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Desarrollo


Aunque, como en toda Europa y aun por delante de la media continental, la población urbana tuvo un especial protagonismo en el crecimiento que supone el siglo, el tipo de poblamiento fue de carácter marcadamente rural en atención a que la agricultura constituía la principal actividad laboral y, en consecuencia, a ella se dedicaba el porcentaje mayor de la población, que debía, así, residir en los campos, donde pueden encontrarse pueblos con concentraciones demográficas de gran importancia. Por ello, más de las tres cuartas partes de la población española del XVI habría vivido en el medio rural. De otro lado, partiendo de la básica impronta agraria que tenía la estructura económica, el campo entraba también en la producción ciudadana, quedando las fronteras entre lo rural y lo urbano mucho más difusas entonces de lo que serán más tarde. La calidad de las tierras y las modalidades de su cultivo eran factores que repercutían de forma directa tanto sobre la mayor o menor densidad demográfica como sobre el tamaño de los núcleos en que se asentaba la población. También hay que tener en cuenta que esta circunstancia podía determinar la paradoja de encontrar páramos demográficos, por ejemplo zonas montañosas o insalubres, no muy lejos de ricas tierras que, como llanuras o valles, podían estar extraordinariamente pobladas. Cuando se procede a cartografiar las cifras de densidad de población de la Corona de Castilla para finales del siglo XVI es posible observar una tendencia a la disminución paulatina en dirección norte-sur.

Tomando como base la ya clásica presentación de Antonio Domínguez Ortiz, se describiría una primera zona desde las costas cantábrica y atlántica hasta la cuenca del Tajo que habría estado dominada por una densidad de población superior a la citada media, elevándose incluso por encima de los 20 hab./km2. Después de atravesar un cinturón de territorios cuyas densidades se situarían por debajo de esa media (entre 5 y 15 habitantes por km2) formado por Extremadura y Ciudad Real (bastante menos poblada ésta que aquélla), o muy por debajo (menos de 5 hab./km2) en la actual provincia de Albacete, se recuperarían de nuevo las densidades superiores en la Andalucía Occidental (Sevilla, Córdoba y Jaén). Tras esta cuña de densidades por encima de la media que dibuja el perfil de la cuenca del Guadalquivir, se retornaría a las bajas de Murcia y el reino de Granada (con Almería y Málaga), afectado por la expulsión de los moriscos posterior a la Guerra de las Alpujarras. A estos datos hay que añadir que la densidad demográfica de Navarra rozaría la media y que en Canarias se situaría en torno a los 7 hab./km2 En cuanto a los tipos de asentamiento también sería posible observar esa disposición en fajas desde el norte al sur. La zona más septentrional estaría dominada por una extraordinaria atomización en pequeñas aldeas con muy pocas villas o ciudades de verdadera relevancia, que empiezan a ser más frecuentes en la Meseta Norte con Palencia -unos 10.

000 habitantes- o Burgos -unos 20.000 habitantes-, para ir dando paso a la aparición de un poblamiento más concentrado a medida que se desciende desde la parte superior de la Meseta, cuya red de ricas ciudades y villas da muestras de la vigencia de un auténtico esplendor urbano. En la Meseta Sur son las concentraciones -Toledo alcanzaría los 60.000 habitantes; la mudanza de la corte a Madrid haría de esta pequeña villa una aglomeración de casi 100.000 personas- las que destacan entre amplios espacios mucho más vacíos, hasta llegar a la red urbana andaluza, donde son numerosas las poblaciones con más de 5.000 habitantes y donde todo lo enseñorea el emporio sevillano con sus más de 125.000 almas. En los territorios de la Corona de Aragón, retomando la cartografía de Domínguez Ortiz, la menor densidad de población le correspondía al reino aragonés (7,5 hab./km2), seguido por Cataluña (11 hab./km2), muy por detrás de Valencia que alcanzaba una densidad de 20 hab./km2, lo que la equiparaba a la zona septentrional de la Corona de Castilla, y de Mallorca, con densidades por encima de los 25 hab./km2. En cuanto a la población ciudadana, la red urbana era de menor densidad que en Castilla, aunque Zaragoza, Barcelona y Valencia destacaban como focos de atracción en sus respectivos territorios. Es indudable que el peso demográfico de la Corona de Castilla en el conjunto de la población española del XVI era abrumador, pues habría representado unas tres cuartas partes del total de la población y contaría con la mayor extensión en cuanto a zonas de más alta densidad relativa.

