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Hiroshima L3

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El nuevo Ejército japonés, integrado por un 34 por ciento de campesinos y pescadores y un 31 por ciento de artesanos, obreros o mineros, si bien había asumido ciertas tradiciones, no podía reconocerse en ninguna casta antigua y lo que más fuertemente podía unirlo a prestarle cohesión era la rígida fidelidad al Palacio, que había liberado socialmente a sus grupos de origen y les había dado acceso a la defensa de la nación. Por todo esto, es muy posible que, en el último fondo mental de la revuelta del "Ni Ni Roku" hubiera quizá una resurgencia del antiguo resentimiento "samurai" contra el descendiente directo de Meiji, orientado como su antepasado hacia una concepción no tradicional del progreso y partidario ardiente de seguir muy de cerca la evolución del mundo real. En Japón, y ello a lo largo de toda su historia, el espectro o la realidad (el "Shogun", por ejemplo) de ese tipo de oposición militar a un trono originariamente religioso, había estado presente siempre. Ahora, el martes 14 de agosto de 1945, lo iba a estar más dramáticamente que nunca. Un complot estaba en marcha desde por lo menos el 11 de agosto. Ese día, en un abrigo situado bajo el edificio del ministerio de la Guerra, en Ichigaya, una quincena de oficiales decidió realizar lo que no podía ser una rendición del inevitable "Ni Ni Roku". Decidieron que para proseguir la guerra, hasta la victoria o la obtención de condiciones aceptables de paz, era necesario eliminar antes físicamente a los partidarios de la capitulación inmediata: el "premier" Kantaro Suzuki, al ministro de Asuntos Exteriores Shigenori Togo, y al "marqués" Koichi Kido, Guardián del Sello Privado y uno de los principales consejeros del Emperador.

Para los conspiradores, el Emperador debería -lo mismo que pretendieron los hombres de la Kodo-ha o consiguió el "Shogun" histórico- ser "protegido", o sea, neutralizado. El que parecía ser jefe del complot en ese momento era el teniente coronel Masahiko Takeshita, de la Sección de Asuntos Militares del ministerio de la Guerra y -lo que era importante- cuñado y amigo del ministro Anami. Entre los reunidos en el refugio de Ichigaya figuraban también el comandante Kenyi Hatanaka, de la misma sección ministerial que Takeshita y que habría de ser el más empecinado de todos los rebeldes, y el comandante de Caballería Hidemasa Koga, de la Guardia Imperial, casado con una hija del célebre general Tojo y gran aficionado a la motocicleta. A primera vista, el éxito de este proyecto de golpe de Estado casi palaciego, realizado discreta y sutilmente entre los bastidores y los centros de poder más íntimos del régimen, parecía asegurado. "No se va a cambiar nada. Todo va a proseguir como era, incluso la guerra", explicaban los conspiradores. Ante ellos, el único obstáculo de consideración que se alzaba era el teniente general Takeshi Mori, llamado el "Monje" por su rígida austeridad, y que estaba al frente de la I División de la Guardia Imperial, brillante tropa encargada directamente de la protección personal del Emperador. Sin embargo, para los conspiradores, el inflexible general Mori estaba ya muerto y casi medio centenar de sables aguardaban impacientemente el momento de hacer saltar la sangre en surtidor hasta el techo de su despacho.

Mientras tanto, Anami contemporizaba. Simpatizaba con los conspiradores, pero su formación hacía que le fuese absolutamente inaceptable alzarse contra una decisión imperial. Sabía que Japón estaba derrotado, pero no creía de ningún modo que estuviera fuera de combate. Había en ese momento, sólo en el territorio metropolitano japonés, tres millones de hombres entrenados en armas, veinte millones más de reserva, de todas edades, a los que era posible movilizar rápidamente, 7.000 aviones de todo tipo que podrían ser empleados en Unidades de Ataque Especial (los célebres "kamikaze"). Si había costado, solamente al Cuerpo de Infantería de Marina norteamericano, 4.554 muertos aniquilar, pese a la superioridad de material, a los 21.000 hombres que integraban la guarnición del islote de Iwo Jima a las órdenes del general Kuribayashi, ¿cuántas vidas humanas costaría a los aliados abatir definitivamente a Japón? ¿Acaso no se sentirían inclinados ante la perspectiva de esos ríos de sangre, ante las presiones de su opinión pública a proponer una paz más satisfactoria "para todos"? Sin embargo, Koreichika Anami, ministro y general, sabía también, como muchos otros oficiales japoneses, que no podría en ningún caso sobrevivir a la derrota de su país. Se sabía, por tanto, ya muerto. Así, en una de las numerosas reuniones en que los conspiradores trataron de atraerlo a su causa, Hatanaka dijo a Anami que los partidarios de la paz querían asesinarle, pero éste rió, más que de la amenaza, de la ingenuidad de la treta con que se intentaba decidirle.

