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Datos principales


Rango

Ilustración española

Desarrollo


Los hombres de las más variadas procedencias regionales abandonan sus lugares de origen para instalarse en la Corte, especialmente a partir de comienzos del reinado de Carlos III. De este modo, Madrid se convierte en crisol de la Ilustración, en el punto de contacto entre la aportación de los círculos locales y el reformismo oficial. Sin embargo, pese a que la labor de muchos de estos ilustrados asentados en la capital se desarrolla en estrecha vinculación con los medios gubernamentales, también aquí se puede señalar la existencia de una corriente autónoma que sólo ocasionalmente entra en el punto de mira del grupo dirigente de la vida política. Algunas instituciones sirven de puente, como es el caso de la Real Sociedad Matritense de Amigos del País que, impulsada por Campomanes y animada por Jovellanos, reúne también a otros ilustrados de menos renombre, que redactan las memorias, sostienen las empresas filantrópicas y llevan a cabo las actividades que caracterizan la vida cotidiana de la entidad: también el Real Seminario de Nobles o de los Reales Estudios de San Isidro, que convocan a profesores de todas las provincias de la Monarquía, los cuales ponen en común sus experiencias en distintos lugares y en distintos campos de actuación. Ahora bien, al margen de estos institutos oficiales o semioficiales surgen otra serie de círculos desvinculados del poder, que son el equivalente madrileño de las agrupaciones regionales de ilustrados que proliferan a lo largo de toda la geografía española.

Estas reuniones culturales de carácter informal se constituyen en Madrid desde finales del siglo XVII, al principio normalmente en casa de miembros prominentes de la aristocracia y con asistencia de algunos destacados representantes de los novatores, como Diego Mateo Zapata. Más tarde, algunas de estas tertulias obtendrán el reconocimiento oficial, como la celebrada en casa del marqués de Villena y embrión de la Academia de la Lengua, o la que tenía como marco la casa de Julián Hermosilla, que se convertirá en la Academia de la Historia, o la promovida por Agustín de Montiano, secretario de Gracia y Justicia, que se verá concurrida por hombres de la talla del preceptista Ignacio de Luzán, su discípulo Eugenio Llaguno y la familia Iriarte en pleno. A mediados de siglo, durante el reinado de Fernando VI toma el relevo la Academia del Buen Gusto, presidida por la marquesa de Sarria y frecuentada por Ignacio de Luzán, Agustín de Montiano, el marqués de Valdeflores y el erudito y jurisconsulto Blas Antonio de Nasarre junto a un numeroso grupo de aficionados a la poesía y a la literatura en general. La más importante de estas tertulias literarias fue la que se reunía en la fonda de San Sebastián, propiedad del italiano Juan Antonio Gippini, que hacia 1775 atraviesa su edad de oro con la presencia de los mejores escritores del momento, como Nicolás Fernández de Moratín o José Cadalso, o como los fabulistas Tomás de Iriarte y Félix de Samaniego, y también de hombres de ciencias, como el botánico Casimiro Gómez Ortega, director del Jardín Botánico de Madrid, y de prestigiosos eruditos, como los valencianos Francisco Cerdá y Juan Bautista Muñoz, el fundador del Archivo de Indias y padre del americanismo español.

Junto a estas tertulias en lugares públicos se desarrollaban los salones al gusto francés presididos por damas de la nobleza, como la condesa de Benavente o la duquesa de Alba, algunos de los cuales cambiarían su carácter debido a las preocupaciones más específicas de sus patrocinadoras, como el de la condesa de Montijo, que a finales de siglo se había convertido en uno de los núcleos del jansenismo español. Asimismo, las redacciones de los periódicos eran lugar de reunión y de intercambio de ideas. Así puede ofrecerse el ejemplo del excelente Diario de los literatos de España que, nacido en 1737, agrupaba a Francisco Manuel Huerta, Juan Martínez Salafranca (autor de unas Memorias eruditas para la crítica de Artes y Ciencias, en 1736) y Leopoldo Jerónimo Puig, al tiempo que recibía las colaboraciones del humanista Juan de Iriarte o de Gregorio Mayans, oculto bajo el seudónimo de Plácido Veranio. En cualquier caso, en Madrid las instituciones oficiales se bastaban para aglutinar a la mayor parte de los representantes del movimiento ilustrado. Así, a título de ejemplo, podemos considerar la nómina de los académicos de la Historia, que incluye en 1796 a un elenco realmente sobresaliente: Antonio de Capmany (que actúa de secretario), Pedro Rodríguez Campomanes, Eugenio Llaguno, Francisco Cerdá, Antonio Tomás Sánchez, Casimiro Gómez Ortega, José Vargas Ponce, Juan Bautista Muñoz o Gaspar Melchor de Jovellanos, todos ellos citados ya como abanderados de la renovación de la cultura española del Setecientos.

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