderes constituidos (...) para trabajar unidos (...) por la reforma de la legislación en sentido católico". Durante su estancia en España, entre 1883 y 1887, el nuncio Rampolla -tan profundamente identificado con el pontífice que ocupó la secretaría de Estado vaticana tras su marcha de España- impulsó decididamente esta política católica. La jerarquía eclesiástica española se dividió ante las nuevas orientaciones: algunos obispos continuaron condenando el liberalismo -en teoría y en la práctica-, pero otros, los obispos más importantes e influyentes, se desmarcaron abiertamente de un carlismo cada vez más marginal, que había optado por el retraimiento, y optaron por la colaboración con el sistema. La incorporación de Pidal al gobierno conservador significaba, por tanto, en aquellos momentos, el fin de la identificación entre católicos y carlistas existente desde 1868.

Pero no sólo eso: también supuso un importante cambio en el partido conservador que, a partir de entonces, contó con una importante nómina de católicos oficiales en sus filas. Habitualmente se ha considerado que el intento de Pidal fue un fracaso, a largo plazo, ya que en lugar de atraer a las honradas masas carlistas al sistema de la Restauración, sólo integró en el mismo a unos contados aunque influyentes personajes, como Marcelino Menéndez Pelayo. Este juicio negativo, sin embargo, podría ser matizado si en lugar del número de los allegados nos atenemos al contenido de la política conservadora y a la efectiva defensa que realizó de los intereses católicos, en lo relativo a temas como la enseñanza o las órdenes religiosas. En el fondo, este juicio está pendiente de una evaluación, no llevada a cabo todavía, de la obra de gobierno conservadora en la Restauración. A corto plazo, sin embargo, la alianza con los católicos convirtió la situación conservadora en un campo de minas. A Cánovas y su ministro de Fomento le saltaba una a cada paso que daban, y en distintas direcciones: con motivo de cualquier referencia a la mera existencia del reino de Italia -que encrespaba a un Vaticano que todavía no llegaba tan lejos-; al inaugurar el curso universitario en la universidad Central -donde un catedrático masón, Miguel Morayta, entonaba himnos a la libertad, considerados estridentes y provocativos- o con motivo de las pastorales de los obispos intransigentes que originaban conflictos con el Estado.

Las dificultades más importantes, sin embargo, le vinieron al gobierno a causa de la política de Romero Robledo en el ministerio de la Gobernación. En las elecciones a diputados de 1884 extremó éste tanto su tendencia al amiguismo y la arbitrariedad que, según Fabié, el mismo Cánovas se vio obligado a intervenir; en las elecciones provinciales siguió el mismo comportamiento, y creó tantos agravios que, un incidente en el Ayuntamiento de Madrid, dio pie a la unión de las oposiciones liberales y republicanas en las elecciones municipales de mayo de 1885. El gobierno fue derrotado en Madrid y en otras 27 capitales de provincia. Las críticas internas arreciaron y Romero dimitió de su cargo. Era el primer paso de un alejamiento de Cánovas que habría de consumarse al ocurrir el gran acontecimiento de aquel año: la muerte del rey, seguida por el abandono del poder por parte de los conservadores y su sustitución por los liberales. La muerte de Alfonso XII en noviembre de 1885 produjo una importante conmoción política en el país. Lo monarquía había sido restaurada hacía sólo once años, y aunque las oposiciones eran débiles y la situación creada estaba perfectamente prevista en la Constitución -la esposa del rey difunto, María Cristina de Habsburgo Lorena, debía hacerse cargo de la regencia durante la minoría de edad del futuro rey o reina (que no se sabía por estar la reina embarazada al morir su esposo)-, la misma gravedad del trance y la debilidad en que parecía quedaba la máxima institución del Estado -en manos de una mujer joven, extranjera, con escaso tiempo de permanencia en España, poco popular y con fama de escasamente inteligente- habían hecho que cundiera la alarma.

"La muerte del rey -escribía Menéndez Pelayo a Juan Valera, ministro de España en Washington, por aquellas fechas- ha producido aquí un singular estupor e incertidumbre. Nadie puede adivinar lo que acontecerá". En aquellas circunstancias, Cánovas decidió dimitir y aconsejar a la regente que encargara del gobierno a los liberales. "Nació en mí el convencimiento -diría Canovas en Congreso, meses más tarde- de que era preciso que la lucha ardiente en que nos encontrábamos a la sazón los partidos monárquicos (..) cesara de todos modos y cesara por bastante tiempo. Pensé que era indispensable una tregua y que todos los monárquicos nos reuniéramos alrededor de la Monarquía (...) y una vez pensado esto (...) ¿qué me tocaba a mí hacer?, ¿es que después de llevar entonces cerca de dos años en el gobierno y de haber gobernado la mayor parte del reinado de Alfonso XII, me tocaba a mí dirigir la voz a los partidos y decirles: porque el país se encuentra en esta crisis no me combatáis más; hagamos la paz alrededor del trono; dejadme que me pueda defender y sostener? Eso hubiera sido absurdo y, además de poco generoso y honrado, hubiera sido ridículo. Pues que yo me levantaba a proponer la concordia y a pedir la tregua, no había otra manera de hacer creer en mi sinceridad sino apartarme yo mismo del poder". Cánovas hizo saber a Sagasta su decisión -que éste aceptó- en una reunión que, por mediación del general Martínez Campos, mantuvieron en la sede de la presidencia del Consejo, y que ha recibido el nombre de Pacto de El Pardo. Este entendimiento, como indica Raymond Carr -oponiéndose a la interpretación que le dieron los críticos de la Restauración- "no puede presentarse como la partida de nacimiento del constitucionalismo bastardeado". El turno de los partidos se había iniciado cuatro años antes, y el acuerdo de 1885 no entrañaba nada contrario a la pureza del régimen parlamentario; era, por el contrario, una muestra extraordinaria de sabiduría política y de altruismo -al colocar los intereses generales por encima de los particulares- por parte de Cánovas.

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