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Las razones esgrimidas por Gustavo Adolfo de Suecia para declarar la guerra al Emperador (ultraje a su reputación, designio del Báltico de los Habsburgo, en connivencia con Polonia, y defensa de las libertades alemanas) no deben ocultar los auténticos objetivos de su política exterior: obtener posiciones privilegiadas en el Báltico e impedir que la autoridad del Emperador se imponga sobre los príncipes alemanes, formando un Estado poderoso y unido, no atomizado en un sin número de pequeñas entidades políticas. Tales argumentos podían inclinar a su favor a los enemigos de Fernando II, en particular a los electores de Sajonia y Brandemburgo, pero éstos sólo se aliarán con Suecia a raíz de la conquista y saqueo por el ejército imperial de la ciudad de Magdeburgo. A partir de este momento, la causa católica en Alemania se deteriora por completo, máxime cuando poco después el ejército sueco penetra en Baviera, donde derrota a Tilly, procediendo al saqueo de cuanto encontraba a su paso, incluida la capital, Munich, que es abandonada rápidamente por Maximiliano. Los triunfos de Gustavo Adolfo alarman a los consejeros del Emperador, que vuelven a plantear la formación de una liga con España y con los príncipes alemanes. Olivares, a su vez, insiste a Viena para que Wallenstein se ponga de nuevo al frente del ejército imperial, lo que finalmente consigue, produciéndose un giro espectacular en la evolución de la guerra, pues no sólo se recuperan Baviera y Silesia, sino que además, en la batalla de Lützen (1632), donde los suecos se enfrentan a Wallenstein, Gustavo Adolfo fallece a causa de las heridas recibidas en el combate.

El Emperador podía respirar aliviado de momento. La campaña de 1631-1632 no tuvo un desenlace tan óptimo para España. Olivares juzgaba que una presencia más fuerte en el Palatinado renano contribuiría a proteger a Fernando II y a defender los pasillos del Rin, permitiendo al ejército de Flandes acudir en ayuda de los electores eclesiásticos y del duque de Lorena, con quien se estaba en negociaciones. Lo mismo pensaba Richelieu, quien a finales de 1631 presiona militarmente al duque de Lorena para que firme un tratado por el que se compromete a proporcionar medios de transporte y víveres a las tropas francesas; a continuación, comienza a expulsar a los españoles de los presidios que ocupaban en el electorado de Tréveris, estratégicamente situados para proteger el camino que enlazaba Alemania y los Países Bajos, justo cuando los holandeses emprenden una ofensiva destinada a romper las líneas defensivas del Maas. La caída de Maastricht en agosto de 1632, a pesar de acudir en su auxilio Gonzalo de Córdoba desde el Palatinado, seguida de la pérdida de Limburgo, sumió al ejército de Flandes en el desorden. La archiduquesa Isabel Clara Eugenia, presionada para que negociase con los holandeses un tratado de paz, convoca en septiembre a los Estados Generales sin notificarlo a Madrid. Afortunadamente, la situación en la zona se fue estabilizando: el ejército español procedente del Palatinado logra detener el avance holandés, mientras la escuadra de Dunkerque ocasiona estragos en la marina de las Provincias Unidas.

Olivares, sin embargo, estaba decidido a recuperar el terreno perdido: tras revocar los poderes de la archiduquesa para concluir un acuerdo con la República de Holanda, convence a Felipe IV de que envíe a los Países Bajos a su hermano, el cardenal-infante Fernando, al frente de un ejército con el que recuperar Alsacia, salvaguardar el Franco Condado y limpiar de tropas enemigas el pasillo del Rin. Mientras Olivares diseñaba esta campaña, Richelieu iniciaba la suya para bloquear las comunicaciones de España en Alemania, pues tras controlar Alsacia y Breisgau procede a ocupar Lorena, cuyo duque había permitido la recluta de soldados en su territorio para el ejército de Flandes. De este modo, el Camino español resultaba prácticamente intransitable y, aunque el duque de Feria procedió a limpiar de enemigos la región comprendida entre Constanza y el vado de Breisach, que fue liberado del acoso francés, urgía encontrar una ruta más segura para el ejército español, pasando por Bohemia y Sajonia. En esta empresa el concurso del Emperador era fundamental, pero la campaña de 1632-1633 no fue tan prometedora como se esperaba en Viena y además Wallenstein no parecía estar dispuesto a enviar sus soldados a combatir con los españoles, por cuanto que su objetivo se dirigía a lograr la paz con Suecia, Sajonia y Brandemburgo, para lo cual era preciso causarles el mayor daño posible.

Sin embargo, Fernando II empezaba a recelar de sus intenciones y así, con el beneplácito de Madrid, firma en febrero de 1634 una orden para que sea detenido y conducido a Viena, autorizando incluso a que le den muerte si fuera necesario, como así sucedió. La muerte de Wallenstein permitirá a los enemigos del Emperador recomponer sus efectivos y retomar la iniciativa, pero sus éxitos iniciales serán contrarrestados con la reconquista de Ratisbona y Donauwörth por las tropas imperiales, con lo que se restablecían las comunicaciones entre Baviera y los territorios de los Habsburgo. Seguidamente el hijo del Emperador, el rey de Hungría, pone sitio a Nördlingen y espera la llegada de su primo, el cardenal-infante don Fernando, que conduce 15.000 hombres. Días después ambos se enfrentan al ejército de Suecia y de sus aliados obteniendo "la mayor victoria de nuestros tiempos", como expresó jubiloso Olivares al conocer la noticia. Nördlingen, desasistida, debe rendirse y el ejército derrotado se retira a Alsacia mientras Suecia comienza a desmantelar todas sus guarniciones al sur del Main. La batalla de Nördlingen tuvo una enorme repercusión en las cancillerías europeas. En tanto que algunos príncipes protestantes comienzan a pensar que sólo Francia puede liberarles de los Habsburgo, el elector de Sajonia inicia una serie de contactos con el Emperador que culminarán, tras varias vicisitudes, en la Paz de Praga (1635), acuerdo al que se incorpora el elector de Brandemburgo y la mayoría de los Estados luteranos. El tratado fue acogido con enorme satisfacción por Olivares, ya que ahora el Emperador podía disponer de todos sus recursos para desplazarlos en ayuda de los españoles, compensando así los cuantiosos subsidios recibidos durante años a cambio de nada. Pero las esperanzas del conde-duque se vieron pronto defraudadas, pues cuando todo hacía presagiar el triunfo de los Habsburgo, Francia, que desde 1630 no había dejado de socorrer a Holanda y Suecia con gruesas cantidades de dinero, decide declarar la guerra a Felipe IV.

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