Anami, además, ni siquiera podía asumir la dirección "espiritual" de la revuelta: estaba paralizado moralmente desde que el Emperador había hablado de paz, y sobre todo desde que lo repitió, más irrevocablemente todavía, en la reunión del día 14. Esa reunión, convocada por Suzuki y que el Emperador había pedido se celebrase en su presencia en un refugio subterráneo situado no lejos del Gobunko (la biblioteca imperial), residencia de Hiro Hito desde la destrucción del palacio por un feroz bombardeo norteamericano el 25 de mayo de 1945, había terminado dramáticamente. Entre los sollozos de los ministros, conteniendo apenas sus propias lágrimas, el Emperador, el vehículo simbólico de la nueva Era ahora fallida de prosperidad e imperio llamada "Restauración de Showa", había pronunciado palabras que iban a pesar duramente sobre el destino de todos: "...Considero aceptables las condiciones que nos son impuestas... Proseguir la guerra es provocar la destrucción total de Japón... Mi suerte no me preocupa... Pienso en la angustia que debió sentir el Emperador Meiji cuando la Triple Intervención, pero lo mismo que a él me es obligado soportar lo insoportable..." La "Grulla sagrada" había hablado, e inmediatamente comenzó la redacción de su mensaje al país, que estuvo a cargo del secretario general del gabinete, Sakomitzu Hisatsune, ayudado por un periodista amigo, Kihara Michie. El mensaje, aprobado por los catorce ministros y compuesto de 815 caracteres, iba firmado "Hiro Hito.

Decimocuarto día del octavo mes del año de la Era de Showa". El propio Emperador lo registró en un disco, y se fijó el mediodía del 15 como momento para su difusión al país por las antenas de la NHK, la cadena nacional japonesa. Así, para los conspiradores, se iba a tratar ahora, principalmente, de encontrar en menos de veinticuatro horas un disco de apenas 30 cm. oculto en una ciudad de diez millones de habitantes. Los acontecimientos comenzaron a precipitarse febrilmente. Desplazándose en bicicleta y motocicleta a lo largo y lo ancho de Tokio, Hatanaka y Koga hablaron con todos cuantos conocían. Les propusieron preparar una guerra de guerrillas, asesinar a los ministros, utilizar los 350.000 prisioneros de guerra aliados como rehenes, ocupar el ministerio de la Casa Imperial, aislando así el palacio del país y del mundo, "proteger al Emperador", "separarle" de los capituladores, de los traidores, "ayudarle" a salvar a Japón. Por todas partes encontraron personas deprimidas o anonadadas e indiferentes o que preparaban ya su suicidio. Hatanaka y Koga enviaron a los periódicos un falso comunicado del Cuartel General Imperial ("Los Ejércitos imperiales han recibido de Su Majestad nuevas órdenes y reanudan sus operaciones...") y mintieron también afirmando que los norteamericanos iban a deportar al Emperador a Okinawa, que todas las mujeres japoneseas serían violadas si se capitulaba, que los jefes de Cuerpo de Ejército aprobaban su acción, pero no fueron creídos o muy poco.

El único éxito indirecto que obtuvieron fue que un batallón del 2.° regimiento de la I División de la Guardia Imperial fue a reforzar al que ya estaba en palacio a las órdenes del coronel Toyokiro Haga. Este hecho, que en principio dificultaba la acción de los conspiradores, la facilitaría en fin de cuentas y constituiría su principal triunfo de la jornada, pero ello sólo se haría aparente después. Ahora había que comprometer o neutralizar al general Mori, el "Monje", comandante de la I División de la Guardia. Poseer sus poderes era ser dueño del palacio, del Emperador y, muy probablemente, del disco de la proclama, verosímilmente oculto en el recinto imperial (estaba en realidad en una caja fuerte de los secretarios de la emperatriz).

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