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Hiroshima L3

Desarrollo


Llegado el mes de julio de 1945, los Estados Unidos se mostraban sobre el espacio del Océano Pacífico como virtuales vencedores en la guerra, pero los elevados costes humanos y materiales que había supuesto la conquista sucesiva de las pequeñas islas hacían imaginar las enormes dificultades que ofrecería un potencial lanzamiento de tropas sobre el mismo territorio de Japón. Los cálculos realizados en este sentido mostraban una sensible oscilación de las cifras presentadas para las posibles bajas que se producirían, nivel que llegaba a alcanzar entre los más pesimistas un total de más de un millón de hombres. Datos desmesurados obviamente que eran adecuadamente instrumentados por los partidarios de la puesta en práctica de una solución más drástica, como podría ser la utilización del arma atómica que por entonces se hallaba en su proceso final de elaboración. Para Truman, se debía evitar a toda costa que Japón se convirtiese de punta a punta en una nueva Okinawa. Los efectos de esta costosa acción estaban muy vivos entre la opinión pública, y se había comprobado que habían servido para envalentonar a los japoneses, mientras que por el contrario habían actuado negativamente sobre los combatientes norteamericanos. Estos, diseminados sobre las islas del Pacífico, se debatían entre una mezcla de disgusto, resignación y resentimiento, dado que muchos de ellos habían sido trasladados desde los campos de batalla europeos y se encontraban hastiados y agotados.

Sobre el terreno, los norteamericanos dominaban por completo el cielo, y día y noche procedían a bombardear las ciudades japonesas, causando decenas de millares de víctimas entre la población civil. Existía ya en el interior de Japón una creciente sensación de derrota, que las convulsiones políticas producidas entre los más altos círculos del poder no hacían más que fomentar. Apartado del Gobierno el belicoso Tojo, sus sustitutos no fueron capaces de imponer una política de apaciguamiento de la agresividad de los sectores dispuestos a llevar la lucha hasta el fin, aun a costa de la destrucción total del país. Mientras tanto, en Washington, los estrategas proseguían la elaboración de planes que sirviesen de continuación a los llevados a efecto hasta el momento, y en función de ello habían establecido un calendario de acciones a aplicar sobre el mismo archipiélago nipón. Así, el proyecto de MacArthur preveía para el otoño de 1946 el desembarco de doce divisiones en la isla de Kiu Siu y su inmediata conquista. Más adelante, para la primavera de 1946, se preveía la invasión de la isla de Hondo, la mayor del archipiélago, por tres ejércitos y veintidós divisiones, destinados a lanzarse en primer término sobre la región clave de Tokio-Yokohama. Los Estados Unidos conocían los códigos cifrados utilizados por los japoneses, y por ello sabían de la existencia de fuertes corrientes de opinión que deseaban el fin de la guerra, en la que se incluía el propio emperador.

Sin embargo, la exigencia de una rendición sin condiciones no era aceptada en Tokio en modo alguno, ya que amenazaba con cuestionar la misma existencia de la institución monárquica, algo que nadie quería admitir. En Estados Unidos había sido formado en el mes de abril de 1944 un comité especial denominado Interim Committee, encargado de emitir un dictamen acerca de la posible utilización de la bomba, que ya se encontraba en avanzado proceso de elaboración. Tras la evacuación de sus conclusiones, el Secretario de Guerra Stimson hizo llegar al Presidente Truman, el día 1 de junio, un memorándum cuyos puntos fundamentales eran éstos: necesidad de utilizar el artefacto lo antes posible y sin previo aviso, lanzándolo sobre una serie de objetivos concretos, como fábricas de armamento y áreas edificadas especialmente vulnerables. Junto a esto, Stimson advertía también acerca del "carácter extraordinariamente destructor y distinto a los demás de la fuerza que estamos dispuestos a emplear, así como de la inevitabilidad de la destrucción que aplicar dicha fuerza podía provocar". Existían sectores que, aun siendo partidarios de la utilización de la bomba, apoyaban la idea de realizar una demostración práctica de advertencia sobre los efectos de la misma antes de aplicarla sobre objetivos reales. Frente a ellos, se alzaban quienes temían que un fracaso en esta operación hundiría la credibilidad en el potencial norteamericano sirviendo como útil instrumento para la propaganda japonesa.

Para entonces todavía no se había llevado a efecto la experiencia del 16 de julio, y no se tenía por tanto la seguridad de que no se saldase con un desastroso fallo. Incluso tras el éxito del experimento, en ningún momento se dejó de pensar en esta posibilidad a la hora de su aplicación sobre objetivos reales. Para el Presidente Truman era la hora de la gran decisión, partiendo de la idea central que había expresado el 16 de abril en su discurso de toma de posesión, cuando había afirmado rotundamente que América no tendrá jamás parte en un proyecto de victoria parcial. Pero en estos momentos se encontraba situado entre posiciones que día a día iban endureciéndose, en perjuicio de una solución pacífica del conflicto. Algunos de sus consejeros sostenían la idea de alcanzar un cierto grado de compromiso entre los intereses militares dominantes y los planteamientos de futuro una vez concluida la guerra. El Secretario de Marina, Forrestal, preguntaba: "¿Hasta qué punto deseamos derrotar a Japón?", mientras que el último embajador norteamericano en Tokio apuntaba el hecho de que si los japoneses querían conservar el sistema imperial siempre sería preferible permitírselo, adoptando al mismo tiempo garantías antiarmamentistas. El día 12 de julio, Hiro Hito envió a Moscú al prestigioso diplomático príncipe Konoye, con el fin de tratar con su todavía aliado Stalin acerca de la situación planteada.

No sería recibido, y por tanto no conseguiría conocer las posibilidades de entrada de la Unión Soviética en la guerra contra Japón. Esta cuestión se presentaba para muchos como un elemento de primordial importancia en aquellos momentos. Se consideraba que la apertura de un frente situado a espaldas del enemigo decidiría el definitivo hundimiento de éste, pero Moscú no se decidía a dar este paso hasta tener de forma clara perspectivas ciertas de obtención de beneficios inmediatos. Ya para entonces se mostraban manifiestos síntomas de la guerra fría que iba a suceder al conflicto, y una posible intervención soviética en Extremo Oriente era, sin embargo, amenazadora para muchos observadores. El escenario del Pacífico había sido durante cuatro años dominio norteamericano en su práctica totalidad, y pocos deseaban una introducción en el mismo de una voraz Unión Soviética, que ya había dado para entonces muestras de sus designios expansionistas sobre la Europa central y oriental. El propio general Marshall, y con él muchos otros altos mandos, apuntaba el hecho de que la inmediata utilización de la bomba haría ya innecesaria la intervención soviética, dejando a los Estados Unidos una absoluta libertad de decisión en la zona. Una vez Truman hubo recibido en Berlín la confirmación del éxito de la experiencia de Alamo Gordo comunicó la noticia a sus dos aliados. Churchill comprendió inmediatamente la transcendencia del hecho, llegando a afirmar: "Si el fuego fue el primer descubrimiento, éste es el segundo". Stalin, por su parte, no dio muestras de especial interés por la cuestión; conocía ya a través de su servicio de espionaje el Proyecto Manhattan desde hacía tiempo. Pero, a pesar de su aparente indiferencia, ordenó el inicio de un programa de investigación nuclear, que habría de plasmarse cuatro años más tarde con la explosión de la primera bomba de fabricación soviética.

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