En la coyuntura finisecular, la población castellana ya había empezado a mostrar algunos síntomas de crisis, habiéndose alcanzado los momentos de mayor crecimiento antes del gran censo de 1591, durante las décadas centrales del siglo, entre 1530 y 1570, tal y como apuntó hace años Felipe Ruiz Martín. Recientemente, Bartolomé Yun ha propuesto que se retrase hasta el XV el momento inicial del movimiento al alza, para, después del escalón que supuso el difícil período 1504-1525, relanzarse el crecimiento desde 1530 a la década de 1570. A partir de ese momento crucial, empiezan a menudear las noticias regionales de parálisis o estancamiento en el último cuarto de la centuria. Sin embargo, en la Corona de Aragón la fase de expansión se habría mantenido hasta comienzos del siglo XVII, llegando en el caso catalán hasta la tercera década del siglo, y quedando frenada en Aragón y Valencia por los efectos de la expulsión de los moriscos. El crecimiento secular de la población se produjo bajo el signo del régimen demográfico antiguo, en función del diferencial de una elevadísima tasa de natalidad (40 por mil habitantes) sobre una también altísima tasa de mortalidad (35 por mil habitantes), en especial la perinatal e infantil (150 por mil habitantes). El índice de celibato permanente era elevado. El tamaño medio de las familias, que correspondía al modelo nuclear, no habría sido muy grande, con unos 6 hijos nacidos, de los que varios acabarían por morir en la infancia (c.

3). El número de viudas sería importante -los viudos volverían, por lo general, a contraer un segundo matrimonio-, en especial en el medio urbano, donde se ha calculado que cerca de un sexto de los vecinos eran viudas que actuaban como paterfamilias. La población habría estado sujeta a los efectos de la mortandad catastrófica -los "checks" represivos de Malthus- bajo las formas de epidemias y hambrunas asociadas a las clásicas crisis agrarias periódicas de tipo antiguo. El siglo se cierra con la gran peste atlántica en Castilla (1596-1602) y se abre con la devastadora crisis agraria de 1502-1507, estando todo él recorrido por cíclicos episodios de malas cosechas y epidemias de peste, fiebres tifoideas, etc. Aunque localmente sus efectos pudieron ser graves -por ejemplo, en alguna zona de germanías-, la guerra no supuso un factor añadido de sobremortalidad en la España del XVI porque no se vivieron grandes conflictos militares en su interior. En suma, se ha calculado que la esperanza media de vida al nacer sería de 25 a 30 años. En función del privilegio de naturaleza que reservaba a los españoles la posibilidad de pasar a Indias y de otros factores -como la proximidad al puerto de salida-, la emigración hacia América fue un fenómeno que en el siglo XVI afectó principalmente a la población -ante todo, masculina- de Andalucía, Extremadura, Castilla la Nueva y que supuso una pérdida de un cuarto de millón de habitantes como máximo en el transcurso de la centuria. Por su parte, la Corona de Aragón se benefició de la llegada masiva y continua de inmigrantes procedentes de los Pirineos y el sur de Francia, calculándose que un quinto de los habitantes de Aragón y Cataluña serían de este origen. La causa del crecimiento demográfico experimentado durante el siglo habría que ponerla en relación con la fase expansiva que estaría desarrollando la economía, lo que habría abierto la posibilidad de incrementar tanto la tasa de nupcialidad con la formación de nuevas familias como rebajar la edad media en que se solía contraer matrimonio.

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