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Hiroshima L3

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En medio de este clima, el día 26 de julio los aliados reunidos en Potsdam emiten un comunicado conjunto que constituye un verdadero ultimátum lanzado a Japón. Junto a una limitación territorial de la soberanía nipona destacaba el principio de la obligatoriedad de la imposición de estructuras democráticas en el país. De forma expresa y voluntaria, en el documento no era mencionado el problema planteado por el mantenimiento de la monarquía, lo que constituía la principal piedra de toque para alcanzar un posible acuerdo. En Tokio, el conocimiento de este texto desencadenó una nueva serie de fricciones entre los diferentes sectores enfrentados. Finalmente, acabarían por dominar, como había venido sucediendo durante las últimas décadas, los elementos más agresivos, y el día 28 Radio Tokio declaró la voluntad del Gobierno japonés de continuar la lucha hasta la obtención de la victoria final. Desde el día 25 de julio, el jefe del Estado Mayor de la aviación norteamericana había enviado al general Spaatz, comandante del sector estratégico, una directriz de bombardeo a realizar a partir del 3 de agosto, en el momento en que las condiciones climatológicas reinantes sobre Japón lo permitiesen. Los objetivos establecidos eran las ciudades de Hiroshima, Kokura, Niiga y Nagasaki, importantes centros de fabricación de material bélico. En Washington triunfaban ya los halcones, que finalmente impulsarían la decisión del todavía vacilante Truman.

Entre ellos se encontraban las grandes personalidades del ala izquierda del partido demócrata, a los que el nuevo Presidente no podía enfrentarse en modo alguno. A través de documentos conocidos varias décadas más tarde, ha quedado demostrado el hecho de que Truman sabía con casi absoluta certeza la inminencia del hundimiento japonés, a través del desciframiento del código secreto del adversario e incluso por medio de terceros países como Portugal y Suiza. Ello ponía de manifiesto la innecesariedad de recurrir al uso de lo que el propio almirante Leahy, jefe del Estado Mayor del Presidente, calificó de bárbaro artefacto. Por su parte, el general Eisenhower, aterrado ante la posibilidad de que la bomba fuese lanzada realmente, había instado a Truman y a su Secretario de la Guerra para que lo evitasen, ya que a principios de aquel verano existían suficientes indicios para suponer que Japón se hallaba al borde del colapso final. Destacadas figuras militares tratarían durante aquellas cruciales semanas de disuadir a los responsables de la adopción de la dramática decisión. El general LeMay, máximo responsable de la distribución general de armamento, afirmaría que la rendición japonesa se hubiera obtenido haciendo uso solamente del carácter convencional sin tener que recurrir a nuevas armas de impredecibles efectos. La mayoría de la oficialidad de la Marina que actuaba en el Pacífico se mostraba partidaria de conseguir la victoria final mediante la imposición de un riguroso bloqueo alrededor del archipiélago japonés, privándole con ello de toda clase de abastecimientos.

Sin embargo, y a pesar de estas evidencias, otro tipo de motivaciones -éstas de carácter político- vendrían a respaldar en definitiva a los partidarios de la utilización del arma atómica. Documentos conocidos con posterioridad demostraron la existencia en círculos inmediatos al Presidente de corrientes de opinión que trataban de convertir el artefacto atómico en un decisivo elemento a instrumentar en las relaciones con la Unión Soviética una vez terminada la guerra. La disgregación del frente aliado, cuya constitución había sido determinada por circunstancias que ahora ya no existían, era ya un hecho. Y Norteamérica parecía decidida a mantener con su todavía aliado unas relaciones desiguales, erigiéndose como indiscutible y única potencia mundial. El Secretario de Estado Byrnes, una de las personas que contaba con mayor influencia sobre Truman, estaba convencido de que la demostración de la posesión del poderío nuclear tendría una importancia futura mayor incluso que la centrada en el aplastamiento de Japón. Consideraba así a la bomba como útil baza que haría a los gobernantes del Kremlin más sumisos y manejables en un mundo que ya se presagiaba cargado de las más oscuras perspectivas para el entendimiento entre los dos grandes vencedores. El día 2 de agosto, sobre el crucero Augusta que a través del Atlántico lo devuelve a su país, Truman toma la irrevocable decisión de poner en práctica el plan previsto de bombardeo de Japón con el arma nuclear. En sus memorias argüiría con respecto a ello: "Los señores de la guerra japonesa presentaron una fanática resistencia. Y un millón y medio de soldados se hallaban en la China continental dispuestos a acudir en defensa de Japón. Era deber mío como Presidente el de obligar a los militares japoneses a avenirse a razones, con la mayor rapidez y la menor pérdida de vidas que fuese posible. Entonces tomé mi decisión. Una decisión que solamente a mí incumbía". Cuatro días más tarde, despegaban desde su base los aparatos que portaban los artefactos atómicos con destino a Hiroshima.

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